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arChivo Expiatorio

Gorda al Aire

La niña se quedó parada observando la zanja que le impedía el paso por la calle. Para seguir adelante tendría que dar un enorme rodeo. En Rioverde seguían las obras para instalar drenaje y agua potable intubada. Ello significaba que de ahora en adelante los desechos de las casas irían a parar al río Verde y que los carretoneros de las pipas de agua se iban a quedar sin trabajo. Mariajulia dudaba, no sabía que hacer, la zanja parecía demasiado ancha.

Sí, me acuerdo de aquella vez. Era un mes de mayo porque ese día tenía que llegar temprano a mi casa para ir a ofrecer flores a la iglesia. Eran como las 5 de la tarde. Fui al colegio a un ensayo del coro de las niñas de la primaria. Mi mamá me llevó en el carro y me dijo que me regresara a pie, para que hiciera un poco de ejercicio. Había llovido un día antes y con el calor se hacía mucho bochorno. En ese tiempo estaba muy gordita (de ahí mi actual apodo de la Gorda), así que ya se imaginarán a la pobre niña sudorosa enfrente de una enorme zanja con la prisa de llegar a su casa para ir a ofrecer flores en el Mes de María.

Mariajulia era una niña risueña que siempre se portaba bien y era muy precavida. Rara vez hacía algo que estuviera fuera de las ordenanzas. Ahí parada frente a la zanja escuchaba el zumbido de los mosquitos y casi también la voz de su madre que le decía que diera la vuelta hasta la calle Juárez, para evitar la peligrosa zanja. Por eso resultó de lo más extraño del mundo ver a la gordita tomar vuelo para echar un brinco como el que jamás había dado en su corta vida de 9 años.

Diez. Recién había cumplido los diez años. Lo recuerdo bien porque luego mi papá le habría de decir a mi mamá que como se le ocurría dejar a un niño de diez años regresarse sola del colegio. Lo que pasa es que mi papá ni cuenta se daba que desde muy chicos todos mis hermanos y yo andábamos solos por las calles de Rioverde, que por aquellos años, los principios de los setentas, eran mucho más seguras que ahora. Digo, los únicos peligros tangibles eran las húngaras que se robaban a los niños. Las zanjas no eran peligro porque los niños ágiles como mi hermano las brincaba con suma facilidad (y diversión), mientras que las niñas gorditas les daban la vuelta. Quien sabe que bicho me picó ese día. Estaba cansada, sí, por la caminata, así que no se me antojaba dar el rodeo hasta la calle Juárez. Pero fue otra cosa. De repente vi la zanja y aunque estaba segura de que jamás podría brincarla, me asustó saberlo. Así que me eché para atrás, y como un torito, ensayé mi primer paso arrastrando mi pie derecho contra el terreno lodoso.

En octubre de 1968, durante las Olimpiadas de México, Bob Beamon saltó 8 metros con 90 centímetros en un salto que la televisión repetiría como la más sorprendente hazaña física realizada por un ser humano. En mayo de 1973, el admirador número uno de Bob Beamon veía como su pequeña hermana Mariajulia intentaba un salto imposible de poco más de un metro de longitud. Alcanzó a gritarle pero nada la detuvo. Se veía en sus pasos la misma determinación del negro Beamon. Pero éste no contaba con un piso lleno de lodo, y no tenía puesta en la línea de salto tamaña zanja de 8 metros. ¿Hubiera sido lo mismo? Ocupado en sus múltiples asuntos, el hermano de 13 años nunca había reparado en esa su gordita y graciosa hermana, que solo se le hacía presente para llenarlo de empalagosos besos. Ignoraba que ella lo admiraba por ser admirado por los demás, que sus logros eran para ella como si fueran propios. Esa tarde la vio saltar: un pequeño ser que casi medía lo mismo por lo alto que por lo ancho volaba hacía el extremo opuesto de un abismo que la esperaba para recordarle su lugar en el mundo.

Lo oí como quien oye algo sumergido en el agua. Por eso seguí adelante. Ya una vez me había quedado quince minutos en la orilla de la alberca del Riverside sin animarme a echarme al agua. Aunque no es lo mismo caer en al agua que caer al vacío. Porque así lo vi en esa tarde. Un vacío lleno de lodo, animalejos, mangueras y tubos. Si caía seguramente me quedaría ahí para siempre. Nadie vendría al rescate. Yo sabía que eso iba a pasar. Que no se confunda el lector: yo no estaba llena de confianza por lograr una hazaña que hiciera que la pequeña gorda recobrara autoestima. Yo iba al agujero. Yo quería caerme de una vez por todas. Tal vez, solo tal vez, porque nadie se lo esperaba. Ya iba yo corriendo cuando escuché la voz acuática de mi hermano el mayor, el superhermano el magnífico, mi adorado ejemplo. No recuerdo que dijo, seguramente algún “alto” o “cuidado”, yo lo único que supe fue que era él precisamente el único ser humano que estaba observando mi brinco. Cuando me impulsé al aire se me vino a la mente la imagen de un póster que mi hermano tenía pegado en su cuarto y tenía advertido que si alguien tocaba lo pagaría con su vida. Un moreno brilloso estaba pegando un salto. Su pierna derecha se estiraba hacia delante mientras su pierna izquierda se doblaba hacia atrás. A mí me daba siempre la impresión de que era alguien que pedaleaba una bicicleta en el aire. Sus brazos semejaban unas aspas. “Ni lo veas” me decía mi hermano como si ello fuera un sacrilegio, “es un Hombre de Verdad”.

De pronto, mientras ella ya estaba en el aire, y solo por un breve instante, Mariajulia y su hermano se vieron a los ojos. A él, la imagen que vio le recordó inimaginablemente al ya legendario Bob. La gordita empezaba a mover sus piernas y brazos como si quisiera abrazarse de algo. Una hélice redonda que sólo desvió la mirada para ponerla sobre la superficie de una orilla que se volvía cada vez más grande. La vio caer de este lado y mantener su cuerpecito inmóvil otro instante antes de seguir un movimiento de balanceo que la llevaría a dar un paso adelante para volver a mirar al hermano con la boca abierta que a partir de esa calurosa tarde tendría una nueva adoración.

*

¿Por qué lo hice? Pues no fue por mí, se los aseguro. Yo iba con destino seguro rumbo al agujero. Pero efectivamente pude ver a mi hermano parado como a 10 metros de distancia, observando azorado mi atrevimiento. Entonces decidí hacerlo por él. Porque cuando lo vi, y esto que digo va a parecer increíble, supe de algunos de sus pesares. De cómo sufría por no poder ser como el superatleta ese del póster, como si realmente fuera lo que mi hermano pensaba que era. Supe que se sentía un hombre de mentiras. Todos somos comunes y corrientes, le quise decir al consumar el salto mortal, yo soy medalla de oro, récord del mundo, como cualquiera puede serlo en Rioverde, siempre y cuando se presente una zanja adecuada, un clima favorable y el hermano más querido del mundo frente a una.

Pinche Jabón

“Porque es vigilia y obliga”, dijo mi madre cuando le pregunté por qué no podía comerme un sangüich de jamón endiablado. Yo tenía seis años y aunque ya había hecho mi primera comunión, y por lo tanto estaba obligado a seguir los preceptos, no alcanzaba a comprender las razones de la vigilia (mucho menos las de la comunión). Yo creía que la prohibición era por aquello de lo “endiablado”, pero ya mi madre me explicó, mientras lavaba los platos, lo que era el viernes santo, la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y la clasificación de la carne en pura e impura. Al final de su explicación soltó la siguiente frase lapidaria:

— Porque el cuerpo es una cárcel del alma.


            A continuación se quedó callada y las lágrimas empezaron a resbalar sobre sus mejillas. Como tenía enjabonadas las manos, trataba inútilmente de quitarse el llanto con el antebrazo. Entonces tomé el trapo de las tortillas y con eso le estuve limpiando la cara mientras ella seguía lavando.
            Yo no sabía entonces que esa frase era una idea platónica y que en esa filosofía se fundamentaba buena parte del cristianismo moderno obsesionado con el pecado de la carne y su ulterior trasmigración en lágrimas. Yo era un niño que esa noche se fue a la cama luego de cenar confléis y que antes de dormir (hambriento) se hacía preguntas acerca de la naturaleza del alma de su madre.
            Años más tarde me enteré que la frase se la había aprendido mi madre de memoria en uno de sus cursillos y que en realidad ella nunca se quiso escapar de nada. Pero eso es lo que sucede cuando uno no es feliz, uno supone que la felicidad está en otro lado. Cuando a su cuerpo le dio cáncer, dándole así oportunidad a su alma de liberarse, todos fuimos testigos de su lucha por quedarse habitando la supuesta cárcel. Acerca de las lágrimas hay otra explicación. Aquella no fue la primera vez que la vi llorar mientras lavaba, ora los trastes en la cocina, ora la ropa en el fregadero. Una vez le pregunté que por qué lloraba.
 
— Por culpa del jabón. — contestó.
 

            De esa manera aprendí a leer y escribir. Y es que aunque ya estaba en segundo de primaria, las monjas de mi escuela estaban más preocupadas por que comulgara los Primeros Viernes que por enseñarme a leer. Así que las primeras letras que descifré estaban escondidas en un frasco de detergente (las segundas estaban en un champú Vanart). Desde entonces las etiquetas de productos de limpieza me provocan una gran devoción, que suelo leer y re-leer mientras estoy sentado en el excusado. Sin embargo, en el contenido de los jabones, detergentes y champús no pude encontrar nada respecto al alma de mi madre.
            De haber conocido las estadísticas me habría ahorrado el esfuerzo (aunque tampoco hubiera aprendido a leer). Se sabe ahora que por cada 10 lágrimas de mujer, 9 están provocadas por un hombre. En esa época que estoy hablando sólo había dos hombres en la vida de mi madre: mi padre y yo (bueno, eso supongo). Así que por los pecados de alguno de los dos tendría que haber llorado. Y los míos consistían en decir malas palabras. Y ello se debía, según la teoría de mi madre, a que comía demasiado jamón endiablado. La cuaresma servía, según esto, para purificar mi boca.
            Mi primer poema lo escribí en esos años. Lo hice con un pasador, sobre la madera que cubría la parte trasera de un ropero. Decía así:
 

Pinche  jabón
 

            Esa fue mi infancia: Lágrimas de mi madre rodando sobre el jabón de los trastes. Yo muy enterado del jabón porque el frasco llevaba etiqueta y mi madre no. Un jamón que me endiabló el vocabulario. Y una cárcel de la cual sólo puedo salir cuando escribo, porque el cuerpo no es la única (ni la peor) cárcel para el alma.

Son de Paz

Mantegazza fue a la casa de sus suegros sabiendo que se salía de su zona de seguridad. Vengo en son de paz, le dijo a la muchacha de la casa cuando ésta, con sobrada desconfianza, abrió la puerta y le permitió pasar a la sala. Qué quieres desgraciado, le soltó la suegra apenas lo vio. Mantegazza iba desarmado, pero no con la guardia abajo. Así que de inmediato la puso sobre aviso: Vengo por el dinero que usted y su marido me robaron. La mujer dejó de respirar, apretó los dientes y se metió las manos en la bata que llevaba puesta desde hacía 3 días. Vieja marrana, pensó Mantegazza, y luego de pensarlo dos veces mejor se lo dijo. Así que vienes a mi casa a insultarme, dijo la suegra con mejor cara. No, para nada, yo me anuncié en son de paz y usted llegó a insultarme. Rata de caño. Yo soy el marido de su hija, contestó Mantegazza arrastrando la palabra marido. ¿Y qué vas a hacer, Wilmer?

Ah, como le cagaba que le dijeran por su nombre. Desde que estaba en la primaria a todo mundo advertía: Pobre de aquel que le dijera Wilmer, que en Uruguay era nombre de marinero. Y él odiaba el mar, los barcos, los mariscos y en general a todo lo que flotara o no estuviera bien amarrado a la tierra. Odiaba los globos y amaba los árboles. Odiaba los aviones y amaba las hamburguesas. Odiaba también a sus suegros. Méndigos infelices. Habían convencido a Xaviera para que pusiera a su nombre un tiempo compartido en la playa, para poder usarlo ahora que estaban viejos y no tenían a dónde ir. Al cabo tú y Wilmer casi ni lo usan, dijeron entre lágrimas. Xaviera nunca le dijo nada a su marido hasta que se enteró que el tiempo compartido lo habían vendido sus padres y que con la lana se habían ido un mes a Europa. Entonces sí le dijo a su marido. Le dijo porque ella nunca había ido a Europa y cayó en la cuenta que pudo haber hecho lo mismo y no lo hizo por ayudarles a sus padres. Y sabía que Mantegazza, se iba a poner como loco cuando lo supiera. Vaya que se puso. Así encontró Mantegazza el pretexto para chingarse a sus suegros luego de dos años sin verse ni hablarse. Desde aquella navidad del vino podrido.

Celebraban la navidad en casa y Xaviera había insistido en invitar a sus padres para que no se quedaran solos. Si se quedan solos, dijo Mantegazza, es porque se lo merecen. Si no tienen amigos es por mamones. Porfis, acabó diciendo Xaviera, encogiendo los hombros. Mantegazza aceptó porque sabía que por la noche Xaviera estaría estupenda a la hora de coger. El sexo con Xaviera era de dos tipos: pinche, cuando había alguna clase de pedo con sus suegros, o estupendo. Aquella vez el quería que fuera estupendísimo. Así que Mantegazza decidió dejar de lado sus broncas y gozar las delicias que su mujer podía ofrecerle por las buenas. Para la cena de Navidad fue a comprar dos botellas de tinto de La Rioja. Los más caros que pudo encontrar en el súper. Por la noche recibió a sus suegros, todo amable y simpático, siempre volviendo la mirada a Xaviera, mientras la imaginaba revolcándose en la alfombra o en la regadera del baño. El desastre, se habrán de imaginar, sobrevino a la hora de abrir la primera botella del tinto. Luego del descorche, le dio a probar al suegro, mismo que aprobó con típico movimiento de la cabeza. A continuación sirvió sendas copas a su mujer, suegra, suegro y él mismo. En ese preciso momento que suena el timbre del horno y Xaviera se para. ¡El pavo!, dice ella. Te ayudo, dice solícito Mantegazza. Y ambos se paran rumbo a la cocina sin dar tiempo al consabido brindis. Ya en la cocina Xaviera abre el horno. Mhh, que delicia, dice Mantegazza. La escena es así: Xaviera está empinada sobre el horno picando con un tenedor al pavo. Atrás de ella Mantegazza le agarra las nalgas y es cuando dice: Mhh, que delicia. Se imaginarán que Xaviera dice cosas tales como espérate, mis padres van a oír, o a algo parecido, el chiste es que el faje dura entre 10 a 15 minutos, incluyendo un minuto de sexo oral. Al cabo del mismo, Xaviera y Mantegazza regresan a la sala con los señores. Para su sorpresa los señores se han tomado ya la segunda copa del tinto. Mhh, que delicia, dice la suegra y por alguna razón el tono le recuerda algo a Mantegazza. Para no quedarse atrás la joven pareja hace un brindis y apuran un trago.

Los olores deben moverse a una velocidad cercana a la de la luz. O al menos esa fue la sensación que tuvo Mantegazza cuando probó el tinto de la Rioja comprado en el súper esa misma tarde para agraciarse con sus suegros. Fue invadido al instante por una especie de pantano pútrido y asqueroso. El no era un catador de altos vuelos. Pero sabía perfectamente distinguir un vino echado a perder. A su lado, Xaviera de plano lo escupió sobre la mesa, pensando que hasta algunas alimañas podría traer. ¡Hija, que te pasa!, la suegra se abalanzó a darle palmaditas en la espalda. Nada nada, pero... fue cuando Mantegazza y Xaviera cayeron en la cuenta que la más de la mitad de la botella ya había desaparecido y que a la suegra le había parecido mhh, una delicia. Y las teorías eran: a) que los suegros tendrían algún defecto genético o enfermedad degenerativa del cerebro que les impedía reconocer los sabores y olores de las cosas, lo cual era difícil que ocurriera en ambos a menos de que dicho defecto o enfermedad fuera contagioso, b) que los suegros, en un acto de infinita amabilidad, habían dado el trago amargo estoicamente para no ofender a sus anfitriones, lo cual Mantegazza situaba esta teoría en el terreno de los milagros, dada la calidad social que siempre había distinguido a esos parientes “legales”, como diría el inglés, o c) que sus suegros eran unos nacos que pensaban que, como los buenos vinos eran como los buenos quesos, pues entonces unos deberían saber a patas y los otros a pantano.

Ya sabrán cual de estas teorías fue la que suscribió Mantegazza, lo cual le produjo un ataque de risa incontrolable. Primero Xaviera sonrió y hasta compartió 5 segundos de carcajada. Al rato empezó a decirle a Mantegazza que se callara por favor y que no fuera grosero. Los suegros aguantaron varios minutos sin decir nada porque no sabían a ciencia cierta de que demonios se estaba riendo Wilmer, y si bien nunca lo supieron bien a bien, si les cayó el veinte que se estaba riendo de ellos. Así que se pararon de la mesa y se largaron de la casa sin cena y sin intercambio de regalos. Xaviera se enojó con su marido y por supuesto que esa noche Mantegazza sin quedó sin coger. Al cabo una semana a Xaviera ya se había bajado el coraje pero nunca se le volvió a subir la calentura como aquella noche del pavo horneado. Sus suegros jamás le volvieron a dirigir la palabra hasta el día en que Mantegazza abandonó su zona de seguridad y fue a la casa de sus suegros a cobrar una deuda.

No voy a hacer nada, suegrita. Nada malo, pues, simplemente le voy a cambiar la lana por un favor. Mantegazza barajaba las palabras como dealer de las Vegas. Y si usted no acepta el trato los voy a demandar por fraude, porque en el contrato de compraventa del tiempo compartido ustedes falsificaron la firma de Xaviera. Los mando al tambo aunque sean los padres de Xaviera. ¿Ok, señora? Como la suegra aceptara con un gesto de cabeza, Mantegazza continuó con su propuesta. Usted, suegra, le va a decir a Xaviera que estos últimos años me he pasado todo el tiempo tratando de hacer las paces con ustedes. Que me he portado de maravilla. Que amablemente he venido hoy, en son de paz, a regalarles el tiempo compartido que ustedes ya vendieron y que he dicho que me da un enorme gusto que haya podido gozar en Europa con un dinero que finalmente es para el disfrute de mi familia. Y que le he venido a pedir perdón por haberlos ofendido en la cena de Navidad de hace dos años. Usted, continuó Mantegazza, no le va a decir que aquella vez me desternillé de risa por sus nacadas, ni que le vine a decir que la considero un ser humano más emparentado con los cocodrilos que con el gato chillón del vecino. Si usted le dice eso, yo la meto a la cárcel con todo y marido diabético y artrítico. Así que el trato es este: usted me pone de buenas con mi mujer y yo la dejo en paz de por vida. Ya le dije, vine, y me voy en son de paz.

Mantegazza caminaba por las calles de la ciudad. Era una hermosa tarde de octubre. El nunca pensaba esas cosas: que las tardes eran hermosas y menos las relacionaba con los meses o las estaciones del año. Esos eran rellenos literarios que la gente feliz ponía en los espacios vacíos de sus vidas. Pero era una hermosa tarde de octubre. Mantegazza sabía que tenía que ser hermosa precisamente por ser de octubre. Esa tarde en otro mes habría sido una tarde común y corriente. Mantegazza caminó hasta el centro de la ciudad. Se metió a un bar, pidió una copa de tinto, un rioja por favor, y su puso a pensar en lo que le esperaba en su casa. Mhh... Que delicia.

Episodio III

Episodio III

(o de cómo las películas galácticas no tienen que ver con el espacio exterior más de lo que tienen que ver con el espacio interior).

El rostro de mi padre tenía un chipote,
Un lunar, una verruga y mucha soledad.
No lo he olvidado.
La oscuridad lo fue encerrando
Y lo encerró
En su propio cuerpo, como el de cualquiera,
Miserable.
Era al final de cada día, de cada episodio,
Cuando yo lo rescataba:
A sus ojos, pero sobretodo a sus manos,
Volvía la bondad,
La infinita bondad de los Alfonsos.
Luego se iba, tomaba su nave espacial
Y había que buscarlo en los más extraños planetas.
Mi madre al contrario, Luna ella,
Siempre estuvo ahí.
El cuerpo de mi padre tenía dos piernas,
Un estetoscopio y mucho dolor.
No lo he olvidado.
Nada le dolió tanto que perder
Los pedacitos de su mismidad corporal
Que tan pinchemente le enseñaron
A construir, mientras su esposa
Nos enseñaba a leer.
Si me quiso o no me quiso
Mi padre no lo supo.
Pero por las noches yo lo rescataba
Y su amor era infinito
Y me salvaba a mi
Y me hacía a mi.
Su hijo de la memoria
Que nunca olvida a su padre
Y encuentra en la muerte
La última forma de salvarlo.

Pancho

Pancho Loco así quedó, dijeron las comadres, a causa de tanto estudio. Así que no estudies tanto, me dijo el padrino, porque te vas a volver loco. Y Pancho era la prueba. De esa manera quedó resuelta mi vida. Ahora les cuento cómo fue la historia. Primero viene el título: le puse “Pancho” a secas por dos motivos. El primero porque no es correcto el uso peyorativo de la palabra loco. La palabra solo se autoriza para título de comiquísimos programas de televisión. En segundo porque así el lector se plantea un interrogante. ¿De qué se trata esto? ¿De Pancho Villa o de Pancho Pantera? La historia comienza frente al Cine Hidalgo de la ciudad de Rioverde, un lugar comiquísimo para los foráneos, pero enloquecedor para los locales. Esto debido, bien se sabe, a los efectos enervantes de la flor de azahar, y no a que haya mucho estudio, como dijeran las comadres. Ese día frente al Cine Hidalgo Pancho Mugriento se acercó, aunque bien podría haber sido al revés: que frente al Cine Mugriento Pancho Hidalgo se acercara. En cualquiera de las opciones me espantó. No todos los días una persona que ha estudiado tanto para nada, se acerca a un niño de diez años que apenas se sabe las tablas. Me quedo paralizado y sin poder correr. Pancho se limita a meter, junto con su mano, sus largas y negras uñas en una especie de bolsa del pantalón y luego a sacarlas cerradas con algo adentro. La mano gira como si fuera a soltar lo que contiene en un obvio ademán que demanda que yo ponga abajo la mano abierta para recibir lo que en ese momento es seguramente algo, por lo menos, mugroso. Y si. Y no. Pancho suelta una moneda de veinte centavos con la efigie de La Corregidora en el sello o en la cara, como se quiera decir. Yo la atrapo. En ese momento un tumulto sale de la función de las cinco y media de la tarde y yo aprovecho. Huyo, pues. Pancho ni sus luces a la vuelta de la esquina. De inmediato tengo el deseo de utilizar mi riqueza: ahí están las jícamas de Don Leno, allá la vitrina con empanadas de mengambrea color rojo. Pero de repente me entra el juicio y algo me dice que esa moneda no la debo de gastar. Hay que guardarla. Para eso tengo los muchos subterráneos que albergan en mi casa. Todo iba bien en los días que siguieron, abrumado por una extraña sensación de seguridad en el mundo (ahí está la ONU para cualquier problema, el PRI o Paulo Sexto), hasta que Pancho se atraviesa entre el Sol Poniente y yo. A contraluz Pancho Negro abre su mano con la palma hacia arriba, sin decir nada. Qué va a decir nada si es obvio que quiere su dinero. Yo tampoco digo nada y abro mis manos en señal de que están vacías. Pancho huye pegando un alarido. Está loco, dice un señor que pasa a mi lado, por tanto estudiar, dijeron las comadres, se la pasa pidiendo dinero a la gente pero no hace nada, dijeron en el municipio. Y si. Y no. Nunca me hizo nada más que atravesarse en mis diversos caminos, situaciones que siempre terminaban igual: él y yo haciendo nuestros gestos respectivos y luego Pancho huyendo despavorido. Siempre pasaba un señor o señora que emitían algún epitafio al respecto. Como nadie en su sano juicio le hace caso a una comadre, con la anuencia de mis padres me convertí en un estudioso. Teniendo como guía la admonición de Hamlet y sin tener una pinche idea de lo que ello significaba, busqué en los intrincados recovecos de la electricidad, el origen del mundo. Toda una vida. El día en que me encontré a un gato, trepado en el Árbol de los Caminos, se limitó a repetir su papel en el cuento inglés: que no importaba el camino a seguir siempre y cuando lo siguiera por un tiempo suficiente. Tenía la ventaja, dijo el gato, que no sabía lo que quería. Todas la noches, antes de dormir, he hecho lo mismo: abro uno de mis subterráneos y saco el “veinte” que me dio Pancho-Actor de Cine, aquella tarde en las afueras de la locura. La Corregidora sigue ahí, impávida, Doña Josefa Ortíz de Pinedo dijo Marcela pensando equivocadamente que era Doña Tomasa Estévez, porque nadie en este mundo le atina a una verdad, donde todos los caminos empiezan en Roma y terminan en la chingada, en la verga, en cualquier parte el cuerpo que no sean las uñas, porque las uñas no son parte del cuerpo sino que son la parte de los otros cuerpos que algún día logramos atrapar con las manos y que se nos quedaron pegadas y que nadie se quiere cortar porque es como volver a perder (esta vez para siempre) al amor de nuestra vida que siempre tenemos agarrado de las uñas entre más largas mejor porque menos vulnerable eres aunque más desesperado. Después de muerto los rumores sobre Pancho Pobre arreciaron, que no había muerto en paz, dijeron las comadres. Todo vuelve, dijo mi madre antes de morir, todo vuelve a su dueño. Lo dijo ahora sí que creyendo hasta la muerte y hasta en la muerte. Ahora entiendo, hasta ayer para ser más exactos, que Los Dueños son los Muertos precisamente. Ellos nos poseen porque tienen el valor de conocer el tiempo. Es cierto mamá, Pancho me dio una moneda de veinte centavos que con el tiempo perdió su valor. Pero fue lo único que perdió, insiste mi madre. Si entonces es su moneda ¿entonces para que me la dio o para que me la prestó si no era dada? Yo era un niño y no sabía y sigo sin saber si arriba de las escaleras hay algo que no deba ver o no pueda entender y me invade un miedo terrible a subir azoteas y al mismo tiempo una necesidad vergonzosa de hacerlo. En posesión de la moneda he podido usurpar, ahora se que ha sido usurpamiento de funciones, una cordura que no me pertenece. Cordura fílmica, claro, me la robé afuera de un cine, aprovechando el tumulto. Dirás estética, dice mi madre antes de que desaparezca y en su lugar se presente Pancho con las manos abiertas y las palmas estigmatizadas , crucificado por tanto estudio, llenando de sangre la tierra donde se esconden-pudren las monedas de la sinrazón, del abandono, de la gloria eterna y del pecado. Perdónenlo todos, dice mi mamá, Doña Lucinda Ortíz de Dominguez, porque no sabía lo que estaba haciendo. Pancho Estómago, Pancho Tierra, Pancho Espárrago, Pancho Reloj, Pancho Azúcar, Pancho Párpados, Pancho Pilatos, Pancho Poncho Pinche Puto.

Devuelve el mar,
Devuelve la luna.
Y yo allá, sin retorno.
Regresan las olas,
Regresa la luz,
Ya siempre sin nosotros.

(A Pancho Loco)

Las cosas que no hice

(My life’s non-made things)

Cavar con mis manos la tumba de mis padres.
Meter el gol de la victoria en el último minuto de juego.
Terminarme el carbón de un lápiz nuevo.
Desayunar en la calle, luego de haber sido abandonado.
Habitar desnudo el albergue de una noche solitaria
(the holding of a lonely night).
Entretejer los hilos de cualquier cosa que le sirviera a un niño.
Tirar los zapatos viejos a la basura (that very old shoes).
Besar a una mujer por un tiempo suficiente.
Echar un cadáver al mar por la borda de un barco (corpse aboard).
Mirar a través de un cristal la autopsia de un perro.
Tirar agua bendita en la Presa de San José.
Escribir en Viernes Santo, el final de una novela.
Viajar en compañía de un trapecista ahogado en deudas.
Domar a un puerco-espín.
Vivir en la azotea de un rascacielos azul-blue.
Pelear con un marroquí, las últimas hojas de una libreta (last leaves).
Mirar de frente a mi padre mientras bebía.
Rezar más de cinco minutos (to pray forward).
Dormir en santa paz.
Estar con alguien.
Estar sin alguien.
Y desapasionadamente (passionless)
amar.

Rapsodia Misma

Me gustaría decir, ahora que estoy por llegar a los 45 años, que en mi vida he hecho de todo. Que durante mi juventud viajé a sudamérica y trabajé un año como estibador en el puerto de Valparaíso. Digo que me gustaría haber hecho eso porque la frase es bella, no porque en realidad me hubiera gustado hacerlo. Eso lo sabría solamente si tal cosa hubiera ocurrido. También me hubiera gustado haber hecho el viaje en alguna expedición náutica, donde comiera sandwitches de pollo todas las mañanas. Y eso que a mí no me gusta el pollo. No me gusta desde aquel día en que mi padre se enojó con mi madre porque invitaba a comer todos los días al párroco de Ciudad Fernández. Sopa de pollo que luego “confesó” no le gustaba para nada. En la realidad-realidad sí me gusta el pollo. En la realidad-narrativa se escucha mejor decir lo contrario. Me gustaría decir que fui actor de teatro, inventor de perfumes, vendedor de suscripciones al Reader’s Digest y gerente de una compañía dedicada al exterminio de la ratas. Repito, nada de ello ha sucedido, ni creo que llegue a suceder. Es más, qué bueno. Esos trabajos han de ser frustrantes y agotadores. Pero el modo como brincan las vocales de trabajo en trabajo hace recordar a un perro amaestrado que hace gracias en un circo. Un circo es lo más parecido a un circo, reza un aforismo alemán muy común en el Berlín de la posguerra. Qué mayor falsedad, por supuesto, pero la frase es casi de la misma textura del latón y la misma fortaleza del acero. A prueba de balas. Hay dos definiciones de mi mismo y perdón por la filosofía, acérrima enemiga de la literatura. Pero tampoco he sido escritor, y eso no lo añadiré al catálogo de ejercicios anhelados, porque es vergonzoso admitirlo. Decía, la primera definición de mi mismo sería: Yo soy aquel que está diciendo lo que acabo de decir. Esto sería algo así como la Irreductible Hiperverdad del Ser. Y qué güeva. La otra definición fue acuñada en una canción de Raphael, aunque quien sabe que tan original pueda ser luego de leer la Iliada. Yo soy aquel que nunca olvida. El concepto narrativo de la identidad tiene muchas ventajas. Yo soy aquel que a los veinte años salvó la vida (mejor dicho salvó la muerte), en el redondel de una plaza de toros y que tuvo su primera relación sexual en un hotel de Aguascalientes. Yo soy aquel que perdió dos de sus dientes peleando por el honor de su mejor amigo y que en Hungría fue asaltado por un par de maleantes franceses, uno de ellos hijo de un colaborador de la ocupación Nazi. Mi primer hijo lo tuve con una mujer llamada Nancy, camarera del Restaurant Oasis en una gasolinera de Monclova. Yo tenía 25 años y entonces manejaba un tráiler propiedad de un primo mío, por aquellos tiempos en la cárcel, acusado de un crimen que sí cometió. Mi época de camionero fue breve porque al rato soltaron al primo por falta de pruebas. Hace 10 años que Nancy se fue a trabajar a los Estados Unidos. Se llevó al niño y de ellos no he vuelto a saber nada, salvo que es gay. Pero no crean, convertirse uno mismo en un ser novelado también tiene sus riesgos. Uno de ellos es que al contar la historia uno empiece a referirse a uno mismo en tercera persona. Es el Principio del Fin. Otro es el de la discontinuidad temporal. El trabajo de inventarse una identidad se parece al que hace en una película el encargado de verificar la congruencia del relato. Por ejemplo si una escena es interrumpida para el día siguiente hay que cuidar que los actores traigan puesta la misma ropa, el mismo reloj, etc. O si la escena siguiente se filma semanas más tarde, que tengan el mismo bronceado o el mismo peso. El otro día estaba yo a las afueras de un estadio de béisbol. Hacía mucho frío así que me abroché el suéter hasta el cuello. A continuación compré una flor en un puesto callejero (un tulipán). Como no tenía dónde guardarla la puse provisionalmente en el vaso de agua que siempre tengo lleno en el escritorio de mi oficina. ¿Se dan cuenta? Por un serio descuido narrativo no se entiende cómo es que pongo una flor, recién comprada a las afueras de un estadio de béisbol, en un vaso de agua que está en el escritorio de mi oficina. Si mi oficina está en el mismo estadio o por lo menos enfrente es irrelevante. La negligencia descriptiva no sólo tiene consecuencias cognitivas en la mente del lector. Puede provocar una seria fragmentación, una especie de tartamudeo, de la voz narrativa, que es uno mismo. De mi parte, no exento de filosofías, añado un nuevo concepto que llamaría “deficitario” y que está en íntima relación con nuestra religión cristiana. Yo soy aquel que está siempre en falta. Me falta, como a todos, una mejor historia que contar, que no sean las viejas historias del dinero y el amor. Me falta el tiempo, me falta pulcritud. Y Parsimonia. Como siempre y por sobretodo, me faltan palabras. Los rapsodas eran las personas que en la antigüedad iban contando y cantando lo que veían y oían por doquier. Rapsoda eso significa “el que cose las canciones”. La construcción del uno mismo narrativo es como quien compusiera una rapsodia, que en palabras de Guy Dangain es “una obra hecha de piezas, de fragmentos, de partes inconexas. Es un discurso intermitente, espasmódico, de marcha cambiante, que oscila sin cesar: unas veces se retrasa otras se embala frenéticamente llegando hasta la exaltación”. Ya lo decía Kant, que el primer pensamiento de la humanidad fue un pensamiento rapsódico. Si lo dijo él, o solo fui yo quien dijo que lo había dicho, es un asunto rapsódico, de importancia narrativa, ontológica y musical. Aunque por lo demás, no importa para nada, aunque cumpla 45 años.

Vestido Azul

La primera vez que te vi
Llevabas un vestido azul.
Tu sonrisa inundó mis ojos,
Y el resto del tiempo.

Eso eres tú:
Una sonrisa azul
Que no tiene hora.

Nadie te quiere como yo
Ni yo mismo.

Viejos Dominios

Estaré afuera,
en el vértice de un triángulo,
en el descanso de un edificio,
en el nacimiento de un río,
colgado de un telescopio,
derribado en el desierto,
al lado de una iglesia,
a las puertas de cualquier museo,
en las inmediaciones de tu piel,
atrapado en tu infinita tristeza.

Luz María

Luz María

Biografía Mínima
(Unauthorized version)


Luz María fue la primera descendiente del matrimonio formado por el doctor Alfonso Nieto y la maestra de primaria rural Lucinda Caraveo. Nació el 28 de septiembre del año 1959, un muy nublado martes que no hizo llover en la ciudad de San Luis Potosí. Inmediatamente que sonrió al nacer el doctor Díaz Infante le auguró un gran destino. Fue bautizada en la sierra de Chihuahua. Ese día sí llovió y mucho. Como pocas personas recibió toda clase de mimos y cariños, sobre todo de su madre quien gustaba de pegar su cara a la del bebé. Lucinda era una mujer físicamente muy fuerte, velluda, dueña de una voz hecha especialmente para cantar ranchero. Como la gente del norte del país, era sincera y poco misteriosa, apasionada y llorona. Alfonso, su padre, fue un médico que profesaba un liberalismo a lo Ponciano Arriaga. Su signo fue la inconformidad consigo mismo, que lo hacia vivir disgustado con su derredor, empezando con su familia. Contrario a su mujer, deseaba para sus hijos una vida donde destacaran y fueran señalados como los mejores. Los imaginaba libres de ideas y autosuficientes en una sociedad que a él lo había esclavizado. Alfonso deseaba una niña. Lucinda un varoncito. Por supuesto que Luz María fue el más grande amor de su padre. Tanto que hubo de producirse una distancia insalvable donde se instaló un odio paradójico que ha sido el motor que ha conducido a Luz María en busca de hombres de valor.
Durante la infancia su juguete preferido fue su hermano Amado, un año menor que ella. Amado fue el hijo más querido de su madre. No obstante, Luz María lo pudo utilizar para todos sus propósitos. Amado fue su escondite, su pretexto, su coartada, su cómplice, remitente, su sparring, y finalmente su más fuerte competidor. No se extraña, si tomamos en cuenta que ella lo consideró el regalo más especial de sus padres. Entre lo más rescatable de sus recuerdos infantiles tenemos: su madrina la señora Petrita, el bebeleche, sus primeras novelas de Corín Tellado, la minifalda, las migas con cebolla, Marino y la Patrulla Oceánica, y el “Lágrimas y Risas”.
Al crecer se convirtió en la mujer que soñaba su padre: una mujer independiente de los hombres, con elevadísima instrucción profesional, dominante, influyente, ambiciosa y protagonista. Lo que su padre no previó fue su acendrado romanticismo en una vertiente dramático-musical (herencia de la madre) que resultó intolerable para el insensible pragmatismo de él. Su hijo Amado heredaría parte de dicha intolerancia, manifestado en su abierto rechazo a los coros familiares.
Luz María no se enamoró de su padre, pero sí lo hizo de uno de los derivados paternos: la carrera de Agronomía. Si bien nunca se dedicaría al campo (en tanto actividad productiva del mismo), el campo ha sido su pasión. Al estudiar Agronomía pudo acercarse al enfoque multidisciplinario e incluyente de los espacios del saber. En esa carrera dio rienda suelta a sus inquietudes en las matemáticas, la biología, la economía y la filosofía. La carrera más completa para una mujer incompleta. La muerte de su madre la sorprendió estudiando un doctorado en el área de la Educación Ambiental. Su padre moriría trece años antes.
Luz María se ha casado en dos ocasiones. En ambas bodas los principales invitados han sido sus hijos, mismos que se le parecen tanto que han terminado por diferenciarse de ella, sobre todo su hija Gabriela. Sin lugar a dudas, su mayor logro (y salvación) lo obtuvo al casarse con Pedro Medellín. Pedro es como un gigantesco contenedor, una especia de pila enorme donde cualquiera puede nadar sin temor alguno. Los hermanos de Luz María con razón lo celan: porque fue el único que pudo. Si su padre viviera habría estado furioso por el matrimonio (como estuvo furioso por cualquier matrimonio de cualquiera de sus hijos). Para Alfonso el matrimonio era La Fuente de las Desgracias. “No te cases”, le decía a su hijo Amado todas las noches antes de dormir. Pero varios de sus hijos (incluyendo a Amado) lo han hecho y hasta en dos o tres ocasiones. “Llevar la contra para dar gusto”, sería un buen título para la biografía apócrifa no autorizada de Luz María.
Para este recuento mínimo se han omitido eventos esenciales, que hubieran aparecido si esto no fuera una biografía. Si fuera un guión de película, habrían de anotarse los grandes descubrimientos que ha hecho en su vida y de cómo se cambio de nombre artístico por el de Mariiana (con doble i). Si fuera el relato de un sueño, habría que describir todos sus viajes empezando por aquella excursión a Europa en sus XV años, y terminando en sus ahora favoritos viajes a los más rústicos y barrocos rincones del México Colonial. Y bueno, si fuera la letra de una canción no quedaría más remedio que hablar interminablemente de sus pequeños, medianos y grandes amores, amoríos y desvelos.

Raza Peluda

Raza Peluda

Lo dijo primero mi madre. Volviera a repetir esa palabra y la lengua se me iba a caer. O los dientes, o la campanilla, ha pasado tanto tiempo que ya no me acuerdo. Surtió efecto la receta porque mi boca de leche sólo supo de meriendas y arlequines, no de chuparrosas, mucho menos de aguacates. Así se supo esconder el aliento, ora entre la milpa ora entre algodones, hasta que llegó la Raza Peluda y sus pirinolas de la primaria y anexas. Se les podía encontrar en todos lugares: abajo de los pupitres, encima de los árboles, o simplemente haciendo un hoyo en la tierra, que era el método más fácil. Casi nadie los veía. Eran muchos y muy desordenados, pero siempre hablaba uno diferente para decirme una nueva palabra. No repetían. Sólo una vez gordolobo que me hizo reir dos comuniones; sólo una vez amapola que me hizo llorar con pipí. La Raza Peluda no dijo adiós, por ser esta palabra mayor y sin pelo; yo tampoco la dije por no conocerla. Mi padre la sacaría más tarde de su cajón secreto, con lo cual dijo todo lo que tenía que decir. Los pelos me sorprendieron con un vocabulario rapado, cosa que aprovechó la Raza Peluda para mandarme un telegrama que decía: topejo. No entendí, pero tampoco se me olvidó. Luego de mucho tiempo que duré atorado en el aire sin mentiras, pude comprender lo que quisieron decir, pero entonces las palabras se me habían escurrido por entre las piedras del río. Me hice al río. Así los encontré de nuevo, usando un anzuelo plata especial. Está muy claro que fui creciendo, pues sabía que ahí estaban y ya no los ví jamás. Desde entonces aprovecharon toda oportunidad para desdibujarme los infames trazos que hacía en papel blanco. Incluso me regalaron siete toneladas y media de papel del baño, más frágil más flexible más cálido. Papel para untar poción, almácigo y estuco. En los ríos del subterráneo la pesca es más sabrosa; mas no por ello las palabras se mastican mejor. Hallazgos tales como miserere enloquecieron en el espejo de mi recámara. La Raza Peluda siempre está contenta con sus travesuras. El otro día uno de ellos se acercó, poco antes de su muerte. Quiso dejarme su lugar y muy serio cantarme al oído una canción de susurros: huella. Soy Raza Peluda, por eso ya no sé lo que digo. Me pueden encontrar abajo de los pupitres, arriba de los árboles o, más fácilmente, haciendo un hoyo en la tierra. Soy para una sola palabra, aquella tan vieja que se hizo nueva. Soy mi propio conjuro: que se me caiga la lengua, o los dientes, o la campanilla, ha pasado tanto tiempo que ya no recuerdo lo que dijo mi madre por primera vez.

El NicaClán

El NicaClán

Pertenezco al clan donde las primeras letras
Llegaron con la sopa.
Que hizo del árbol del hule el árbol del Sol,
Y construyó quinientas presas repletas.

Con las fotos hicimos confeti
Con el confeti hicimos puré.
Dimos a conocer el relato milagroso de una especie
Cuyo milagro es poder contarlo.

Somos un clan que brotó deshecho.
Como el botón de una rosa.
Con el olor de un circo en la playa
Y la conciencia del polvo.

Somos la huella involuntaria de una pena centenaria.

Cambiamos el rumbo de un río
Que inunda de palabras a nuestros hijos.
Inventamos un lenguaje de calcetines,
Otro de goteras de agua,
Y otro más de balas perdidas.

Somos el quien abre las puertas del paraíso.
El quien nada de muertito un mar lleno de tiburones.
No solo actuamos el drama,
También construimos el escenario
Y sobrevivimos al fin del mundo.
Enterrando el cadáver en un jardín.
Al cuidado de nuestra madre.

Gustavo

Gustavo

Seguro no te acuerdas. Fue el año en que escribí la última carta a Santaclós. Traigo puesto mi primer pantalón "acampanado", y para disgusto de mi madre, la camisa sin fajar. Al parecer no tuve tiempo de agarrar el peine, o si lo tuve no me pegó la gana usarlo. Andaba enfermo, con una pinche gripa. Me acompañaste a buscar a papá, el doctor, para que me diera una medicina (ahí esta, la cajita se asoma en el bolsillo de la camisa). Quién sabe que estamos mirando, si el pasado que queremos dejar atrás (y entonces el futuro nos espera escaleras arriba), o al fotógrafo. Yo creo que es a lo primero: que estamos mirando al padre ojo de hormiga. Ese güey que no llegaba y cuando llegaba ya queríamos que se fuera. Yo también he estado triste desde aquel día en que nos tomamos la foto en la escalera, aunque lo bueno, mi querido hermano, es que seguimos abrazados.

El Diario de Lucinda

Enero 23, 1998
De un tiempo para acá con mucha frecuencia olvido los días del presente, la fecha que vivo; pero no sé por qué al despertar de hoy y sin ningún propósito me vino a la memoria esta fecha y su relación con el pasado. Luego, dejando a un lado mi rebeldía de muchos años de no llevar flores a su tumba, decidí hacerlo. Camino al panteón iba pensando que sería muy saludable reconciliarme de una vez con su recuerdo. “Aquí yaces, y haces bien”, dije con ganas de que me oyera, mientras colocaba el ramo de claveles rojos y crisantemos blancos en un bote oxidado vacío de chiles jalapeños, y que pedí prestado al vecino de junto (de él). Supongo que mi inusitada acción de este día responde a algún sentimiento de culpa de esos que dicen que padecen todos los “deudos” (¿por qué se denomina así a los parientes del difunto? Es lógico pensar que les quedamos a deber algo? Pero en todo caso serían llamados “deudores”.) De regreso, por la calle de los muertos, volví a evocar su último cumpleaños, el número 73. La absurda nostalgia por lo que no fue me llevó a creer que si yo hubiera sido y pensado como ahora soy y pienso, tal vez le hubiese acompañado a la gran celebración que él pretendía hacerse. Veinte días después falleció y los “hubiera” y el “hubiese” a mí todavía me atosigan hasta el tormento.
Casi al final de mi recorrido por la citada calle me detuve a saludar al señor que hace y me regala los garapiñados de nuez. Conversé largamente con él y su esposa y de ahí supe que dicho señor fue gran amigo del difunto en cuestión y que tiene la misma edad que su desaparecido amigo estaría cumpliendo hoy. Lueguito no pude menos que sentir envidia por la suerte de la esposa pues se “ve y se siente” que el señor de los garapiñados todavía es “muy buena compañía”.
Según Garibay (el escritor) todo olvido es una pérdida y, por lo mismo, un anticipo de muerte. Siendo así yo ya habré perdido muchas cosas.

(Lucinda, mi madre, escribió lo anterior apenas año y medio antes de morir. Nunca le dijimos que fue de Cáncer)

El Abuelo y el Licenciado

El Abuelo y el Licenciado

Mi padre, un ser con la demasiada carga de lograr un prestigio para la estirpe, que los hijos seguimos cargando. Mi madre, desatada de una madre tierra añorada que nunca existió pero que nosotros la hemos formado en el imaginario familiar. Cada quien en su papel, sus vidas se entrecruzaron como dos imposibles nubes tormentosas que desde el norte y el sur, se funden en el horizonte. ¿Por qué sus recuerdos se han desprovisto del temor, la rabia y el desconsuelo que tanto me provocaban al ver la falta de cariño entre ellos. ¿O sí se querían?

Vivimos en la tierra de mi padre, la otra es un sueño. De la tierra soñada puedo decir que me despertaba con mucho desazón. Mis hermanas han podido habitarla con mayor dulzura e incluso tienen la bendita certeza de que ese lugar existe. Yo lo único que vi fue un lugar que se arrancaba de sus gentes y que sólo pensaba en sí mismo. Los años me dan la razón: en la sierra de Chihuahua ya no vive nadie. Cuando mi madre lo supo murió de pena, y entonces decidió no saberlo. Pero en el Rioverde de mi padre tampoco ya no vive nadie, en los pueblos habitan ancianos y niños. Muchos hijos nos hemos mudado a capitales urbanizadas en donde el prestigio familiar se ha vuelto intern@tcional. Nuestras tierras, reales o soñadas, ya solo están habitadas de recuerdos. Pedro Páramo no es un cuento, menos una novela, es una profesía nacional.

Me pusieron el nombre del papá de mi papá, un señor que nunca conocí y que llevo adentro más de lo que yo hubiera pensado. El abuelo Amado administraba una de las propiedades del Licenciado Lorenzo Nieto, y estaba enfermo del corazón. El retrato que estaba en mi casa lo muestra de gesto firme y arrogante, pero dicen que en todo les hacía caso a sus hermanas. Vayan ustedes a saber qué hay con estas historias que sus descendientes jamás nos contaron y que nos tienen amarrados a repetirlas. Don Amado quería un hijo médico, o más bien un hijo ilustrado, acorde con la época que urgía la modernidad. A pesar de este deseo, y que Alfonso alcanzaría de cierta fama como médico en el pueblo, el hijo no contuvo el impulso y acabó intentando fallidamente la agricultura y la ganadería. De mi padre no se que decir, si fue doctor o si fue huertero lechero. Además, no obstante su paso universitario nacional, no alcanzó a librar ciertas trabas que le impidieron un acceso definitivo a la gran Cultura Universal, que se personificaba en ciertos inmigrantes españoles (que él veía como si hubieran sido nobles venidos a menos, aunque en realidad eran republicanos perseguidos venidos a más). Alfonso se estrenó como médico llevando a Don Amado con su gran maestro, el Dr. Ignacio Chávez. En una carta fechada en el año de 1941 el doctor Alfonso le explica al licenciado Don Lorenzo, que la estancia en la ciudad de México del administrador del molino “La Isla de San Pablo”, tendía que prolongarse debido a la necesidad de otros estudios. Dice: "Mucho ruego a usted tenga la infinita consideración para con mi padre en estos momentos tan difíciles". Tratándose de familiares cercanos, suena extraño el tono sumiso y solemne, hablándole de usted, que utiliza el doctor Alfonso en su misiva. ¿Cómo no va a tener consideración si se trata de su primo hermano y su empleado de confianza, enfermo del corazón, y llevado a la ciudad de México por su sobrino médico ante una de la eminencias mundiales de la cardiología? ¿por qué apelar a la infinita consideración del autócrata terrateniente y exgobernador del estado? Vendrían tiempos de prosperidad económica en un país aliado que no gastaba en la guerra. Don Amado era admirador del Fürer, lo cual en aquellos tiempos simplemente se trataba de irle a un partido y no a otro. Jamás se llegó a enterar de las atrocidades cometidas por el Estado Alemán.

Una de las propiedades del Licenciado Don Lorenzo se ubicaba en el margen del río Verde, dos kilómetros al sur de la ciudad, corriente abajo. Era un jardín botánico, lleno de pinos y árboles frondosos, que había crecido en medio del semidesierto de la zona media del estado, en un lugar donde se unían parte del torrente proveniente del manantial de la Medialuna con las del río. Aprovechando esto, ahí se había instalado una pequeña planta hidroeléctrica, que para cuando mi memoria empezó a funcionar ya no existía. Pero se le quedó el nombre: “La Planta”. Precisamente en ese lugar se quedaron la mayor parte de mis memorias que tengo de mi niñez. No obstante propiedad privada, al parque podían acudir la población entera, siempre y cuando solicitara un permiso que escribía en un papelito el mismo licenciado. No tengo conocimiento que a alguien se le hubiera negado el permiso. Será el sereno, pero por algo a mi papá no le gustaba que le pidiéramos permiso para ir a “La Planta”, al fin y al cabo era nuestro tío. La familia de Don Amado creció a la sombra de este poderoso personaje (junto con Verástegui, los dos caciques por excelencia de la región). Los hijos de Don Lorenzo pelearon a muerte una descomunal herencia. Lorenzo hijo incluso fue enviado a la cárcel por sus hermanas. Los hijos de Alfonso y Lucinda luchan de otro modo por su heredad: se sacan fotos abrazados y bailando la navidad, salen juntos a vacacionar arrastrando su tumultuaria descendencia, se escriben e-mails a diario, intercambian nombres y compadrazgos y juran pactos trasmemoriales. Ante el fracaso del hijo, salió al quiete un nieto también Amado al que nunca conoció pero sí le dejó su nombre. Se vuelve médico de gran prestigio y conquista la cultura europea occidental. En esta generación se cumplen los deseos ancestrales y el linaje alcanza su culmen. Los hijos de Alfonso y Lucinda son el fruto de la conjunción del norte con el sur, mezcla de frijoles bayos y negros, tortillas de maíz y tortillas de harina, de corridos de caballos y corridos de jardines.

¿De qué herencia maldita nos estamos tratando de librar?

El Viento volverá a Escribirlo

Sucede a menudo que aquello que tienes en algún lugar de la cabeza, alguien ya lo escribió. Y que cuando lo lees, no sabes que ya lo tenías en algún lugar de la cabeza. No hasta ese momento. No tan a menudo sucede que lo escrito es perfecto, lo cual hace que algo de ti mismo se vuelva perfecto, al menos los ojos con que lees. Es el caso de las siguientes líneas, encontradas por casualidad en una nota atrapada en un libro a su vez atrapado en un cajón que nunca se abre. Rara vez se encuentran palabras con la cantidad exacta de letras “eses” y la cantidad exacta de sal. Es un poema marino que sin embargo trata sobre la tierra, esa tierra ambigua por naturaleza que es la arena, materia elusiva y polimórfica. Una de las cualidades del poema es su indestructibilidad, tal es la esencia de lo que trata, de la indestructibilidad de los poemas bien escritos así como de las cosas bien hechas. Porque hay algo de natural es todo lo bello y por eso tarde o temprano alguien o algo se encargará de hacerlo. En otras palabras, si Mozart no hubiera nacido, alguien se hubiera encargado de componer la Sinfonía de Júpiter. Este poema lo puedes echar a una cubeta, llenarlo de agua, tirarse al patio y luego dejar las palabras secarse al sol para que el viento las acomode. Ahí, pegadas al suelo, podrás leer una y otra vez que

El día en que cumpliste nueve años, levantaste en la playa un castillo de arena.
Una legión de extraños se congregó para admirar tu obra.
Han pasado doce años desde entonces
A menudo regresas a la playa e intentas encontrar restos de aquel castillo.
Acusan al flujo y al reflujo de su demolición.
Pero no son culpables las mareas: tu sabes que alguien lo abolió a patadas,
y que algún día el mar volver a edificarlo.
(José Emilio Pacheco)

Speak is the Sin

Uno no sabe cuándo los errores cometidos en la vida ya no tienen remedio. Y menos cuando la única manera de remediarlos ha sido escribirlos. Cierto día escribí la historia de un gato cobarde propiedad de un amigo, que huyendo de un ratón inofensivo trepó a un árbol milenario. Nunca bajó del árbol. La historia finaliza diciendo que aún hoy en día, treinta años después, se puede mirar su figura allá arriba. La historia es falsa. El gato sí existió, se llamaba Sansón, y era propiedad de Eduardo mi amigo del alma. El ratón también existió y estaba invadiendo la casa de Gerardo, el que luego se murió de tos. El árbol ahí está, es una ceiba que tiene cientos de años. La verdad en este asunto es que el cobarde soy yo, no el gato, que nada pendejo se bajó del árbol cuando ya no vio moros en la costa y regresó a la casa de su dueño a comer sopa de fideos con frijoles. La dinámica del relato se gesta en la envidia por tener una ceiba a donde treparse (y poder quedarse ahí cien años) cuando te das cuenta que en la vida has cometido pecados que ya no será, nunca, posible corregir.

Di no al Psicoanálisis

A quién se le ocurre ponerle nombre de pescado a las cosas. Porque fuera del mar, lo marítimo apesta. Ahí tienen ustedes los cólicos, las patentes y el vaho. Huelen a pescado. Las cosas del mar hay que dejarlas ahí, incluso las cosas que ahí cayeron por accidente, como los barcos hundidos y sus muchos tesoros sumergidos. Se supone que eso sucede porque el aire es el vehículo de los aromas. Permítanme explicarles el asunto: Los olores están compuestos, o más bien se descomponen, en pequeñas partículas llamadas oloréculas. Cada una de estas infinitesimales porciones de fragancia penetran el cerebro, no a través de la nariz como piensa la mayoría, sino a través de la lengua. Hay oloréculas de jasmín y oloréculas de caca. Oloréculas de todo lo que emane aromas. Lo único que se necesita es a) aire que lo transporte y b) ausencia de agua. Las oloréculas se pudren en el agua, pero nadie lo percibe porque están imposibilitadas para su transporte, pero cuando el agua desaparece se manifestan en toda su intensidad las oloréculas de peste. Dejen el mar en paz y a los pececitos y a los pecesotes y a las algas y a los crustáceos y a los corales y a las medusas. Recuerden que vivimos en una cultura aérea y que gracias a ello tenemos celulares, internet y olores deliciosamente secos. Piensen en todas las palabras aéreas que existen que nos permiten conocer el mundo: raiz, sueño y amores.

Life is a Gift (2001-2004)

Life is a Gift (2001-2004)

Aquí está la vida a la que uno puede asomarse. Apenas si murmulla entre moléculas de silencio. La microscópica mirada no hace mas que recordar qué microscópico es mirar hacia la vida, hecha de materia audible. Por eso cuando comienza sólo comienza hasta que se oye. Y entre tanto se termina late tras de quien la quiera escuchar. La insolencia no es el asomo, es lo microscópico de nuestro punto de vista. Aquí están 4 células que serán 4 billones. Más allá se encuentra atrapada la esperanza, la historia de la humanidad encarnada, El Principio y el Fin, y el miedo de que ya no me ames nunca más. La voz de fondo también contiene movimiento. Es el Tiempo. A las 24 horas de haber surgido del silencio: ¿de cuántos días-agua dispone para darse a luz? Vean: la célula madre se hace célula hija y se vuelve diferente. Lo único parecido, si es que pudiéramos verlo, sería el nacimiento de una estrella en el cielo. Pero igual, solo podemos escuchar el murmullo de cuando ello ocurre y de cuando deja de ocurrir. Vemos la luz de los astros a través de millones de distancias. Así de distanciados estamos de lo más grande entre las pequeñeces. El discurso sobre el Ser aquí termina. Ya es vida que se dio, don que es regalo.
(Technology is wonder: ambas fotos corresponden a mi hijo Andrés, la primera cuando tenía un día de vida y la segunda exactamente a los 1000 días).

Olimpiadas Expiatorias

Olimpiadas Expiatorias

Chagua:
Cosas dices que al decirlas son otra cosa. ¿Cómo decirte? Me acuerdo de ti muchas veces. Eres una memoria dulce que huele a huerta llena de niños, que me devuelve el aire que entra por la ventana de un automóvil rumbo Acapulco. ¿Y las humillaciones? Me preguntarás. Bueno, primero traté de ahogarlas, pero las muy cabronas flotan, siempre están flotando. Luego les impuse la Ley Chimona: Si no los ves, no existen. Nada funcionó. Ahí tienes el día en que nuestro padre se enojó pistola en mano. Tantas veces que te gritó, no te dio dinero para comprar acaso un libro para iluminar. Entonces recurrí a la más antigua de las artes marciales. Y que consiste en nadar durante el día a favor de la corriente. Sólo durante el día. En la noche tomas una fotografía vieja le das vueltas y más vueltas hasta que te parece que se ve mejor. Puedes retocarla con lápices de colores o escribir leyendas de lo que quisieras haber estado pensando o diciendo, que en ese momento no pensaste ni dijiste. Yo le llamo el archivo expiatorio, aunque en China le han puesto otro nombre. Como ya te dije, es la más antigua de las artes marciales. Entonces te puedes ver a ti misma no como lo que fuiste sino como lo que en este momento es mejor que hayas sido. Te pongo un ejemplo: Aquí me tienes en esta foto. Adquiere su poder de sus 30 años de antigüedad. Fuera del agua los adultos se divierten e ignoran secretos. En cambio estos niños se adentran en profundidades que jamás volverán a ver. Estoy nadando contra la corriente, lo cual es una burla fotográfica, porque el placer se obtiene cuando cesa tu lucha y te dejas llevar “de muertito”. Hay una pose olímpica, eso es otra burla. Estoy pensando: “a la chingada con las poses y las olimpiadas de mierda”. O bien: “yo lo que quiero es una corriente de agua, para burlarme de los estúpidos salmones”. Ignoro qué sería bueno para ti. Me gustaría que estuvieras pensando en un changüis de jamón endiablado, o que el agua te está diciendo lo bonita que eres, y para que te acaricie es suficiente quedarse parada mientras el agua pasa entre tus piernas. Lo único cierto de esta foto es que nuestro futuro no puede estar más allá del recodo del arroyo. ¿De qué te acuerdas? ¿De que dando la vuelta estaba un corral de puercos? ¿O que te esperaba la vida y no sabías que hacer con ella? Pues ándale que lo primero es lo correcto: Más allá de toda corriente de agua, es cosa que la sigas la suficiente, se encuentran los monstruos, las Cataratas del Niágara, un remolino capaz de sumergir un submarino. Y tú Chagua, eres tan fuerte que mientras todo acecha, te das el lujo de tomarte fotografías, de fingir y volver a engañar al resto del mundo. ¡Mírate nada más! Nadie sabe que estás pisando una moneda de a peso que seguramente cayó ahí arrastrando un deseo, que estás a punto de robar. El deseo es que el mundo entero se perciba tu existencia, y hoy se cumple, gracias a una fotografía rescatada de un charco de lodo. Todos somos Jesucristo, dijo alguien, somos una sola persona capaz de cambiar el curso de la historia con un simple acto de piedad. Yo por mi parte te digo: eres una de mis historias favoritas.