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Mi último viaje a Alemania

Así podría titular alguien de clase social alta una entrada en su diario en la que relatase su última aventura en el país germano, contando un agradable viaje, de hotel en hotel, admirando la belleza, tanto natural como de humana creación, que esa nación ofrece a quien la contemple. Sin embargo, en mi caso, nada más lejos de la realidad. Este último viaje al que aludo tuvo lugar en mayo del año pasado, del dos mil tres. Andaba yo, como es norma en mi repugnante y desgraciada vida, desocupado y sin mucho que hacer, así que, aprovenchado que soy titular de los permisos de conducir pertinentes, decidí montarme en la cabina del camión que conduce, para cierta empesa granadina, cierto conocido mío, y pasarme unos días lejos de la rutina hogareña. A él le viene bien, porque firmando yo también en el tacógrafo -el disco, en el argot de los camioneros- tiene muchas más horas posibles de conducción, y se aleja el peligro de una multa por sobrepasar el tiempo máximo sin descanso. Cuando los camioneros que hacen viajes internacionales han descargado en España, con lo que ya están libres, llaman al dueño del camión, o al jefe de ruta de la empresa propietaria si ésta tiene ya cierto volumen de negocio, y le comunican la situación. A la mayor brevedad posible, porque un camión está ganando dinero mientras está andando, éste le comunica dónde tiene que cargar de nuevo. El camionero se dirige al lugar que le han indicado -en el caso de los "trailers" frigoríficos suele ser un almacén de frutas o verduras- y se presenta en la oficina. Una vez que lo han cargado recoge la documentación correspondiente en la que consta el destino de la carga, así que no le queda más que poner rumbo allá. En este caso cargamos en cierta localidad de Murcia con destino a cierto almacén mayorista alemán. Los camioneros suelen cobrar un sueldo fijo más una cantidad por quilómetro recorrido, así que también al camionero le conviene no perder tiempo y hacer el mayor número de quilómetros posibles al día.

Aunque pudiera parecer lo contrario, en España se está poco tiempo. Aún en el caso más extremo, que se da cuando se carga en Huelva, en unas horas se alcanza la frontera con Francia, se abandoda nuestro país y se entra en el extranjero. Pese a que la fama se la lleva Alemania, Francia tiene las mejores autopistas de Europa, de eso puedo dar fe yo - el arcén, por ejemplo, es tan ancho como un carril de la propia autopista, y la norma es que haya tres carriles, no dos como en nuestras autovías. Eso si, las mejores y las más caras. Atravesar Francia, al menos desde los Pirineos hasta la frontera con Alemania, cuesta desde luego más de lo que yo podría permitirme pagar en un viaje de placer. Las atopistas alemanas en cambio no tienen peajes y, aunque son algo peores, no son tampoco tan malas. Dominan los dos carriles en cada sentido, como en las autovías españolas, con tres en los tramos de más pendiente o cerca de las ciudades. Pero ellos tienen muchos más quilómetros construidos de los que nosotros. Por eso son muy frecuentes los cruces de dos autopistas, siempre a distinto nivel -obviamente-, algo tan raro aquí en España. Una cosa muy frecuente en las carreteras alemanas, y que mi, como conductor novel en camiones, me ponía de los nervios, son las obras. Tienen la costumbre, en esos casos, de cortar el carril de la izquierda, pero habilitar para el tráfico el arcén, con lo que, repintando de amarillo las líneas de delimitación, se siguen teniendo dos carriles en cada sentido, pero de una anchura sensiblemente menor que los normales. Cuando se conduce un coche no hay mayor problema, pero con un camión de semejante tamaño se está en peligro, si se arrima uno mucho a su derecha, de salirse de la calzada, con fatales consecuencias posiblemente; o, si se pega uno a la izquierda, de rozar con los coches que circulan por ese carril. Siempre es preferible la segunda opción a la primera, porque al fin y al cabo el que adelanta es el que corre con la mayor responsabilidad en caso de accidente. Una táctica es la de ocupar, aunque sea ligeramente, el carril de la izquierda, sin dejar de circular por el de la derecha. De este modo se impide que los coches adelanten al camión. A veces los camioneros que ven venir los coches por el espejo retrovisor a cierta velocidad, algo antes de ser adelantados, dan un pequeño volantazo a la izquierda, con lo que invaden, un poco, dicho carril. Se complacen en ver como el coche, que se disponía a continuar a igual velocidad, cuando ve que el camión se le viene a la izquierda, frena y se queda, justo detrás, sin atreverse a adelantar, sin duda dubitativo sobre si meterse entre el vehículo y la valla de las obras, o esperarse a que pase la zona afectada. Normalmente optan por esto último, y se mantienen ahí, a la misma velocidad que el camión. Incluso ya pasada la zona de obras, no es raro que esperen un tiempo prudencial para estar seguros de que el "trailer" no hará nada raro. También vi una broma -de mal gusto, sin duda- en una ocasión en que una mujer, ya de cierta edad, se disponía a entrar en la autovía. El camionero, que veía que el coche iba a adelantarlo por el carril de aceleración, dio un volantazo repentino a la derecha. La mujer, que pensaría que se le venía encima, a su vez dio otro también a su derecha para alejarse, con tal ímpetu que invadió por completo el arcén y se quedó a pocos centímetros de salirse del asfaltado. Finalmente no pasó nada, y se incorporó a la circulación detrás del camión. Ni que decir tiene que yo no gasto tal tipo de bromas.

Por fin conseguimos llegar a nuestro destino, lo que no es poco. Si el conductor ya ha estado antes en el lugar al que lo envían, no suele haber problemas en encontrarlo, a menos que no se acuerde. Pero si no es así tiene que apañárselas para encontrar el dichoso almacén en un país cuyo idioma no se conoce. Lo más socorrido es apearse en una semáforo y enseñarle el documento en el consta el destino a algún automovilista. O bien se encoge de hombros o bien lanza algún sonido onomatopéyico al tiempo que indica con el dedo una dirección. No hay más que seguir esa dirección y repetir el proceso cuando, después de un tiempo prudencial, se constata que no se está bien orientado. El caso es que ya estabamos allí, pero demasiado pronto. Llegamos a eso de la una de la tarde cuando no nos esperaban hasta las cinco de la mañana del día siguiente. Con mi inglés macarrónico intenté convencer a un joven, excesivamante rubio incluso para ser alemán,que parecía pintar algo en ese almacén, de que nos dejara descargar en ese momento. Pero éste me señaló la suciedad que se acumulaba en el local y me dijo que hasta que no lo despejasen no había nada que hacer -tengo que reconocer que allí había mugre como para parar al propio camión. Así que nos dispusimos a pasar la tarde y la noche aparcados junto a una acera de la localidad más cercana. Efectivamente, dejamos convenientemente aparcado el camión y nos adentramos en las calles del pueblo. Como teníamos tiempo decidimos tomar unas cervezas. Sobre cierta puerta vimos un cartel que se nos antojó anunciar un bar. Pasé a lo que tenía todo el aspecto de ser la entrada de una casa de vecinos y miré a izquerda y a derecha, pero allí no parecía haber nada que se semejase a un bar. Decidí entrar a cierta habitación cuya puerta permanecía abierta y pronto comprendí que aquel salón era el bar. Mi error provenía de que yo esperaba encontrarme una barra muy larga con una surtido repertorio de botellas de licores detrás, al estilo del bar de al lado de mi casa. Pero allí lo que había era una pequeña barra con un único grifo de cerveza y una serie de mesas largas, para seis u ocho personas, repartidas por el local. Rápidamente salió la camarera y otra sorpresa. Los camareros y camareras alemanes, al menos en los pueblos, no visten como la gente normal. Sin que yo sepa el motivo aparecen vestidos de época, es decir, las mujeres con una falda que les llega hasta los tobillos, una blusa y una especie de corpiño -algo así como si aquí saliera la camarera a servirte la bebida vestida con bata de cola con lunares-, y los hombres con un traje difícil de describir pero que parecía un cruce entre los trajes típicos cordobés y tirolés. Pedimos dos cervezas y nos sirvió dos jarras de medio litro -tamaño por lo visto habitual allí. En Alemania no se estila lo de la tapa, de modo que, aunque me cueste tomarme una cerveza sin nada de comer, no queda otro remedio. Y no solo nos bebimos la jarra, sino que pedimos una segunda, que también consumimos. De una cosa si me di cuenta, de que la clientela, al menos a esas horas, sobre las tres de la tarde, era casi exclusivamente masculina, y es que el amor de los varones por los bares parece ser universal.

Después de tomarnos las cervezas, con el tiempo amenazando lluvia, nos volvimos al camión, donde consumimos nuestra opípara comida, consistente en una lata de atún, alguna de anchoas, y una pieza de fruta o un pastelito, convenientemente envuelto en su plástico. Tras la comida y durante buena parte de la tarde estuvimos bajando de la cabina del camión cada cuarto de hora o así impelidos por la natural necesidad que la ingestión de un litro de cerveza provoca. Por cierto que estábamos junto a lo que parecía ser un solar o un pequeño prado y, al poco de haber comido, apareció por allí un muchacho con un caballo al que dejó paciendo. Apenas se había marchado cuando de una casa salió un hombre, sin duda ya jubilado, que, sin percartarse de nuestra presencia dentro del vehículo, se puso a hablar con el caballo, haciendo, conforme hablaba, estentóreos gestos, como remarcando la intensidad de lo que le decía al animal. Éste, sin embargo, no hacía el menor caso a su interlocutor, y comía tranquilamente, levantando si acaso la cabeza para mirar al anciano de vez en cuando, más por curiosidad que por otra cosa. Estaba yo entretenido contemplando esta singular plática cuando empezó a llover, así que el hombre volvió a meterse en su casa y al poco regresó el muchacho y se llevó el caballo. A media tarde nos dimos un paseo por los alrededores y, temprano porque había que madrugar, nos acostamos en el camión.

Los camioneros de internacional, mientras están de viaje, tienen que hacer su vida en los pocos metros cúbicos de la cabina. En ella se trabaja, mientras se conduce, en ella se duerme, en ella se come, cuando hace frío fuera, y en ella se descansa. Detrás de los asientos de conductor y acompañante hay una especie de catres, poco más anchos que los hombros de un hombre normal, previstos para pasar la noche, si es que no se pasa conduciendo. Por supuesto que la cabina tiene su sistema de calefacción, imprescindible cuando se viaja por el norte de Europa. Pero como el hogar de uno no hay nada y, por ejemplo, en los siete días, aproximadamente, que duró el viaje, ni me cambié de ropa ni me lavé en absoluto, ni siquiera la cara al levantarme. Tan sólo las manos y si coincidía que entrábamos en algún local o en los propios almacenes. Cuando llegaba la hora de dormir, me limitaba a quedarme en ropa interior encima del catre, sin ninguna ropa de cama -sábanas, fundas ni nada parecido. Ni siquiera tenía una triste almohada, función para la que designé a mi propio jersey. Tampoco es fácil lo de comer caliente. La mayoría de los camioneros llevan la comida cuando salen de sus casas, y no comen más que cosas frías mientras están por ahí. No es sólo cuestión de dinero, también imponen sus dificultades el idioma y el tiempo, que no suele sobrar a los camioneros. Sólo los más rumbosos se deciden a comer en restaurantes mientras están de viaje.

Por fin, a la hora prevista, descargamos el camión. Sin perder tiempo se le comunicó la circunstancia al jefe de ruta de la empresa que, asimismo en poco tiempo, buscó carga para el retorno. Nos encaminamos al almacén que se nos indicó, esta vez para cargar, y lo hicimos sin problemas. Mi conocido se había reservado un par de cajas de lechugas, creo recordar que esa era la carga que llevamos a Alemania, y en el almacén en el que cargamos para el retorno, que era el de una fábrica de yogures, las intercambió por otras tantas de ese producto con el empleado. Los alemanes también entran al trapo en estas cosas, al menos los trabajadores alemanes. El viaje de vuelta transcurrió sin mayores novedades al fin conseguí llegar a mi casa, sucio, con barba de siete días, y con un cansancio encima, después de haber estado toda la noche conducendo, que apenas me permitía estar en pie.

Pues este ha sido un relato sucinto de mi último viaje a Alemania. Se me quedan muchas cosas en la cabeza, pero ya las contaré.

El exceso de inteligencia

Ser excesivamente inteligente es perjudicial. Puede parecer sorprendente, incluso ir en contra del sentido común, al fin y al cabo casi todo el mundo desea ser más inteligente.Y, sin embargo, yo he llegado a esa conclusión. La primera aspiración de todos los seres es humanos es ser felices, eso no creo que sea discutible. Decir eso es casi no decir nada, porque la feclicidad es un estado subjetivo al que se llega por muy diversas vías. Se puede ser feliz encerrado en el claustro de un monasterio o serlo yendo todas las noches a una discoteca, depende de las personas. Pero esa no es la cuestión. Lo que yo me pregunto es, independientemente de cuál sea el estado de felicidad para cada persona ¿hay alguna relación entre inteligencia y felicidad? O, dicho de otro modo, ¿ayuda la inteligencia a ser feliz? No sé lo que opinarán los demás, pero cuanto más medito sobre el asunto más me convenzo de que si que hay una relación entre inteligencia y felicidad, pero una relación negativa, es decir, que cuanto más inteligente se es, más infeliz se es también. Y no he llegado a esa convicción a través de ninguna deducción, sino por pura observación. Para muestra un botón. Pensemos en el caso de Galileo. Podemos estar de acuerdo en que era un hombre inteligente, extraordinariamente inteligente. En cualquier clasificación de los mayores científicos de la historia que hiciesemos estaría colocado entre los diez más grandes de todos los tiempos, seguramente entre los cinco. Ahora bien, su indudable capacidad intelectual, ¿lo ayudó a ser feliz? Pues si bien lo miramos precisamente por culpa de esa capacidad sufrió lo indecible, casi hasta llevarlo a una muerte temprana -lo que de camino parece indicar también que la inteligencia no ayuda a la longevidad. Él estudió el movimiento de los astros, y, gracias a su privilegiado cerebro, llegó a la conclusión de que la tierra se movía en torno al sol. Seguramente no fue el primero en pensar así, pero tuvo el acierto de argumentarlo de un modo lógico. Finalmente todo indica que tenía razón, pero para él su lógica no le trajo, en vida, más que desgracia y dolor. Si, por ejemplo, hubiese lo bastante poco inteligente para no plantearse esas cuestiones, para aceptar sin reservas la "verdad" de la Iglesia al respecto, para tener una ciega y profunda fe religiosa, sin mayores complicaciones, posiblemente, al final de su vida, al hacer balance, se habría dado cuenta de que le había ido mucho mejor, si hubiera podido hacer la comparación, que del otro modo.
El caso de Galileo es muy ilustrativo, porque nos permite sacar otras dos conclusiones. Por un lado pensamos que las personas inteligentes se imponen, con la sola ayuda de su inteligencia, a los no tan inteligentes, a base de lógicas deducciones. Pero la verdad parece ser más bien la contraria. Todo indica que las inteligencias mediocres se imponen a las mayores. La religión es un buen ejemplo. Buena parte de lo que hay escrito en la Biblia no pasa de ser simples fábulas de buenos y malos con un marcado tono de infantilismo; y sin embargo la biblia ha influido en el mundo y marcado a más gente que ningún libro de ciencia que se haya escrito jamás.
Por otro lado se suele pensar que las personas inteligentes nos deleitarán a todos con su brillantez y que quedaremos encantados cuando nos iluminen con su sabiduría. Lo cierto es que lo que la inteligencia va descubriendo sobre el mundo es francamente desagradable siempre, desmitificador. La verdad pacientemente adquirida, a base de años de inteligente estudio, no parece gustar a la gente, más bien disgustar, y no poco. Todo indica que no somos el centro del universo, que descendemos de animales, que una parte de nuestra psique sólo obedece a instintos egoístas y no conoce la moral, etc. En definitiva, que nadie crea que un mayor conocimiento nos va a llenar de satisfacción, quizá todo lo contrario.
He puesto un ejemplo extremo, ciertamente. Por un lado no todos los científicos lo han pasado tan mal como Galileo, y por otro el común de las personas no llegamos, ni de lejos, al grado de sapiencia del genial italiano. Pero yo estoy en que, en menor grado, así ocurre en general. Que la inteligencia no ayuda a ganar dinero, por ejemplo, es algo que no requiere demostración. Einstein no fue el hombre más rico de su época, ni siquiera era rico, y cualquira que mide a su alrededor podrá comprobar que las personas más adineradas no parecen ser las más inteligentes. No sé con seguridad si el dinero dará la felicidad, tendría que tenerlo para comprobarlo, pero en todo caso no creo que lo impida.
También es verdad que ser tonto de remate no parece que sea un estado deseable, pero tengo la impresión de que el tonto, inconsciente de su estupidez, es más feliz en ella que el sabio, consciente de sus limitaciones. En fin, que yo personalmente envidio mucho más la dicha del mediocre, feliz en su ignorancia, que la angustia vital del filósofo, atormentado por la compresión de miles de cosas que a los demás se nos escapan. Por eso no creo que haya que tenerle miedo a ser mediocre, icluso a ser tonto; si vale para ser feliz, bienvenido sea.

Sobre la estulticia en política

Ayer estuve viendo la inauguración de la convención demócrata en los Estados Unidos, donde se ha de confirmar la postulación de John Kerry para las elecciones presidenciales que se celebrarán en noviembre. Pero en lo que me fijé no era en el contenido de lo que allí se debatía, sino en la forma. Cada vez que uno de los oradores en la tribuna decía algo la gente prorrunpía en aplausos, gritos y desaforadas muestras de entusiasmo. Pues bien, esa es, justamente, la forma en que, en una democracia, no se han de discutir las cosas. Bien visto lo cierto es que allí no se debatía absolutamente nada, todo está ya decidido. Pero un colectivo que se dice democrático, debería discutir sus asuntos de otra forma. En una democracia, se hacen propuestas a la mayoría, se argumenta a favor de la propuesta, o en contra, según el caso, de la forma más racional posible, y todo ello en el ambiente más calmado, relajado que se pueda, sin estridencias. Finalmente las propuestas se someten a votación, y se aprueban o se rechazan. Pero convertir el democrático debate de ideas a una sucesión casi ininterrumpida de gritos y aplausos es reducirlo hasta dejarlo convertido en una caricatura de sí mismo. Igualmente, admirar a una persona puede ser correcto, si merece tal admiración, aunque eso es algo muy subjetivo, pero adorar a alguien, convertirlo en un ídolo, y encima hacerlo sólo por ser quién es, es síntoma de estupidez. Si lo que dice alguien nos convence, si lo vemos acertado, cumplimos con votar a su favor, si se postula para algo, incluso proponerlo si llega el caso, pero dedicarse a aparatosas muestras de pública adhesión, sin más, denota estulticia. Personalmente prefiero los debates calmados, en los que sflore la inteligencia, la habilidad del orador, incluso, si llega el caso, puedo admirar a alguien que logre convencer a otros de que es bueno para ellos algo que, objetivamente, les perjudica, engañarlos para decirlo claro. Pero no me gustan esos mítines de apoyo incondicional, esa especie de paseos triunfales, de baños de multitudes a los que,de vez en cuando, se someten nuestros políticos. Más bien son síntomas de degradación de la democracia. Además, las decisiones de la mayoría deberían ser posteriores al debate, no previas. Por eso, en mi opinión, debate y discusión si, adhesiones prejuzgadas, apoyos sin condición, no.

Los acantilados de Maro

En la Costa del Sol,justo en la frontera entre las provincias de Málaga y Granada, aunque mayormente situados en la primera,hay una zona de acantilados,de unos doce quilómetros de longitud,conocidos como los acantilados de Maro, o las calitas de Maro, por la cercana población del mismo nombre, pedanía del ayuntamiento de Nerja y donde se sitúa la famosa cueva. En algún lugar había leído algo sobre tal paraje, pero, aunque había pasado por allí, no me había detenido a verlo nunca. Anteayer, sin haberlo tenido previsto, decidí que la ola de calor que estamos pasando, y el hecho de ser viernes, eran unas magníficas excusas para visitar nuestro cercano litoral y comprobar si, como dicen, las playas que se forman entre los tajos, donde algún barranco desemboca en el mar,son una isla de tanquilidad en una costa tan masificada como ésta. A eso de las tres de la tarde, solo, como es mi sino, con un calor insoportable, cogí mi coche y allí me dirigí. Los acantilados están junto a la nacional trescientos cuarenta, y abarcan desde poco antes de la fontera entre las mencionadas provincias -yendo desde Granada hacia Málaga- hasta poco antes de la citada población de Maro. Provisto de la hoja correspondiente a la zona del mapa topográfico nacional recalé primero en Maro, donde tomé café. Cambié el sentido de la marcha - es decir, que tomé la carretera nacional trescientos cuarenta en sentido Granada, lo que es obligado si se quieren visitar los acantilados- y, efectivamente, a los pocos quilómetros vi un cártel anunciando un mirador en el que me detuve. Vi dos de las torres vigías que allá por el siglo XVI se construyeron para vigilar la costa y evitar la piratería y vi, unos metros debajo de donde yo estaba,la playa de las Alberquillas, que, pude confirmarlo, no estaba masificada. El secreto está en que no se puede acceder a estas playas en coche, sino que hay que dejarlo junto a la carretera, o en el mismo mirador, y bajar andando. Es así porque la zona esta protegida, es un paraje natural. Quizá sea ese el secreto para evitar que las playas se masifiquen y a la vez permitir que se bañe todo el que lo desee, impedir acceder a ellas directamente con coches. Sería una magnífica medida, ciertamente. El caso es que pasé la tarde así, mirando los acantilados. También bajé, por curiosidad, a una de las playas, casi vacía, aunque en este caso por la hora ya tardía -más de las nueve. Por cierto que en el camino de bajada me crucé con diez o doce personas todas ellas extranjeras. Me pregunto si no estarán esas playas ocupadas sólo por extranjeros. Ya lo comprobaré. Finalmente visité Almuñécar, ya de vuelta, por cuyo casco antiguo paseé. También pude ver, ésta vez desde el coche, el mercadillo nocturo que organzian en Salobreña ciertos días de la semana, debe ser que el viernes es uno de ellos. No tuve problemas de tráfico para regresar, aunque en sentido contrario la cola no bajaría de los veinte quilómetros. Llegué a mi chabola a eso de las doce de la noche.
Hay disponible información de la Junta de Andalucía sobre el paraje, incluyuendo mapas con los límites de la zona protegida y una galería de fotos, en la siguiente dirección
Pínchese aquí.

El dieciocho de julio

Espoleado por la lectura de "posts" de alabanza a Franco en algunos foros, con motivo del aniversario del por ellos considerado "glorioso" alzamiento nacional, mi pensamiento se ha dirigido, no podía ser de otro modo en un republicano convencido, hacia la República, lo que significó, lo que fue, lo que pudo haber sido y no fue, cómo nació y cómo murió.
Y precisamente, en relación con esto último, me doy cuenta de que la figura de Franco, cuya personalidad y facetas tanta atención han despertado, jamás, que yo sepa, ha sido contemplada desde un punto de vista que, para mi, es el más relevante, el de Franco como felón. Porque se ha hablado mucho de Franco como asesino, como torturador, como dictador, otros lo consideran un héroe, pero nadie parece caer en la cuenta de que Franco fue, ante todo y sobre todo, un traidor. Como a todos los militares, al general Franco se le exigió jurar fidelidad a la República. Como alternativa a los que no quisieran, en conciencia, trabajar para el nuevo régimen, se les ofreció, en un acto de generosidad que sólo un régimen puro, limpio, como fue la República, podía ofrecer, la posibilidad de un retiro, sin merma de sus retribuciones económicas. Pero no aceptó, él juró fidelidad a la República. Si se estaba en contra del régimen republicano hacer lo contrario, es decir, no jurar, retirarse de la vida militar y, quizá, emprender una carrera política, habría sido algo honrado, decente. Pero, no, es mejor jurar, hacer como que se acata, conservar así el poder, y después traicionar, cometer perjurio contra ese juramento. Eso fue, justamente, lo que él hizo. Igual que los ladrones, igual que los asesinos, los generales, con Franco a la cabeza, a escondidas, de noche, a traición, tramaron el plan que acabaría con la República. Qué fácil es ganar una guerra de ese modo, qué sencillo es, cuando uno asesta un golpe por la espalda, acabar con el contrario. Lo que esos generales hicieron es comparable a lo que haría alguien a quien se contrata como guardaespaldas y se le entrega una pistola para proteger a su defendido, y, con esa misma pistola, aquél, yendo unos pasos detrás de él para protegerlo, por la espalda, mata a su empleador. Eso, justamente, hicieron. Disponían de armas, armas que no habían fabricado ni pagado ellos, sino que pagaba el pueblo trabajador, el pagano siempre y en todas las circunstancias; y disponían de ellas para defender a la República, no para atacarla, y así lo habían jurado. Pero por encima de toda fidelidad, por encima de todo juramento, Franco y sus compinches se revelaron contra el poder legal, legítimo y democrático. Los perros no suelen morder la mano que los alimenta, pero parece que esos generales se quedaban muy por detrás de un perro. Azaña fue quien nombró a Franco teniente general, y éste le mostró su agradecimiento revolviéndose contra él. Cuánto más no le habría valido a Azaña firmar la sentencia de muerte de Franco, que no ese nombramiento. Para algunos hombres la fidelidad a la palabra dada, al juramento hecho, es más importante que su propia vida, porque para esos hombres, personas de honor, su palabra vale más que el dinero, más que cualquier bien material. Qué lejos quedan esos generales de esas personas.
Franco fue para la República traidor y perjuro. Así era el individuo que mató al más puro régimen que ha conocido España y que mantuvo secuestrada la voluntad popular cerca de 40 años.