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(De)MENTES

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En el año de 1815 se reunió en Viena lo más distinguido en materia de erudición europea, espíritus brillantes de la sociedad y de enormes capacidades diplomáticas. Cuando el Congreso concluyó, los monárquicos emigrados se preparaban para regresar definitivamente a sus castillos, los guerreros rusos a ver de nuevo sus hogares abandonados y algunos polacos partían a disgusto por tener que llevar con ellos su amor a la libertad a Cracovia, para ponerla bajo la triple y dudosa independencia que supuestamente habían logrado el príncipe Metternich, el príncipe de Hardenberg y el conde de Nesselrode.






Parecido al fin de un baile animado, la reunión hacía poco tiempo muy concurrida se redujo a un pequeño número de personas dispuestas al placer que, fascinadas por los encantos de las damas austriacas, se demoraban en cerrar el equipaje y postergaban su marcha.
Esta feliz sociedad, de la que yo formaba parte, se reunía dos veces por semana en el castillo de la señora princesa viuda de Schwarzemberg, a pocas millas de la ciudad, al lado de un pequeño burgo llamado Hitzing. Los buenos modales de la anfitriona del lugar eran realzados por la gentil amabilidad y la finura de su espíritu, y hacían deleitosa la estancia en su residencia.
Las mañanas estaban destinadas a dar paseos; merendábamos todos juntos, en el castillo o en los alrededores y, en la noche, sentados alrededor de un agradable fuego de chimenea, nos entreteníamos conversando y contando historias. Estaba estrictamente prohibido hablar de política. Ya habíamos tenido demasiado, y preferíamos los relatos de leyendas de nuestros respectivos países o de nuestras evocaciones.
Una noche, cuando ya cada uno había contado alguna cosa y nuestros ánimos se encontraban en ese estado de tensión que por lo común la oscuridad y el silencio incrementan, el marqués de Urfé, viejo emigrado a quien todos estimábamos por su alegría juvenil y por la forma atrevida de hablar de su antigua buena fortuna, aprovechó un momento de silencio y tomó la palabra:
—Vuestras historias, señores —nos dijo—, sin duda son asombrosas, pero es de mi parecer que les falta algo esencial, quiero decir, la autenticidad. Que yo sepa ninguno de vosotros ha visto con sus ojos las cosas maravillosas que acaban de narrar, como tampoco puede asegurar su veracidad bajo palabra de honor.
Fuimos obligados a reconocerlo y el anciano, acariciándose la papada, continuó:
—En cuanto a mí, señoras, no conozco sino una sola aventura de ese género, pero al mismo tiempo es tan extraña, tan horrible, y tan verdadera que ella sola es suficiente para herir de espanto el espíritu del más incrédulo. Desgraciadamente fui testigo y actor al mismo tiempo, y aunque no me gusta recordarla, esta vez con placer les narraré la historia, siempre que las damas lo consientan.
La aprobación fue unánime. Algunas miradas, temerosas ante la perspectiva de escuchar una narración verdadera, se posaron en los cuadros de luz que comenzaban a dibujarse sobre la duela; pero pronto el pequeño círculo se fue cerrando y cada uno hizo silencio para escuchar la historia del marqués.