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Las decisiones del maese Mel

LA PASIÓN DE CRISTO
Mel GIBSON, 2004
Estados Unidos

1. Un escenario de partida
Tras una larga campaña intramuros llega por fin a su espacio natural, la sala de cine, la controvertida cinta del ya ‘oscareado’ realizador Mel Gibson, cuya obra se mece entre los vericuetos de la parafernalia hollywoodense y la búsqueda de un destino personal como autor. Y para adelantar cualquier propuesta de análisis, consideramos conveniente definir unos criterios básicos que delimiten o al menos, precisen los alcances de la lectura que se hace y desde donde es que se plantea.

En primer lugar, es importante despojarse de cualquier sentido religioso, así se posea. Y expliquemos por qué. Si partimos de la consideración de Mel Gibson como profeta al que le son reveladas las últimas doce horas mortales del Cristo Jesús de Nazareth y por esa vía se le encomienda la tarea de evangelizar a través del cine, nos adentramos en un terreno escabroso de definición del cine como lenguaje de expresión en dos sentidos: comercial y estético, tarea que no es precisamente de nuestro interés.

Sin embargo, y en aras de facilitar el análisis, diremos acá que un criterio es reconocer como cine comercial incluso aquellos productos culturales que promueven una idea con la idea, justamente, de convencer de esto o aquello. Es decir, que en lugar de vender una gaseosa con sus convencionales crispetas, pretenden vendernos una ideología. Caben así perfectamente todos los productos cinematográficos de propaganda llámese esta política, religiosa, racial, etc. Por supuesto, no queremos decir con esto que el mal llamado cine – arte no sea ideológico. Nada más ingenuo. A lo que nos referimos es al peso de la intencionalidad, no a los efectos de la misma.

Lo que proponemos es una lectura desde la estética, esto es, desde el reconocimiento del cine como expresión personal de incalculables posibilidades, puesto al servicio de una intención comunicativa singular (que podría identificarse como no comercial), de índole artística, para ser más precisos. El argumento puede ser polémico en la medida en que cuestionamos la labor doctrinaria de Gibson (que él mismo ha proclamado como pulsión de su deseo de llevar a la pantalla esta nueva versión del mito cristiano), y nos concentramos en la labor cinematográfica del director por creer que esta rebasa con mucho la propia perspectiva del mismo.

Otro criterio es romper el círculo ponzoñoso de las expectativas que despiertan los comentarios, debates, foros, diatribas, chismes, tácticas de mercadeo, en fin, las innumerables estrategias para convertir el filme en un platillo que se saborea tres semanas antes de probarlo en carne propia. Cuando se atiende a esa demanda de emociones, la frustración puede socavar la sana lectura que se podría hacer de una propuesta audiovisual, y esto vale para todas ellas en general.

Convendría en este sentido, concederle entonces al director el beneficio de la duda en cuanto a que este sea o no un producto más de Hollywood. Y para sostener que no lo es, nos atendremos a tres indicios: uno, Gibson cree que está en la obligación moral de decir su ‘verdad’, principio de voluntad definitivamente desconocido en California; dos, la producción corrió por su cuenta (pese a que la distribución final la tuvo que hacer con los estudios), lo que reflejaría un cierto afán de independencia creativa; y tres, su decisión de hacer la película en un idioma (tres en realidad: arameo, hebreo y latín) diferente al inglés. Decisión que incluso deseaba llevar al extremo de no incluir subtítulos, de manera un poco absurda.

Otro criterio importante es evadir un poco el cerco historicista. Precisar qué tan acertada o no es la recreación de los pasajes evangélicos, llega incluso a ser algo puramente subjetivo. Y es que no podemos perder de vista que hablamos de uno de los mitos más poderosos de la historia humana. Desde la concepción cristiana que considera al Cristo, como el Hijo de Dios, hasta la atea que lo ve como un ser histórico sin mayor relevancia en el contexto convulsivo de la Palestina ocupada por Roma, en tiempos del César, nos encontramos con un sinfín de detalles que en términos del mito, poco aportan. Por ejemplo, decir que en aquellos tiempos se hablaba en griego o hebreo y no en arameo no le resta un ápice al sentido del logos en el discurso de Jesús. Como que si se les clavaba o no a los crucificados en las palmas de las manos o en las muñecas, o a través de los tobillos o sobre el dorso de los pies. En últimas, estas minucias pueden desdibujar el meollo del asunto y alejarnos de él: Cristo, el hombre, el dador, el comprometido, el subversivo, o si se quiere poner en términos menos radicales (lo cual es un riesgo concedido, en la medida en que si algo es Cristo es ser justamente, un radical, heterodoxo, agregamos), el opositor.

Digamos también que es válido reflexionar sobre lo novedosa o no que sea esta versión. Conocido el mito lo que nos queda es apreciar cómo se nos presenta, es decir, cómo logra Mel GISBON dar cuenta del mismo desde el punto de vista de la disciplina en cuestión, la cinematografía, y en ese sentido quizás debamos encontrar si se nos da alguna hasta ahora desconocida información.

Así las cosas, consideramos viable el intento de cifrar algunas claves de análisis.

2. Un dispositivo celosamente diseñado
La estructura narrativa planteada por Gibson se ancla en dos ejes: de un lado, el lapso de tiempo que va desde la oración del huerto de Getsemaní (apenas después de la última cena) hasta la resurrección de Cristo. Del otro, secuencias del pasado montadas con el recurso del flashback (salto atrás). Partimos pues de un ejercicio de relato que ya de entrada se aparta del tradicional, en el que los hechos se nos representan en estricto orden cronológico: anunciación del arcángel San Gabriel a María, el éxodo de José y María a Belén por efectos del empadronamiento decretado por Herodes, nacimiento de Jesús en un establo, la desaparición en el templo, y luego los tres años de predicación, la pasión y muerte, y la resurrección (algunas, muy pocas en verdad, llegan a narrar la venida del Espíritu Santo). Con las contadas excepciones de La última tentación de Cristo (Martin SCORSESE, 1988) y El evangelio según San Mateo (Pier Paolo PASSOLINI, 1964), en los casos prototípicos: Jesús de Nazareth (Franco ZEFFIRELLI, 1977), El mártir del Calvario (Miguel MORANTYA, 1952), la pasión es un episodio más en la larga cadena de hechos de la vida de Cristo.

GIBSON decide centrar todo el peso del relato exclusivamente en la pasión, que podríamos llamar también “la detención arbitraria, tortura y asesinato”, y valerse de ese co – relato paralelo (el pasado) para mistificar el abrumador efecto de la violencia presente. Esto es sin duda un acierto, logro que además lo somete a un riesgo que sólo un autor – nunca un productor de estudio - puede asumir: la necesidad del balance.

¿Hasta qué punto es o no necesario mostrar esto o aquello? ¿Cuánto tiempo escénico requiere esta o aquella situación? ¿Irá acá la música? ¿Menos diálogo y más imagen? ¿Recurro a los efectos que me brinda el CGI (imagen creada por computador) o me atengo al valor del maquillaje y la interpretación?

Y una vez configurada la estructura narrativa GIBSON procede a instalar los dispositivos de su estrategia: el uso reiterativo de la cámara lenta, la presencia del demonio acompañado de esos monstruos de infantiles ancianos, la música de tono elegíaco con apreciables pausas, el valor de la palabra pronunciada en los idiomas de la época, largos primeros planos, el naturalismo tanto en la interpretación como en los valores de color y textura de la luz, y por supuesto, el tono de violencia impuesta que no gratuita, y este es un elemento que merece toda nuestra atención en parte porque es alrededor del cual se disponen las baterías de la controversia desatada por defensores y contradictores, pero fundamentalmente por su sentido de búsqueda estética, consideramos por tanto que se trata acá de la dimensión de una estética de la violencia.

3. La mezcla del riesgo
Con estos elementos GIBSON se sumerge en la densidad de un relato harto conocido, con el fin de destrozarlo por vía de la violencia gráfica y en ese caos regenerador, dado que no es gratuito sino emergido de la realidad dramatúrgica, reinventar el discurso para dar un paso adelante hacia el pensamiento del sacrificio de Cristo como ejemplo de acto humano de singulares características. Y los resultados nos muestran un poco qué tan efectivo o no pudo haber sido. Tenemos posiciones tan radicales como la de algunos países islámicos que han prohibido la exhibición de la cinta, con el argumento válido en tanto sustento de un pensamiento cultural, de que la religión islámica considera "humillante y degradante" para un profeta ser representado en una pantalla de cine.

Por su parte los católicos manifiestan, en distintas partes del mundo, su deseo de vivir una semana santa enfocada en el sentido de la Pasión en contraste con la tradición de conmemorar la última cena como primera eucaristía y la resurrección como paradigma de la fe cristiana. Entre tanto grandes sectores ateos de la opinión pública expresan su respeto hacia la demostración de humanidad reflejada en la película, y primordialmente, su propuesta tácita de “valorar el reto de ser humano que cada uno lleva en sí”.

Eso sin mencionar las posiciones de grupos detractores que consideran la cinta como antisemita, o gratuitamente violenta, y otras más, como indigerible en tanto repetitiva.

El común denominador de estas declaraciones es el efecto devastador de las imágenes violentas que GIBSON construyó. Apelando al sentido revelador de la cámara lenta, el director propone una nueva escritura audiovisual del mito cristiano en el sentido de subrayar hasta el agotamiento cada momento. Es como si le ofreciese al espectador la posibilidad de presenciar en primera fila, en un tiempo irreal, los instantes fundamentales para que los guarde en su memoria por siempre. La cámara narra despaciosamente: miren este rostro, miren este pie, miren esta mirada, miren estos pasos, miren esta duda, miren esta tentación… miren este dolor inmenso… miren, miren; no den la espalda, no cierren los ojos, no escondan la conciencia.

Por esa vía, el recurso del lenguaje sonoro es determinante. La utilización de los idiomas de época puede resultar para muchos puramente ornamental. Nada más ingenuo y descuidado. Cuando un autor somete su texto (el guión) al proceso de escucha, es decir, a ser leído en voz alta para la adecuada interpretación de cada momento escénico, se ve en la dura tarea de decir algo y no meramente poner a hablar a sus personajes. Poco importa si ese –algo- ya fue dicho con anterioridad de otra manera, en otro momento; el autor sólo puede vivir por su espacio de algo. Cuando a esa necesidad se añade la investigación de lenguas en desuso y la posterior tarea de aprendizaje por parte de los actores, se encuentra con un enfoque privilegiado. El actor se ve compelido por el lenguaje, a interpretar y a vivir en profundidad, la dimensión histórica – como en el caso que nos ocupa - de su personaje. El lenguaje hablado viene a incorporarse como el vestuario, el maquillaje y los escenarios a la cualificación de la puesta en escena en términos no sólo de verosimilitud sino de realismo e intensidad dramática.

La composición escénica está representada por un reparto de calidades muy particulares. Quizás la escogencia de Italia como lugar de rodaje pudo haber incidido en la selección de actores de reparto. Además es posible que el dominio o conocimiento de alguno de los idiomas a recrear incidiese otro poco, lo cual no contradice los argumentos que planteamos respecto al valor de la palabra.

Sin duda alguna, más allá de todas esas pequeñas leyendas que se han venido tejiendo alrededor del rodaje mismo, la presencia de Jim Caviezel como Cristo es impresionante. Armado de una suave tensión y de un coraje inusual, el actor nos ofrece un Cristo que acepta su destino con rebeldía, no en actitud sumisa y silenciosa. De hecho, si algo capta la atención es ese desafío lento pero firme ante todo cuanto sucede. En los momentos de confrontación, su mirada es retadora y sus palabras cuestionan y crean conflicto, no sólo por su contenido sino por su elocución. “Si no he dicho ni hecho mal, ¿por qué me golpeas?” Este Cristo deja espacio al pensamiento del Jesús hombre, antepuesto al Jesús divino. Quizás nos deja tras sus pasos en la vía de la confusión.

¿Será que es sólo por la ruta del sufrimiento que podemos ser felices? ¿Es la actitud de Cristo frente a la muerte una muestra de sometimiento irracional? ¿Es su pasión una manera de sobreponerse a la desgracia? ¿Acaso si no resucitase – según la fe cristiana – su dolor tendría el mismo valor y sentido? Son eternas preguntas que por supuesto no encontrarán respuesta acá, sin embargo las recuperamos por considerar que el filme aviva los más delicados y profundos pensamientos del ser humano frente a esas tres enormes cuestiones de siempre: ¿quiénes somos, de dónde venimos, y a dónde vamos?

La interpretación de María por parte de Maia Morgenstern, es simplemente soberbia. La profundidad de su mirada, la angustia de sus labios, la sinceridad de sus movimientos escasos, nos entregan una aproximación al regalo de la maternidad como el más preciado don de la especie humana. Esta no es una María llorona y angelical. Es una mujer de carne y hueso que asume la tragedia con valor y entrega. Una María que se desgarra lentamente, paso a paso y que sobrevive. La María que nos revela que más allá del vínculo divino que pudiese existir con su hijo, lo que perdura y muestra su dominio, es el lazo irrompible que se tiende entre una madre y un hijo. La actriz logra a través de la contención precisa y natural dar cuerpo a ese desagarramiento con una fuerza pocas veces vista con anterioridad.

En ese mismo nivel, y con un acertado manejo de los tiempos y la puesta en escena, Monica Bellucci nos ofrece un cuadro bicolor de María Magdalena escrito con la fuerza del blanco y negro, no sólo dibujado en sus ropas, sino sobre todo en su caracterización que es de extremos, suaves pero evidentes. Hay un toque de intimidad justa entre ella y Jesús, no es esta la dolorosa tentación que acosa el Cristo de Kazantzakis (La última tentación de Cristo), y sin embargo no es posible evadir el cerco de esa mirada amorosa y compañera.

Los discípulos cumplen un papel determinante, se muestran como seres humanos temerosos, dubitativos, aterrados, y finalmente, abatidos… no es esta la simple expectación, hay un permanecer con devoción que es la fuerza de esta amistad, en ese plano espiritual que propone Cristo. El Judas atormentado por su conciencia se enfrenta a sus demonios, cabe pensar que tal vez estos monstruos derrumban más bien la tranquila conciencia conformista del público, que azotado se rebela y se levanta, y camina, y rezonga. Quizás un personaje que resulta ser bastante interesante es el Poncio Pilatos de Hristo Shopov, en tanto encarna al procurador romano que se debate en la trampa del poder y que termina por reconocerse impotente ante los hechos… no llega a lavarse las manos sin el trámite de la duda, situación que en otras realizaciones nunca aparece.

Los demás personajes pasando por todo el Sanedrín, Simón, el Cirineo, La Verónica, los soldados romanos, Herodes, se ajustan apropiadamente a esa densidad que comentábamos en un comienzo, como el caldo de cultivo de la puesta en escena escogida por GIBSON. Cierto que hay algunos vacíos, y tal vez, una reiteración innecesaria en algunos pasajes, pero el balance es de equilibrio en la medida del riesgo. Y en ese sentido, el valor que el director le otorga a la interpretación de cada actor proviene de su misma formación como tal, y sin duda el acento de la cámara lenta propicia una mirada hacia adentro por parte de los intérpretes que refleja esa preocupación.

No podemos dejar de mencionar la fuerza de los símbolos que cada tanto, se nos presentan como marcadores de la ruta seguida. Satán de maneras y gestos femeninos, encarnado poderosamente por Rosalinda Celentano, no es precisamente el diablo de siempre. En algún lado cierta crítica dice que es uno más de los demonios de La profecía (The Omen, Richard DONNER, 1976), ante tal argumento, facilista por demás, sólo podemos decir que esa cinta y sus secuelas fueron producidas con el único interés de vender chucherías, al calor del natural morbo humano por el horror, sin mayores consecuencias que un pasajero momento de viernes en la noche. Se crea o no en la personificación del mal, seguramente que el Satán de GIBSON no es fácilmente eludible.

En la misma perspectiva de los símbolos, vale tener presente el contacto tenue a través de la dura piedra de María con su hijo, el gesto de Claudia Procles (Claudia Gerini) con las dos mujeres, la mirada de Simón, el Cirineo, al cumplir su tarea y encontrarse cara a cara con ese condenado, y el más revelador de todos: la crucifixión. Se debate el asunto de la clavada por la muñecas o por las palmas, se aduce a favor de las primeras que sólo así los brazos podrían soportar el peso del cuerpo en suspensión. Sin embargo, consideramos posible que el director haya acudido a la imagen del clavo que perfora la mano (con el añadido de que es su propia mano izquierda, la siniestra, decía GIBSON en charla con Diane Sawyer), por la fuerza de su impacto visual y semiológico. La palma abierta es la que recibe y es la que da, es la que acaricia y es la que acoge. Y como para evadir las sutilezas, el director se cuidó de amarrar los brazos al madero.

4. Una propuesta abierta
Finalmente podríamos decir que Mel GIBSON ha logrado capturar como otros grandes realizadores (y en esa medida habrá que revisar su aporte al cine contemporáneo más adelante), la fuerza inexpugnable del espíritu humano, la incondicionalidad del amor de madre, la posibilidad de cambiar de maneras de pensar (vía conversión dirán unos, terapia de reingeniería dirán otros), y el horror del mal encarnado en la voracidad de sangre ajena que todos cargamos, así pretendamos ocultarlo.

Es posible, por supuesto, que este filme no sea una obra maestra, pero no se puede negar su capacidad narrativa y su compleja dosis de riesgo audiovisual y conceptual. Como mirada personal, nos hacer recordar legados intensos y complejos como Sueños, Akira Kurosawa, La lista de Schindler, Steven Spielberg, Novecento, Bernardo Bertolucci, Malcolm X, Spike Lee, Andrei Rubliov, Andrei Tarkovsky, 8 1/2 , Federico Fellini, Sur, Fernando Solanas, y otro adorado sinfín de películas reveladoras del alma humana, gracias al compromiso que consigo mismo cada uno de sus autores asumió en su momento.

LAV

La pasión de Cristo, Mel GIBSON
Estados Unidos, 2004

Guión: Benedict Fitzgerald – Mel Gibson
Productores: Bruce Davey
Mel Gibson
Stephen McEveety
Enzo Sisti
Música Original: John Debney
Cinematografía: Caleb Deschanel
Editor: John Wrigth
Diseñador de Producción: Francesco Frigeri
Intérpretes: Jim Caviezel, Maia Morgenstern, Monica Bellucci, et al.

FILMOGRAFIA – MEL GIBSON:
El hombre sin rostro, 1993
Corazón Valiente, 1995
La Pasión de Cristo, 2004

Un saludo de bienvenida

Abrimos el blog de elgendelcine, sitio de opinión pública de la fundación gen_cinema desarrollada por los catedráticos Velosa_Hernández_Aldana, realizadores, comunicadores e investigadores del mundo audiovisual.

Nos proponemos como objetivo central la reflexión y creación de ámbitos posibles para el cine colombiano y latinoamericano, en particular, y del cine periférico en general. Sin por ello, desconocer otras realidades audiovisuales contemporáneas.

Esperamos contar con buena marea... que nos depare promisorias velas.

LAV

Una estación largamente esperada

LA PRIMERA NOCHE
Luis Alberto RESTREPO, 2003
Colombia

En la medida en que nuestro cine se la ha pasado desde siempre explorando -mejor, bocetando- el panorama de la eterna violencia que nos sacude, le queda al mirador la tarea de descubrir si cada nuevo intento logra dar cuenta de algo singularmente no narrado previamente y con un estilo personal que revele la voz de un cineasta.

En este primer trabajo de Restrepo, de quien conocemos su trayectoria en la televisión (ver videografía adjunta), se puede encontrar un ejercicio limpio de dramaturgia con unos planos suspensivos a la hora de establecer si se trata de un discurso cinematográfico o televisivo.

La historia - en la que no nos detendremos por respeto a quienes no han visto aún el filme - está armada a partir del recurso válido del flashback, de manera tan declarada que en un comienzo el espectador se ve obligado a despertar y actuar para seguir en la propuesta que le hace el director, sobre un espacio-tiempo casi estático que transcurre justamente en el escenario de la “primera noche”. Y aquí ya encontramos un signo importante: la construcción de las secuencias. En particular, Restrepo logra una aventajada performance en toda la secuencia del monte. Sin duda, el momento más logrado, incluso, a mi modo de ver, que el de la secuencia del desenlace que mención aparte me parece algo prototípico más en la vía de los guionistas (Alberto Quiroga y el mismo Restrepo), que en la de los personajes, mas de ello hablaremos más adelante.

Esta secuencia del monte no sólo está muy bien fotografíada y montada sino, como toda la obra, adecuada y profundamente interpretada por ese excelente grupo de actores que ponen en cuestión el valor de la televisión como escuela de actuación. Por cierto que los cuatro actores principales, Lizarazo, Toro, Carriazo y Méndez, provienen del teatro, pero es en la pequeña pantalla que han construido un retrato icónico reconocido por el gran público, y por qué no, desarrollado la fuerza de sus capacidades histriónicas.

Preocupa en cambio el valor del tiempo escénico en toda la secuencia madre de la historia que se desarrolla en esa esquina bogotana, que igual es la de cualquier ciudad colombiana. Y no es que no esté bien balanceada, más bien pareciera el reflejo de una ignorancia, de un desconocimiento.... ese encierro a cielo abierto, proviene del interior de la historia o es un reflujo del distanciamiento de la realidad citadina y de los desplazados por parte del autor?

Cuesta creer que a través de los ojos y del deambular del Indio (Hernán Méndez) no podamos ir más allá del umbral del infierno citadino y conocer así los recovecos de la degradación a que se someten los vivientes de la calle, que como citara alguno de ellos no son los sin hogar porque el suyo es el universo entero. En el mismo sentido, cuesta otro poco creer que Toño (John Alex Toro) permanezca amarrado a esa esquina por el simple hecho de no poder desprenderse de Paulina, en fin... cierto que hay una escaramuza en la panadería que ya cierra pero, no es acaso nuestro héroe un hombre del monte armado?

Cuidadosa la presencia del sonido, tanto a nivel incidental como ambiental, y ni hablar del movimiento exiguo de la cámara que por momentos nos remite más al televisor con su enana ventana que al cine.

Quizás esta primera arremetida de Restrepo no ariesgue demasiado, pero su dispositivo cuenta con dos o tres claves que le permiten a la cinta, pasearse como una habitante pródiga de la noche sin amanecer -¿será?- del cine colombiano.

Y sin duda alguna nos encontramos acá con un propósito de autor que desea decirnos algo, y no simplemente vendernos un paquetico de crispetas al estilo del peor cine comercial nuestro.

LAV

La primera noche, Luis Alberto Restrepo, 2003

Guión: Alberto Quiroga y LAR
Producción: Alberto Maya y LAR
Cinematografía: Sergio García
Música: Arrieta – Sagarminaga
Diseño de Producción: Garbriela Monroy
Dirección de Arte: Gabriela Monroy
Edición: Rucardo Escallón, Carlos Lopera y Juliana Rueda
Interprétes: Carolina Lizarazo, John Alex Toro, Hernán Méndez, Enrique Carriazo.

FILMOGRAFÍA / VIDEOGRAFÍA:
La primera noche, 2003, Cine
La costeña y el cachaco, 2003 – 2004, TV
El informante en el país de las mercancías, 2001, TV
Me llaman Lolita, 1999, TV
Sabor a limón, 1995, TV

Información adicional en www.imdb.com