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Anónimo

Por qué ya no golpearía a Viñuela

De todos los conductores de programas de la televisión chilena, hay uno en particular que me desagrada bastante: José Miguel Viñuela, el hiperactivo animador de Mekano, que, para mi gusto, más que animador… es deprimente.



  Hasta hace poco, era casi una costumbre en mí dejar escapar, en cualquier conversación, el comentario de que si alguna vez, por azar, me lo topaba en el lugar que fuera, me daría el gusto —o me permitiría el desahogo— de «presentarme» a él de la manera más adecuada según la simpatía que le tengo: con agresividad. Pero insultarlo no prometía ser eficaz, si de molestarlo se trataba; para el caso, lo oportuno sería golpearlo. No darle de patadas en el suelo exactamente. Solo una fuerte palmada en la nuca o una PLR asestada con mucha pasión, sin dirigirle palabra alguna. El único goce estaría en verle la cara, dominada por la expresión de sorpresa incómoda, sin entender bien «por qué». Después de eso, ya podría comenzar a olvidarlo en su conjunto…: su estupidez, su cara de niño hinchapelotas, su voz desagradable y su tono burlón, su falsa imagen de ser algo mejor de lo que es, su esencia de florerito-pastelito.



  «Payaso culiao»: así me sorprendía llamándolo muchas veces, cuando su fomedad se emanaba por la pantalla del televisor; pero hoy, finalmente, mi animadversión hacia él ha cambiado. Ya no me interesa golpearlo; que otro lo haga. No sé adónde se fue, pero el deseo abiertamente confesado de sacudirlo con violencia ya no está en mí, aunque mi juicio sobre él sigue siendo el mismo: es un pelmazo del orden de los Orgullosamente mediocres, de imbecilidad crónica. Eso no ha cambiado, pero sí la perspectiva de mi irritabilidad, esa subconciencia de las bajas pasiones que comenzó a vivir conmigo a partir de una insatisfactoria vida familiar; como dicen por ahí, «la caridad empieza en casa».



  Viñuela no tiene la culpa de que yo piense que es un estúpido; asimismo es posible que alguien lo considere tremendamente simpático y divertido; y siendo así, si no dejara a un lado la reprobación de su existencia, lo único que conseguiría sería el merecerme ser igual de descalificado por otros. La verdad de oro está en que… yo mismo lo convertí en una persona de estilo, en extremo, contrario a mis gustos. Ahora me doy cuenta: la impulsiva esperanza de algún día aforrarle era, más bien, un disfrazado anhelo de sentirme prepotente, intransigente en mi postura, descargándome injustamente contra alguien porque lo había transformado en símbolo de lo que no me gusta ser. He ahí un nuevo comienzo… La introspección es una preciosa herramienta para hacernos el mantenimiento interno, y una poderosa arma para matar las bestias que han engendrado nuestros odios e inseguridades. Realmente, nadie sobra en el mundo, ni Viñuela ni yo.