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Vida y opiniones del caballero Juan Vergescott

En Puerto Rico

Ya son muchas las ocasiones en que he venido a Puerto Rico para pasar unas semanas y he escrito bastantes páginas acerca de esta isla, de sus ciudades, de sus gentes, de sus peculiaridades. Cada año regreso en dos ocasiones desde que vine por vez primera y siempre la situación resulta extremadamente interesante aunque sin salir de una misma estabilidad. Ahora, además, se debate el asunto de la Asamblea Constituyente que una vez más habrá de dirimir el estatus del país. No obstante, las elecciones de noviembre pueden oscurecer las esperanzas de populares e independentistas, porque es muy posible que ganen los anexionistas, los que desean unirse definitivamente a Estados Unidos. A la gente de fuera de Puerto Rico les extrañará que en la presente ola de animadversión contra Estados Unidos, erigido en país guerrero y conquistador, Puerto Rico se decida por un Partido estadista. A los de dentro, les sorprende que de nuevo gane un hombre como Rosselló, cuya anterior gobernación durante los años noventa fue calificada como la más corrupta de la historia de Puerto Rico.
Ya he dicho que regreso aquí en dos ocasiones al año (lo cual es mucho para mi miedo a volar) y que acepto cada invitación que se me cursa. Siempre aprovecho para estar más días. Diré que aquí me encuentro feliz, pero que cada vez me parece un lugar más extraño. A medida que lo conozco, observo que la educación, la idiosincrasia, la forma de vida y las costumbres me resultan más extrañas, como español y como europeo. Sus ideas me parecen tan diferentes a las mías y la inacción y la falta de compromiso resultan tan generales que me indigna. Me indignan muchas cosas de un lugar en el que se vive bien y en el que soy feliz, y al que podría decir que amo. El miedo, lo kitsch, la absoluta imitación de lo estadounidense, el desprecio de lo puertorriqueño, el consumismo, que se aprecia en algunos, no ha de hacer olvidar que nadie ha defendido tanto su lengua y su cultura como el pueblo puertorriqueño y se ha resistido al imperio tras su conquista en 1898, aunque hay puertorriqueños de varios tipos e ideologías y que defienden de diferentes maneras su relación con Estados Unidos. Hace años, en la segunda vez que vine aquí, ante la evidencia del influjo estadounidense en todo el mundo, Europa incluida, y ante la comprobación de algo evidente (que cuanto yo veía en Puerto Rico acababa por llegar a España unos años después: moda, gustos, tendencias, músicas...), comenté a una amiga puertorriqueña que tal vez la historia diga que o los puertorriqueños han sido los más estúpidos por permitir una colonia tan extensa, o los más inteligentes, porque como todos ha claudicado a lo estadounidense pero se ha servido de ello de manera más palmaria y sustanciosa, pues en realidad hoy todos somos colonias del imperio. Si no puedes con tu enemigo, únete a él, diríamos.
Con todo, los puertorriqueños continúan siendo la gente más dulce, generosa y amable que jamás he conocido. Durante el tiempo que viví en Escocia, y mis creo que quince viajes a la tierra de Walter Scott, no llegué a conocer tanto a los escoceses tal vez por el obstáculo del idioma, pues se exige una competencia perfecta para llegar a penetrar en el espíritu de un pueblo. Sí lo he logrado, me parece, con los puertorriqueños. Su cultura, su política, su literatura y sus costumbres las conozco casi tanto como la de España, que amo pero que me interesa poco, a pesar de mi adorado 14 de marzo. Precisamente, además de los motivos personales, en esta ocasión he llegado a la isla para comenzar una promoción del lugar que pronto podré mostrar. En febrero estuve aquí tres semanas para dictar en dos Universidades unas conferencias acerca de varios de sus escritores y hoy estoy aquí para lo mismo, pero además para iniciar una maravillosa idea que haré público pronto. Mi sueño es mostrar esta isla, aunque habría otro que me fascinaría más: convencer a algunos puertorriqueños de que poseen un paraíso y ellos mismos unos valores que nada tienen que envidiar a otros pueblos. Anoche vi una película de amor e intriga que se situaba en el año 2006 y que trataba de un Puerto Rico independiente. Se titulaba El beso que me diste. Una sugerencia fascinadora y sólo el futuro sabe si algún día posible. Hasta entonces, me vale una película de Sonia Fritz y las novelas puertorriqueñas que reclaman una voz y, en perfecta armonía con sus vecinos estadounidenses, un país independiente. Espero que también entonces el puertorriqueño continúe siendo el pueblo más sensible de la Tierra.

Una historia del West Side

Hace unos días vi en unos grandes alamacenes que salió una edición especial de la película West Side Story que además venía acompañada de un libro con el guión y otras cosas referentes al fenómeno. Anoche vi esta película y disfruté más que nunca, en mi pantalla de plasma de 42’ y de los gigantescos altavoces de la música y de los bailes de la obra de Jerome Robbins y Robert Weiss. La emoción de la historia, después de tantas veces de haberla visto, no había disminuido ni un ápice, e incluso diría que se intensificó. Una película que se rodó cuando yo mismo no estaba ni en proyecto se me hace de una actualidad tan extraordinaria como la perennidad de los sentimientos amorosos. Aunque, por otra parte, poco veo yo de Romeo y Julieta que tanto se ha dicho y de la que parte la obra. El resultado final fue grandioso aunque se alejara de Shakespeare; hoy no necesita de ese vínculo clásico porque hoy ya lo es por sí mismo.
Menciono esta película además porque mañana me marcho a Puerto Rico. Es la tercera vez en un año en que voy a la isla y allí, como siempre, me quedaré casi un mes. Es el tiempo en que ya el extrañar a mis gatos se convierte en dolor. Allí reniegan de la imagen que se da a los puertorriqueños en esa película, o cuando menos suscita encontradas opiniones. Algunos dicen que no tienen nada que ver los puertorriqueños con los nuyorricans de la película. Pero hay de todo. Los puertorriqueños son amables, generosos y divertidos. No voy a entrar en la situación política de la isla, porque llevo un tiempo escribiendo sobre ello y pronto saldrá publicado. De cualquier manera, no tiene demasiado que ver la situación de los puertorriqueños de allá (Nueva York, y ahora Orlando) con los de acá (la llamada Isla del Encanto). Cada vez son más semejantes por la influencia de los medios de comunicación, pero hay diferencias. Cuando regrese las voy a hacer notar. No es el momento porque no quiero escribir ahora asuntos para mí poco gratos. Pueden leerse las novelas de Enrique A. Laguerre y Pedro Juan Soto para comenzar a entenderlo. O las crónicas y novelas de Esmeralda Santiago, cuya primera obra fue llevada al cine como Almost a Woman, con la hermosa Wanda de Jesús. Aunque las películas de Jacobo Morales no tratan el asunto del puertorriqueño de allá, también puede advertirse con un tino de la eficacia del director de Lo que le pasó a Santiago en la producción de Luis Molina Casanova titulada La guagua aérea, que se rodó en la Universidad del Sagrado Corazón sobre el homónimo y célebre relato-crónica y los cuentos de En cuerpo de camisa de Luis Rafael Sánchez.
Ahí voy de nuevo, aunque por Iberia, después de haber dejado la isla en febrero. El ordenador que tengo allá es algo rudimentario y muy lento. Podré leer pero escribir se me va a hacer difícil. Intentaré emitir en alguna señal. El día 7 de septiembre estaré de regreso para hablar de Puerto Rico. Como en cada viaje mío, me voy sin ganas, con unos deseos enormes de quedarme en mi casa y con mis gatos. Pero siempre regreso encantando, feliz. Cada vez me cansan más los viajes, pero tampoco me ata nada mejor aquí, a excepción de mis gatos. Pero ya contaré de mi nueva historia del lado oeste.
Hasta pronto.

La literatura y el compromiso

La posmodernidad, la infantilización de la sociedad y las emisiones de los medios de comunicación han conducido a la sociedad a la falta de compromiso. No sé si se puede decir que es el mismo mensaje que emitía la iglesia –y otras religiones- el que adoptan los imperios: podrás ser feliz en la otra vida (iglesia) o podrías ser feliz a través de otra vida sólo con un poco de suerte porque la mayor parte de nosotros vivimos en el mejor lugar posible (imperios). Por eso se entiende que se entiendan tan bien. Desde ahí, y el control mediático, sólo queda decir: o estamos de acuerdo con el lugar donde vivimos o es que somos tontos. Y yo de naco, nada. Y el determinismo: los africanos es que son de África y así tienen que vivir; los habitantes de los arrabales de México, Río, Calcuta o Los Ángeles viven así porque no hay de otra. Y después el racismo encubierto que ha asolado pueblos desde el siglo XIX, inicio de tantos genocidios a la luz de la razón y los renovados y eficaces conceptos de raza e imperio que alcanzan hasta hoy.
Los poderes nos convierten en deterministas para evitar las críticas y las movilizaciones. A ello contribuyen el olvido de la Historia (o su tergiversación) y la ignorancia en que se sume el que antaño se llamó el Primer Mundo. La última generación de escritores es una verdadera muestra de la indiferencia social que vive la sociedad. El escritor ya no es un intelectual.
No obstante, hay excepciones y cada día más comienzan a resurgir los compromisos e incluso los antes indiferentes han empezado a advertir, con su madurez, la necesidad de denunciar. No hay nada más caprichoso e injustificado que un escritor indiferente. Esto no significa que su obra haya de ser necesariamente social o política. Puede mostrarse en otros medios, en diferentes ámbitos, y el compromiso no ha de ser necesariamente político o social. El escritor ha de ser intelectual. Si no, qué es, para qué escribe. ¿Para producir placer? Para eso hay otras formas y otros lugares; no nos engañemos. Hoy en día es suficiente con que ayudemos a un joven a acercarse a la lectura; no queramos además creernos que siente placer. Tal vez para que se aproxime sea importante mostrarle que su texto se imbrica en el mundo. No se necesita (ni conviene, plis) reproducir Disneylandia en los libros, ni los recursos de lo light. No quiero citar a los escritores que abusan de esto, pues están en la mente de todos y en las bibliotecas de muchos.
Después de todo, visto como se ha iniciado el siglo XXI, parece que los escritores quieren volver a ser intelectuales. El siglo XX nacía con esa figura que se fraguó en el feliz XIX y que el nefasto XX ofreció escaparates como Auschwitz, Hiroshima, Vietnam, Argelia, Cuba, Tlatelolco, Tienanmen, Palestina, Ruanda… El etcétera sería el más largo de la historia, aunque las ansias imperiales y los tentáculos del mercado hayan aminorado sus efectos o porque otras noticias se han superpuesto a las constataciones de las tragedias. Queda el periodismo, que denuncia, aunque pronto olvida. Pero también queda la esperanza de reencontrar a los intelectuales, no a los que quieren ser escritores y ganar una pasta o mostrarse ante el mundo como el “yo he escrito un libro” (aunque éste no sea meritorio). En una sociedad en la que ya no nos podemos decir las verdades ni entre los amigos, en que la sinceridad es moneda en desuso, en que la verdad está demodé, en que las identidades se han disgregado, las utopías fenecido y las esperanzas se limitan a tener un trabajo y así podernos comprar lo que anuncian en la televisión, es necesario más que nunca el intelectual. No sé si dada la incomodidad que supone para muchas entidades la presencia del intelectual, el macartismo y otras muchas persecuciones en diversos países, en distintos momentos y de diferentes signos han provocado su casi total extinción.
De cualquier forma, llamo a quienes quedan (cuyos nombres tal vez un día cite) y reclamo a quienes no quieren salirse de las directrices que marca el mercado para que en una dirección u otra, desde la derecha o la izquierda, manifiesten sus quejas acerca del mundo. Así podrá mejorarse; tal vez no el suyo, pero sí el de mucha gente si somos muchas voces, y después él se sentirá a gusto. Si no, que se coma sus libros. Siempre nos queda Edward W. Said.
La palabra intelectual nació con la Modernidad hacia 1440. La Posmodernidad la ha liquidado. Tal vez se abra una nueva época en que haya que recuperar la palabra, con su significado, y proteger a aquéllos especimenes ya raros que hoy casi sólo descansan en los estantes de las bibliotecas bajo el marbete de “clásicos”.

Noa (y II)

El tiempo confirma que los encuentros son siempre mágicos y los desencuentros finales obedecen a designios demoníacos. Son los acontecimientos de fas y nefás, decían los latinos. Con todo, el amor responde a coincidencias de índole histérica que el hombre es incapaz de controlar. La mujer, como habitante situado entre la tierra y el cielo, sí es hábil en comprender las informaciones trasmitidas desde el azur. El hombre es incapaz, normalmente, de interceptar y comprender las analogías. Las mujeres, generalmente, son más sensibles e inteligentes, hermosas y animosas, aunque los hombres somos mejores en muchas cosas: la bolsa, el fútbol y el boxeo, por citar unos casos casi al azar. Noa lo era también en la bolsa y el boxeo, pero no la dejé que practicara mientras estuvimos juntos.
Nunca conocí mayor dulzura que la de Noa, ni locura que la de esta mujer que me enloqueció tan irreparablemente. Acostumbro cada día a pasear bajo su ventana, bajo la misma ventana sobre la que yo me alzaba veinte años atrás para dejarle a diario mensajes, flores o pastelitos de chocolate, que la encantaban, desde el tiempo en que se deprimió y una agorafobia espantosa la impidió salir de casa durante varios meses. Yo no entendía entonces muy bien aquello, pero lo soporté. Incluso soporté que el día que salió de casa tras meses de encierro fuera para no regresar. Ella no tenía dinero; yo guardaba algo de mis trabajos en el verano, y la pagué un alquiler en mi barrio, la compraba comida y la ayudaba en cuanto podía. Su familia me insultó. Yo ya me había acostumbrado a los insultos de Noa, así que no respondí a esas provocaciones de sus familiares porque yo amaba a Noa y la ayudaba por puro amor. La defendía frente a sus vecinas, que la acusaban de no preocuparse del estado de las cosas en la casa, y la defendía de ella misma, pues comenzó a entrar en una dejadez insoportable. Pero cierta mañana, decidió regresar a la casa de sus padres. Yo acepté. Yo quería ser tan abierto, comprender todo, aceptar todo, que incluso habría admitido que los burros volaran, pensaba entonces. Lo que ya no consentía eran sus constantes reprobaciones acerca de mis estudios, sus incitaciones a que abandonara mi carrera. Si algo podía competir con mi amor por ella era la literatura, porque en la literatura estaban Helena, Penélope, Dido, Laura, Beatrice, Isabel Freyre, Melibea, Julieta, Dulcinea, Carlota, Annabel Lee,… Eran demasiadas rivales contra Noa. Y la abandoné tras un largo calvario que continúa hasta hoy.
Casi cada día, doy un paseo junto a su casa y dependiendo de la hora del día su ventana está abierta o cerrada. Después de tantos años, sigue sola, encerrada en su castillo, como la princesa del poema de Rubén Darío, tal vez esperando al príncipe de Golconda o de China, o al rey de las islas de las rosas fragantes, o al soberano de los claros diamantes, o al dueño orgulloso de las perlas de Ormuz. Yo no era, como dice Darío, el feliz caballero que la adoraba sin verla y que llegaba de lejos a encenderle los labios con un beso de amor. Yo no le ofrecía esa felicidad que encontraba en sus ensoñaciones, en sus invenciones de historias amorosas y en sus recreaciones de admiradores exóticos, magrebíes y orientales. Yo le escribía cuentos que con frecuencia disfrutaba porque ella y yo éramos los protagonistas, como después lo hemos sido en todas mis novelas. Pero la desagradaba cuanto de real pudiera yo inconscientemente dejar caer en el relato.
Noa vivía entre el mundo y la fantasía y yo no pude ya soportarlo porque mi egoísmo, abierto sobre todo por las amistades que me veían sufrir con esa situación, venció al estado de irrealidad al que ella me animaba a trascender. Tal vez no la amaba como merecía, como ella necesitaba, quiero decir. Porque hay mujeres tan elevadas que requieren de un amor de tal orden que sobrepasa lo humano, o al menos lo que yo pudo ofrecer. No existen celos, pero sí la exigencia de que cada día hay que probar el amor arrojándose desde un puente. Yo me arrojé desde el puente en numerosas ocasiones, pero comenzó a hacérseme dolorosa la caída y pesarosa cada ascensión desde el fondo. Y al llegar arriba, ya no encontraba el beso que premiaba mi esfuerzo. Y sentí que para ella, mi función era permanecer abajo, en el fondo, y remedar cada día el drama de Sísifo.
Con Noa leía, escribía, nos acariciábamos. Lo demás era una pesadilla, pero tan hermosa. Hoy de nuevo pasaré bajo su ventana, que por la mañana habrá dejado abierta, y recordaré cuando hablábamos de libros, y de nuestros cuerpos, y de mi amor y de mi deseo, y de sus sueños. Y miraré a cada mujer pelirroja, graciosa y lejana con que me cruce por esas calles. Quizá un día salga de su castillo y podamos, al menos, reanudar esas conversaciones, sobre libros, o sobre el pasado, porque ya el futuro como que nos quedó muy lejos.

El mapa de Nueva York

Me he comprado un mapa de Nueva York enorme. Necesito no sólo localizar algunas calles de Manhattan, sino sobre todo del Bronx y Queens, aunque no me sobrarán State Island y Brooklyn. Me he pasado los últimos días sobre este enorme plano. De casi un metro de largo y casi dos de ancho. Casi parece aquel cuento de Borges en el que un rey mandó construir un mapa del tamaño del imperio y en él hubo de recoger cada río, cada montículo, cada objeto…, y también hubo de incluir el mapa… Pero no es así exactamente. Mi Nueva York es grande y recorro con lápices de colores sus calles, pero no es la realidad.
El próximo mayo coordino una mesa redonda en una importante Universidad neoyorquina con cuatro colegas (dos españoles y dos hispanoamericanos) y el tema que propuse era mirar cómo la ciudad de Nueva York se había convertido en la literatura en la capital del mundo, en la meca de las aspiraciones universales y en la síntesis del mestizaje cultural y social del siglo XX. El urbanita del siglo XX encontraba en esta ciudad a sus representantes más conspicuos. En las novelas, otras ciudades, y sobre todo París (salvo en las últimas de Electorat y Volpi), habían quedado desplazadas por la ciudad estadounidense. Es evidente por qué, pero sería interesante ver cómo. La mesa redonda y, lo olvidaba, una conferencia que he de impartir en noviembre, han de tratar de explicarlo. Es una lástima que no todas las ciudades que conozco cuenten con un paisaje literario tan rico, aunque he de reconocer que lo suficientemente poblado de personajes y sueños como para reflexionar sobre los efectos de la ciudad: Buenos Aires, Barcelona, Lima, México, San Juan, París… Las selvas de José Eustasio Rivera, Arturo Uslar Pietri, Horacio Quiroga, Luis Sepúlveda, Mayra Montero o últimamente Carlos Franz, se convertían en cemento y hormigón: la jungla de asfalto.
He recorrido las novelas sobre el South Bronx de Enrique A, Laguerre y Emilio Díaz Valcárcel, y los variados espacios de los cuentos que recopilaron Edmundo Paz Soldán y Alberto Fuguet, así como las aventuras bajo el Manhattan Bridge o en el Upper East Side que recrea Rodrigo Rey Rosa. Pero, de las muchas narraciones que tratan de los inmigrantes instalados en Nueva York, las novelas de Jorge Franco (Paraíso Travel) y Roberto Quesada (Big Banana) son las mejores. Para la primera he utilizado un lapicero azul; para la segunda, rojo. Las andanzas de Marlon en busca de Reina en torno al mandala contemporáneo (me parece) resultan asombrosos en la novela de Jorge Franco: es la transposición actual del mito tradicional, con viaje, búsqueda, monstruo y princesa a rescatar. Todo ello diseñado magistralmente sobre Queens. Después los personajes claudican y degeneran: marchan a Miami, donde concluye una estructura conmovedora. En cambio, Eduardo, en la novela de Roberto Quesada, debe pronto abandonar también Queens para marchar al South Bronx: la economía personal no marcha como se pensaba antes del viaje desde Honduras. No obstante, el punto de Valentine St. se halla próximo a Manhattan, la auténtica meca del inmigrante.
Si uno se sitúa sobre el enorme mapa, parece pasear por esas calles, entrar en un restaurante en el Village, cruzar una y otra vez el East River (¿hoy cruzamos sobre el puente o por el túnel?), para divisar el South Bronx protegido, escrutar los estantes de la librería Macondo cerca de la Octava Avenida, o, desde Grand Concourse, llegar al Poe Park y ver, claro está, la casa donde vivió el creador de El escarabajo de oro y quien imaginó en un reino junto al mar a la hermosa Anabel Lee, tal vez en ese mismo espacio, una noche pensando en su amada Virginia. El color azul no se cruza con el rojo. Tampoco con los otros colores. Las calles y sus personajes: qué sensibles y bellas son las mujeres que recorren esas calles: Reina, Milagros, Mirian, Andrea, Maribel… Ellas caminan con otro garbo: si se mira con atención, mi lápiz de color se muestra trémulo cuando detalla los pasos de estas mujeres.
El mapa de Nueva York parece Nueva York y se va poblando de personajes, encuentros y peleas, enamoramientos y rupturas, esperanzas y decepciones. Nueva York está en mi mesa y lo contemplo como a vista de pájaro y voy de un barrio al otro a velocidad de vértigo. Y también a mi mapa, Laguerre, Díaz Valcárcel, Puig, Benedetti, Arenas, Santiago, Yehya, Santos Febres, Paternostro, Rey Rosa, Franco, Quesada, y tantos más, lo dan vida, y muy cargada de ilusiones de diferentes colores.

Si el clima cambia...

Con el cambio climático, no puedo salir de casa. El calor es tan agobiante que el aire acondicionado de casa me obliga a permanecer encerrado. Sé que después me voy a acostumbrar a esta temperatura y me será más difícil salir, pero ni modo. Por otra parte, ahora estoy pensando que para qué salir. El día 15 de agosto me tengo que ir a Puerto Rico, pero hasta entonces no tengo nada importante que hacer fuera. He entregado ayer mi penúltimo libro al editor, y ahora corrijo otro que espero terminar mañana. Puede parecer extraño, pero yo siempre leo dos novelas, escribo dos libros, tengo dos gatos, dos amigas, dos bancos, dos ordenadores, etc. El caso es que mañana envío a la editorial este otro libro y he de continuar con la documentación sobre el próximo. Y para eso tengo mi biblioteca.
O sea, que, aunque me quejaba del cambio climático, la verdad es que puedo quedarme en casa. Si bebiera, podría emborracharme aquí; para qué salir a un bar. Si no fuera como soy, podría poner una de las televisiones (tengo también dos) y dejarme caer en el sofá durante horas. Si fuera el verano pasado, habría puesto Televisión Española o Antena 3, donde decían que España iba bien, que era el Paraíso y que en la Creación Dios puso a nuestro país en el centro del mundo. El país de Ánsar, claro. De Aznar, quiero decir. Y la felicidad sería superior. Así lo creería yo, si estuviera horas frente a la televisión. Pero ahora me he de conformar con enchufarme a cualquier televisión, aunque no sean las que antes mencioné; la que sea. ¿Sufriría una mutación? Sé que hay mutantes en la ciudad; incluso conozco a alguno en mi familia, pero yo ¿soy proclive también a ese cambio si me expongo durante horas a la televisión? Quién sabe.
He pasado unas horas y no he notado el cambio. El espejo me devuelve la misma imagen que ya conocía.
Hay quienes dicen que el cambio climático es malo. Otros dicen que no y tratan de cambiar el que teníamos. Tal vez no les gustaba. Y se ponen a crear CO2 en sus industrias y no se bajan de su coche si no es para encender la televisión. Dicen que el humo es para comunicarse con Dios. Y dicen que el diablo es verde y reside en Kioto. Y si yo leo El Mundo veo que José Luis Rodríguez Zapatero es la última reencarnación del diablo, que antes se reencarnó en un andaluz llamado Felipe González, que no son verdes sino rojos, porque también el rojo es el color del diablo. También el diablo está en Irak, dicen algunos periódicos. Y que hay que perseguirlo porque es como una serpiente, que se escabulle por cualquier lugar. Antes estuvo en la República Dominicana, en Guatemala, en Japón, en Rusia, en Palestina, en Congo, en Nicaragua, en Cuba (ahí quedan a montones)… Hay quien dice que incluso en Francia están últimamente instalándose algunos diablos peligrosos.
Si hay cambio climático, debe de ser por tanto infierno que queda por ahí. Hay que talar los bosques de Alaska, de Brasil, dejarlo como Europa, como Haití, como Babilonia. Bajo los árboles se esconden los demonios verdes. Si el clima cambia, es porque Dios quiere otro mundo. Y si hay gente que se muere de cáncer de piel es porque algo han hecho. Y los más de seis mil muertos por la ola de calor del año pasado en España se debieron a algo… extraño. Si no, ¿por qué sobrevivieron casi cuarenta millones de españoles? Hay que pensar en ello. Tal vez el ABC lo diga, o, mejor, La razón, que es un periódico especializado en expedientes X y en extraterrestres, misterios sin resolver y casos de esoterismo patológico.
Si el clima cambia, es porque debe cambiar. En casa hace bueno. Y si la gente sale a la calle, pues se lo buscan. La calle es para los coches, para los vagabundos, para los indocumentados. El hombre ha hecho las casas, y las casas con televisión, después de mucho indagar e inventar y mucho progreso. Hay que ser moderno.
Si está cambiando el clima es porque se aproxima el Día…
Uy, qué calor, pues sí me quedé dormido viendo la televisión, con este calor horroroso. Había soñado que sufría una mutación, que leía El Mundo y que Ánsar, digo Aznar, gobernaba España y explicaba que el clima no está cambiando, sino que es verano, y que en verano hace un calor de muerte.
Qué pesadilla. Me voy a la cama un rato, a ver si sueño que el planeta respeta Kioto y que en verano se puede salir a la calle a pasear, a charlar con la gente, y sentarse en una terraza a tomar una cerveza mientras leo un libro. Y si el clima cambia…

Si hoy es 20 de julio de 2004

Si hoy es 20 de julio de 2004, hace 2 años y 20 días que murió mi amigo Mariano. Si hoy es 20 de julio de 2004, es que hoy ha muerto mi amigo Felipe. Me acaban de llamar para decírmelo. A Mariano he dedicado mi último libro y todo el mundo sabe mi opinión: era el mejor de nosotros. De Felipe diré que era una buena persona y que le costó ser negro en un país de blancos. Ahora la ciudad se ha convertido en una amalgama multicolor de individuos que caminamos hacia el mañana. Pero hace años Felipe era el único mulato de la ciudad. Por las noches, las chicas se volvían locas por sus huesos, con su tupé rockabilly esculpido en sus rizos crespos y su chaqué de colores blanco y rojo. Y los matones envidiosos y racistas de la zona por la que él se movía por las noches le insultaban: negro de mierda era lo menos que escuchaba cuando se quedaba solo con alguna pollita, como él llamaba a su chica del momento. Una noche de sábado de 1990 no pudo más; le insultaron a él y a su chica. Se lanzaron varios sobre él, y para defenderse sacó una navaja que clavó en la barriga de uno de los agresores. A Felipe le encarcelaron.
Por entonces, su mejor amigo, Fernando, “El Escoria”, se había puesto al tren en una vía de las proximidades de Barcelona. Todos apreciábamos al Escoria, pero se empeñaba a vivir en el filo de un cuchillo y marchó a Barcelona. Desde allí llegaban escasas noticias hasta su muerte. Después, el encarcelamiento de Felipe distrajo nuestra atención hacia otra injusticia. Mientras él estaba en la cárcel, yo había ido a vivir a Escocia. También Germán y Fredy se habían marchado a la Legión, pero pronto regresarían prófugos, como lo era el mismo Fernando, ahora que recuerdo, y fue por eso que huyó a Barcelona a servir cubalibres en una playa de Sitges. Entonces, desde Escocia, le envié a Felipe una carta a la cárcel. Había esperado demasiado, porque desde aquellas tierras era una tarea diaria dedicar horas a remitir cartas a tantos amigos a los que extrañaba y siempre postergaba la carta a Felipe: no sabía qué decirle que pudiera animarle. A las pocas semanas de haberla enviado, me fue devuelta con una nota inscrita en el sobre: Libertad. Me alegré.
Cada vez que me mudo de casa y me distraigo con la caja de cartas viejas, entre todas sobresale la de Felipe devuelta y la única cerrada. Permanece aún cerrada. Siempre pienso en lo que pude haber escrito hace casi quince años a un amigo encarcelado desde las frías tierras escocesas. Nunca la abrí porque esperaba verle un día para entregársela, pero últimamente no le veía mucho y yo siempre andaba con prisa cuando me lo encontraba. Un día le pedí que me grabara un disco de Sha-Na-Na y así lo hizo. Ni siquiera le mencioné que le escribí a la cárcel, aunque supo de mi interés y de mi alegría por su excarcelación. Sé que me admiraba y yo le admiraba también a él; cada uno por diferentes, muy diferentes razones. Tampoco quise agobiarle con las experiencias de recluso. Imaginé que desearía olvidar.
Hace 20 minutos me acaban de decir que Felipe, mi amigo negro, ha muerto de una neumonía. Su vida se había desarrollado con una extraordinaria lentitud, pero por el borde más temerario.
Esta noche hay fiesta en el cielo. Me imagino a Mariano poniendo cañas y a Fernando y a Felipe con sus botas de punta y tacón y sus vaqueros arremangados dispuestos a marcarse un bailoteo rockabilly con sus lentes cat-eye. Crazy kids, pero qué alegres. Esta noche hay en el cielo cañas a tutiplén y música de Dinamita Pa Los Pollos y de Loquillo. El cielo se va a cerrar muy tarde hoy y va a haber muchas risas. Y qué sorpresa la de Fernando, pero sobre todo la de Mariano cuando vea que entra Felipe sediento pidiendo cerveza para calmar una sed de tantos días en el hospital, del que por fin, tío, he logrado salir, porque me recordaba a los días de la cárcel, dirá mientras Mariano le sirve la caña y Fernando prepara una música de Buddy Holly.

Ningún lugar sagrado

Había insistido a mi librero hacía semanas para que me encontrara el libro de cuentos de Rodrigo Rey Rosa, un colega guatemalteco autor de varias novelas y de esos relatos que había escrito tras su experiencia en Nueva York y posiblemente en su estadía en Marruecos junto a Paul Bowles. El título ya era muy sugerente: Ningún lugar sagrado, un librito de 1997 donde tal vez se oirían ecos del salvadoreño Horacio Castellanos Moya y de Paul Bowles, su traductor a la lengua de George W. Bush. Rey Rosa abandonó Guatemala huyendo de la masacre perpetrada por el gobierno a instancias de los vecinos de penúltimo piso más arriba del territorio americano. Así lo denunció el cuento que titulaba el volumen en un estilo prodigioso de sencillez y de ingenio. Y Nueva York le empujó a Marruecos, donde ha creado algunas aventuras fascinantes en escenario norteafricano. Pinta Nueva York como el territorio de la desilusión, de la miseria y de la insolidaridad. Un centroamericano no puede entender esa forma de vida y ante personajes como el chef, como el ucraniano enloquecido por los libros esotéricos, como los poetas cuyos versos explican los elementos que intervienen en la composición de una bomba y como los carceleros de las prisiones privadas de la ciudad que se enriquecen a costa del delito de los marginados, el primer paso es el psicoanálisis y el segundo, la huida.
La expresión "Ningún lugar sagrado" indica el nuevo objeto idolatrado por la psiquiatra: el sexo del guatemalteco-escritor-paranoico que escribe su aventura. ¿Es real esa ilusión? Estamos de nuevo ante el poder extremo del escritor: la invención de una nueva realidad en la que su narrataria se convierte en su pareja de juegos amatorios. ¿O ese lugar sagrado es el Nueva York de los rascacielos visto con los ojos ilusionados del exiliado guatemalteco?
No nos queda ya ningún lugar sagrado a los ciudadanos del siglo XXI. La patria puede ser cruel y la utopía acaba no respondiendo a las expectativas. En el mundo globalizado no se extiende el sueño sino la pesadilla. Tan sólo quedan los espacios que constatan su misma asacralidad: libros como los de Rey Rosa, sencillos, sensibles, sensatos, tranquilos, valientes, breves. Ningún lugar sagrado es uno de los pocos lugares sagrados que nos convencen de la desolación del hombre que ha perdido sus paraísos en la tierra.
Siempre, al menos, queda el arte.

Descanso

En estos días de verano, los escritores nos encontramos siempre liados en esto de dar cursos y explicar lo que nos gusta o no y en desvelar si cuando éramos niños ya nos sentíamos escritores. Y no me gusta hablar de mí en una mesa. Me gusta hablar en privado a alguien, al oído. Y mejor en un sofá. Pero ya digo que no tras una mesa y ante un micrófono. Tampoco lo he hecho mucho. No soy Pérez Reverte. No se me reclama tanto, pero en esos escasos momentos no me resulta agradable. Sin embargo, siento que me debo a. No sé si dije que cuando regresé de México, donde fui lo feliz que se puede ser en la Ciudad de México, pensé regresar a mi oficio de profesor. Cada vez lo extraño más: los alumnos (y alumnas, lo reconozco: había una o dos dulces y atentas, en cada curso), las clases, las conferencias acerca de otros escritores (y no de mí) y la lectura más tranquila de los colegas (casi siempre mejores; en el peor de los casos, tan malos como yo), con frecuencia muy lejanos, que me hacen crecer cada día como escritor y como hombre.
El verano debía ser el tiempo de descanso para eso, para pasear y observar a la gente, pero para mí cada vez lo es menos y se está convirtiendo en una época de tensión y encuentros no siempre gratos. Cuando uno se enfrenta a la necesidad de un cambio (así me ocurrió hace años, pero en sentido inverso) la inquietud se añade a la incertidumbre ante el futuro.
¿Por qué no puedes compartir ambas ocupaciones?, he creído entender a uno de mis gatos. Sí, también lo he pensado. Pero ahora, lo único claro es que el mes próximo marcho a Puerto Rico. Eso siempre me oxigena, me aporta unas sensaciones que no encuentro aquí, y me da tiempo para pensar. Pensar no significa decidir, así que tal vez finalmente tire un cara y cruz y veremos o haré caso a mis gatos. La verdad es que me quedan pocas fuerzas para crear historias que no son ciertas y ninguna gana. Si escribiera lo que me apetece me expulsarían de todas partes y se me declararía persona non grata en mi país y en alguno de sus aliados. Regresaría a la autocensura. Y hablaría de nuevo de María, y de mí. Y no quiero. Prefiero hablar de otros, siempre más grandes y de vidas intensas.
Para hablar de mí ya tengo este espacio. Además, como se cantaba en mi época más juvenil, son "malos tiempos para la lírica". Hoy la literatura se encuentra secuestrada por el mercado: hay escritores a quienes no les importa escribir libros con el único fin de vender. Algo bien fácil, como en Hollywood: repetir un mismo esquema con un estilo pobre pero claro. Y a quienes no nos hemos entregado a esos dictámenes del mercado, no nos queda más que un sinsabor agrio. Esa tesitura de la que hablo la liquidaba Julio Cortázar en Rayuela: "Con lo cual todo el mundo sale contento, y a los que protesten que los agarre el beriberi.»" Bueno, pues el beriberi de mi incertidumbre o, en otros casos, de la incomprensión. Los besseleristas, a crear el contento social (todo el mundo sabe que todo el mundo es feliz).
He de pensar y decidirme por seguir uno de los dos caminos. O las conversaciones con mis gatos o el aire de Puerto Rico me han de aportar la respuesta.

No era ella

Desde el viernes trato de convencerme de que no era ella. Recorrí de nuevo las mismas calles, fisgué en el cíber donde la última vez pensé que podría haber entrado, y miré con cuidado a los balcones de ambos lados de la calle, con la esperanza de hallarla tomando el fresco de la tarde. Si me hubiera vuelto loco diría que podía estar en el balcón esperando que yo apareciera y colmara sus sueños. Pero no es así y la realidad sigue siendo gris. Y la esperanza de verla se difuminó cuando vi que la enferma que ella había visitado en el hospital en la habitación 1019 ya no estaba. Podría haber preguntado: ¿Cómo se llama? ¿Quién era la enferma de 1019? Y obtendría una pista para buscar a Ana (he pensado que es mejor ponerle un nombre de una vez por todas: para lo que la queda en esta historia…). Con esa desazón recorrí, como dije, las calles, y no la encontré. Miré en el escaparate de la librería médica y ya no quedaban más libros de pediatría. ¿Los habría comprado todos en estos días? Me había ilusionado con sus estudios de pediatría; a fin de cuentas yo sigo siendo un niño.
Pero yo tenía que sobrevivir. Me dije que si no había indagado más a fondo era por falta de valor o de porque no tenía la necesidad imperiosa de acercarme a ella. Prefería la segunda opción. Aunque pensándolo bien tal vez se deba a que no tenía tiempo de tanta búsqueda ni paciencia para aguardar en la terraza del bar de esa calle durante horas hasta que la viera a aparecer con su melena parda y sus pantalones vaqueros. Conjeturé, por tanto, que no era ella, pues yo no tenía ya la absoluta necesidad de ella, de Ana, hemos quedado que se llama. Así me quedé tranquilo.
En pocos días recobraré la razón. Siempre me pasa. Ahora seguiré buscando.

Los expolíticos

Al reflexionar ayer con una amiga acerca de lo conocido hace unas horas acerca de Moscú, me burlé del uso que de los fondos públicos habían hecho unos hasta anoche unos políticos del gobierno mallorquín. Hoy he de rectificar. Las facturas de los delegados mallorquines al prostíbulo (“puticlub”, dice con elegancia la radio) moscovita en pago a un suculento caviar a degustar sobre el vientre de unas hermosas hetairas rusas y beber tequila (¿no vodka?) en los ombligos de las susodichas no han de ser censuradas. Y es que ese ambiente prostibular debe ser interesante; hay mucha gente que lo frecuenta en las versiones española, francesa y veo que hasta rusa. Pero en estos delegados que promocionaban el turismo (el mejor lugar para eso debe de ser Moscú) no era por nada que un católico pudiera considerar pecaminoso ni que un ortodoxo de los deberes públicos pudiera calificar de abuso de poder y dilapidación de fondos presupuestarios. No. Las facturas pueden verse y leerse en ruso (no hay versión cristiana aún) en:
http://www.cadenaser.com/static/especiales/documentos/rasputin/rasputin.html
Quiero aclarar que el lugar se llamaba "Rasputín" no por un juego de palabras con lo de putín, ni porque ahí gobierne Putin. Es "Rasputín" sin más, como la canción de Boney M.
Y decía que las facturas y todo el asunto se debió sólo, según el delegado que se ha elevado en portavoz, a “un error”. No ha explicado cuál fue el error: ¿ir a Moscú?, ¿entrar en el prostíbulo?, ¿si contratar a las jóvenes (si eran rusas debían ser bellísimas)?, ¿pedir tequila en vez de vodka?, ¿dejar que se cayera el caviar en el vientre de las muchachas?, ¿pedir unos vasitos para beber el destilado en vez de tener (¡pobres!) que utilizar un ombligo que ofrecieron las amables muchachas (tampoco la economía rusa está como para que a esos locales les sobren los vasos)?, ¿el dejar las facturas entre los gastos de representación, reconocerlo en público mientras sus esposas escuchaban la radio? ¿dejar fuera del local al Presidente con su gurdaespaldas? Sí, hubo un error, pero no sabemos cuál de éstos pudo ser.
Ay, Moscú. Mi sueño es conocer Moscú. Ardo en deseos de conocer Moscú (y no es por este nuevo horizonte que me han abierto estas noticias; lo juro por Snoopy). Mis libros aún no se han traducido al ruso y no ha surgido la oportunidad de visitar esa ciudad mágica. En cierta manera, imagino que alguien llega allí de nuevo y, claro, comete un error. Y de político viajero por el mundo se convierte en expolítico. No sé si me conviene viajar o mantenerlo como mi utopía particular: un Moscú repleto de hermosas rusas como en las narraciones de Garin, romances a lo Pasternak, pobres a lo Chejov, héroes inolvidables como en Lermontov, y las conciencias atormentadas de Dostoievski. Y un lugar donde se fraguaron sueños que poco a poco se convirtieron en una pesadilla de la que aún queda algo de tiempo para verdaderamente acabar de despertar.

Los políticos

Hoy me entrevisté con un político de muy elevada categoría de mi país. No sé si en otros países son como los de ciertas partes del mío. Pero el caso es que aun siendo el que comento uno de los más obviamente preparados –nada que ver con ese presidente célebre y en activo del que trata Michael Moore al principio de su libro Estúpidos hombres blancos- me dejó la impresión de hallarme ante un administrador limitado en asuntos culturales. En la conversación surgieron algunos nombres: deben de ser los equivalentes a este nivel de los thin tanks del neoliberalismo. Al oír esos nombres, me dije: ¿dónde está nuestra cultura? ¿en qué manos ha caído nuestro dinero? Siempre pensé que el anterior gobierno de mi país –bendito sea el día en que los echamos- había sucumbido por causa de los thin tanks particulares del neoliberalismo ibérico. Así como aquí en Castilla y León aconsejan en cuestiones de cultura asuntos escasamente interesantes y gastan millones de euros en asuntos poco atractivos y nada cultivadores, el gobierno estatal de entonces pedía consejo a lo peorcito y derechoide de las Universidades: de ahí que se equivocaran con el alejamiento del Prestige; que tuvieran esa visión tipo Huntington acerca de Irak y el Islam; que construyeran el tren de alta velocidad sorteando esas simas profundas, que ya aparecían en el Quijote –no son nuevas invenciones de los geólogos-; que fueran error tras error hasta la derrota final.
Hoy me han convencido que los populares que aún quedan vivitos prosiguen pertinaces en sus limitaciones de licenciados en derecho que además nunca ejercieron. Así marcha nuestra cultura, como antaño, una, grande y libre.

© El vendedor de historias (y II: el nombre [b2-2] Vicente Huidobro)

La crítica y el público se hicieron bolas con mi nombre. Debí haberle puesto José Luis, como antes me gustaba nombrar a los protagonistas de las historias cuando aún no publicaba. Todos me decían que todo era real, que lo había vivido. Algunos me censuraron incluso la facilidad de una escritura que era una representación excesivamente fiel de la realidad: cosa fácil, vamos. Varios que me conocen en la ciudad me llamaban para que les explicara dónde estaban las ruinas de las que hablaba en la novela, donde se encuentra la fíbula, y me preguntaban por las fechas de las migraciones y de las inundaciones de que hablaba. Alguno buscó en El Norte de Castilla para indagar sobre el crimen de la cruz, y buscaron en internet el caso del obelisco escocés. Sí, provocó una serie de problemas. Pero en el fondo a mí me agradó el resultado: nombrar con mi nombre al protagonista, aunque éste no tenía nada que ver conmigo, aunque sí mucho de lo que me hubiera gustado ser. Entonces además eran los momentos en que yo iba abandonando la insatisfacción para instalarme definitivamente en la infelicidad. Necesitaba que otro viviera lo que yo no podía vivir y despojarle de los atributos de los que yo me sentía incapaz de desprenderme.
Con otro nombre me quería crear a mí mismo. No buscaba la confusión en los lectores y en el público. Buscaba la confusión en mí mismo: así podía ser otro durante el tiempo que duró su escritura. Además, para algunos, voy a ser otro sempiternamente. Eso era y es lo hermoso.
La realidad auténtica quedaba vencida por la creación de una nueva realidad. ¿No era eso lo que postulaba Vicente Huidobro? Me había convertido en un poscreacionista. Aunque, en puridad, todos los escritores somos pre o poscreacionstas. Sea como fuere, una nueva realidad se abría ante mis ojos, extensa y rica, para poder caminar a diario e instalarme a habitarla, con sus calles y personajes, que ya eran parte de mi mundo nuevo dispuesto ante mí para ser descubierto.

© El vendedor de historias (y II: el nombre [b2-1] Petra)

Yo mismo he fantaseado con otros nombres. José Luis me gustaba para firmar algún cuento o alguna novela que me parecía inferior. Luego no ha ocurrido así, y no porque no haya escrito cosas menores, sino porque no es tan fácil legalmente cobrar los royalties de los derechos, cuando ya resulta muy complicado obtenerlos cuando uno ostenta el nombre de siempre y legal.
Todo este asunto lo he llevado al del nombre porque desde hace unas semanas me han surgido varios inconvenientes con mi nombre. Una amiga me preguntó el 15 de abril, cuando apenas empezamos a conocernos, lo siguiente: “¿Será que Juan_Ficción se llama igual a Juan_NoFicción tanta confusión?” Y añadía: “Gran cosa el nombre, aquello que te nombra y que puede nombrar a otros, que nombrados, igual que uno, son innombrables. (je, perdona, me fui por el desvío). Saludos. P.” Espero que me permita citar sus palabras, pues ya eran entonces públicas en mi weblog. No se fue por el desvío, sino muy al contrario. Las reflexiones de estos tres últimos días vienen a relación con esto. A ello se añaden otras consideraciones de Even y de Tristán, también. Pero eso de “Gran cosa el nombre, aquello que te nombra” me ha dejado sin dormir estas noches. Creo que su comentario venía motivado por mis palabras, cuando mencionaba que en mi última novela el protagonista se llamaba Juan Vergescott. Entonces yo dejaba entre paréntesis: “(ya explicaré por qué le presté mi nombre y lo que esto produjo en crítica y público)”.

© El vendedor de historias (y II: el nombre [b1] Pablo Neruda)

Creo que lo que quería decir era que el nombre importa poco. Esta idea ya la explicó Borges en el primer relato de Ficciones: en Tlön “es todo poderosa la idea de un sujeto único”, dice. Afirmaciones semejantes aparecen en los cuentos subsiguientes y en sus numerosos herederos. Esto demuestra un cierto consenso. Entonces, ¿qué importa el nombre? Todos, a fin de cuentas, aun con nuestro prurito de originalidad no dejamos de ser plagiarios de la tradición que nos vamos conformando. Así sucede en mis novelas. Entonces, ¿por qué el nombre? Desde luego que hay quienes consideran el nombre como la firma bajo la que se depositan los royalties de derechos de autor, y hay algunos que para protegerlos recurren a las manos (yo sé de uno, muyyyy famoso, aunque genial, que dicen que llegó a este caso). No lo digo porque le encantan los pleitos y romper con sus amistades.
Yo no soy así. Estoy un poco en el medio. Ofrezco historias y las vendo. Otros venden componentes industriales, tornillos y otras piezas en las ferreterías, colores para llenar la paleta de un pintor. Yo vendo temas o, mejor, asuntos a desarrollar, como ya dije. ¿Por qué? Porque considero que la autoría es una propiedad pero transportable y vendible (ni modo: estamos en el mercado y nos hemos dejado vencer por su tiranía). Todo comenzó con Rubén Darío en Chile: el antiburgués se vende a la burguesía que compra sus productos y así come, o bebe, mejor dicho. Y así seguimos. Él mismo, por cierto, o Neruda, además, se transformaron en el escritor al adoptar otros nombres. El autor es el “otro”, diferente de la persona, entonces.

© El vendedor de historias (y II: el nombre [a] Roberto Bolaño)

Con la propuesta para la venta de historias (por correo interno, por favor) me han surgido una serie de reflexiones, o de aclaraciones que creo he de hacer. Ya dije que no quiero dar nombres de otros colegas a los que he ayudado prestándoles alguna historia. Ni siquiera a quienes no me mencionan en la larga lista de dedicatorias de la novela. Pero repito que comprendo la angustia de los contratos: unos no los cumplen (el caso de Luis Sepúlveda), y hacen bien, y otros de una honradez sobresaliente y sobrehumana tratan de cumplirlos y desempolvan manuscritos como el que se hallaba en el fondo del cajón de Roberto Bolaño, que un día sacó a la luz Amberes. El más grande escritor en nuestra lengua desde hace bastantes décadas mostraba que incluso en lo pequeño y autodesechable se podía ser grande; de acuerdo que no más elevado que uno mismo en otros instantes de genio, pero sí tan enorme como sus vecinos de profesión. Y es que Bolaño era un mundo aparte, y tan apartado de lo literario que se convertía en el escritor más sinceramente humano de las décadas pasadas. Pero Bolaño pasó y el destino nos burló la Escritura. Ahora nos hemos de conformar con escritores o con leer por tercera vez Los detectives salvajes, y convocar manifestaciones frente al Ministerio de Cultura para que se reediten los primeros libros de Bolaño.
Pero no quería hablar de El Nombre, sino de mi nombre.

© El vendedor de historias (I)

El tiempo y la fama acaban por sepultar a la persona y yo desde hace tiempo no quiero que eso acabe por ocurrirme a mí. Hoy es un día importante en mi vida porque cumplo una edad que debería empezar a respetar. Hace cinco años lo fui preparando todo y dejé de fumar, de beber y de tomar café, y me convertí en un ser aburrido. Se terminó una adolescencia que anhelaba sempiterna, aunque lo cierto es que quedan rémoras y aún disfruto de esa edad a ratos. No sé si el golpe de calendario de hoy constituirá el definitivo para mi cambio. Y perdón por la digresión, pues a lo que quería ir era a que también mis crecientes quehaceres y mi tiempo limitado, además de una energía cada vez menos fornida, me empujan a tomar esta decisión, Y por qué no, tal vez también mi amor a la cultura y en especial a las letras.
Esto me recuerda a mis tiempos de profesor universitario (un día he de tratar de esos años), porque también entonces sugería temas a analizar, escritores a los que investigar, pues, entre otras razones, además de mi vocación docente, estaba mi falta de tiempo para afrontar con garantías tantas ideas. Por eso hoy también quiero –y perdóneseme la aparente pedantería de todo esto, pues lo digo con gran humildad- lanzar una invitación que explicaré.
A mí, a diario, cuando paseo sólo por las calles de mi ciudad, cuando me ducho, o cuando me acuesto y la radio no me distrae, o el libro o el cómic que leo no me atrapan, creo mis historias. Esto me ha sucedido desde niño, pero recientemente, en estos años últimos, las ideas son –si se me permite- más originales e incluso, diría, más divertidas. Hay un problema: no tengo tiempo. A veces, tampoco ganas, o ánimos; y mi desastre personal impide que me detenga a anotar las ideas que me embargan y nacen. Las de la ducha sí que son lamentables, pues corren con el agua junto a mis pies y caen por el desagüe.
Hoy, entonces, en vez de recibir regalos –no los espero; ya he aprendido a no esperarlos-, voy a mostrarme generoso y soy yo quien va a ofrecer un regalo extraordinario a nuestra sociedad. Espero que comience a divulgarse. Pues digo que como sé de los problemas de muchos escritores por reunir ideas interesantes que puedan desarrollar en sus novelas, ofrezco las muchas que me surgen a diario por un módico precio. Dependerá este precio de la calidad de la historia, de la posibilidad de expansión de la misma y de su extensión. Sé lo exigentes que son ahora los contratos y lo difíciles que son de cumplir. Cuando se exige una novela al año, muy pocos pueden satisfacer esa estipulación y algunas carreras se derrumban por la presión o por una obra rápida y fallida, e incluso, más generalmente, por una historia pésima que nació caduca.
No es necesario que diga que todo se realizará en el más estricto anonimato. En alguna ocasión ya he ayudado a algunos grandes amigos escritores, conocidos por el gran público, pero nunca se sabrán sus nombres. Yo cobro (como lo hago, aunque algo más, por mis novelas) y la historia ya no es mía. Es una lástima que historias tan lindas y prometedoras queden desparramadas por el éter o colgadas de alguna neurona mía si no tengo tiempo de desarrollarla. Con esta ocurrencia, eso no sucederá. El escritor que solicite una idea mía ha de decirme el tema o el tipo de personajes que más trabaja (algunos se adecuan mejor a mis posibilidades), le doy un presupuesto aproximado, y si acepta me da un tiempo breve y en unos días tienen una historia original en un párrafo. El pago ha de realizarse a la cuenta que le dé antes de mi envío por correo electrónico de mi esbozo de historia.
Creo que todos y especialmente la literatura nos beneficiaremos de esto.

Ella (bis)2

Hoy he recorrido el sentido inverso al que caminamos cuando la conocí a ella la semana pasada. No la he encontrado. Comienza a dolerme la cabeza por el esfuerzo de recordarla, por conseguir que su imagen no se me pierda y se diluya entre mis memorias recientes y las que voy incorporando a diario. En el camino, descubrí que el cíber que habían abierto donde la perdí era más profundo y oscuro de lo que creí el otro día. Tal vez se quedara allí y no conseguí verla. Después, fui al hospital a ver a mi amiga, que se encuentra mejor. En un momento, miré en la habitación de enfrente, a la que ella entró la semana anterior. Era la 1019 y estaba la misma señora que la otra vez. Pero ella no estaba. Lo supuse, pues era algo más tarde. Cuando bajaba las escaleras, pensaba si 1019 significaba algo. Pensé que en el año 1019 algún trovador provenzal componía piezas al desdén de una dama.
Cuando salí, el calor me provocó a tomar una cerveza sin alcohol. Marché a un bar que conocía, cerca de casa, donde sirve una mujer hermosa que sí se llama Ana. Ya me gusta menos. Pero de cualquier forma no estaba. Mientras me tomaba la cerveza seguí intentando con fuerza no olvidarla a ella.

Spiderman (y II)

Entonces comencé a devorar los comics de Spiderman, porque sentía que en el fondo Peter Parker se enfrentaba a problemas similares a los míos, y, como yo, de vez en cuando fantaseaba creyendo ser un héroe: él soñaba que era un hombre araña que trepaba los rascacielos de Nueva York y que vencía al Mal que a diario surgía de las cloacas de la ciudad. Le picó un día una araña, y del susto se desmayó. Hasta tal grado fue el pánico, hasta tal punto le afectó, que se despertó imaginando que era una araña de aspecto humano. Con todo, Peter era un incomprendido y la sociedad repudiaba el sueño del joven estudiante debilucho: la prensa, los políticos, el director de su periódico –su peor censor: J. J. Jameson-, su tía May, y sus amigas –especialmente Gwen y Mary Jane-, odiaban su sueño; aborrecían a Spiderman. Parecía un Quijote nacido en Queens, y yo soñaba con ser un Quijote de La Rondilla. Con algún invento, o tal vez una ayuda divina, anhelaba liquidar a las bandas del barrio, vengarme de algún mayor que me molestaba con frecuencia en la calle y saber sobrellevar la vida, que se ponía entonces muy cuesta arriba. En aquellos años, además, estaban las chicas. Entre otras, Betty, Gwen, Mary Jane: Peter Parker era tan eficaz como yo en eso de dilapidar relaciones. Pero el tiempo pasaba. Él se quedó con Mary Jane –qué envidia-, y no lo supe hasta muchos años después.
En 1978 unos estudios de Hollywood se empeñaron en destruir a nuestro héroe; lo vistió de un pijama azul y rojo y lo puso a dar saltos como un saltimbanqui. Dejé de leer al héroe, a Peter Parker, aunque años después regresé al amigo problemático. Lo mismo me ocurrió después con el intento del 2002, donde Mary Jane era un rostro raro que trataba de complementar a un Parker lánguido. Spiderman volaba a una velocidad de vértigo entre los rascacielos de Manhattan. Yo había recuperado la lectura de mi héroe, Peter Parker, y la película me devolvió a un mito que no era mi héroe.
Dos años después de esa fiebre de 2002, por tanto, ahogado de delirios cibernéticos y de tramas literarias, es hora de regresar a ese héroe y caminar juntos. Ahora he vuelto a leerlo. He de aprovecharlo hasta que vea Spiderman II, porque entonces dejaré de visitarlo. A ver si el sentido arácnido me ayuda a encontrar a la joven que busco.

Spiderman (I)

Cuando yo era niño, leía los tebeos españoles (Jabato), franceses (Asterix) y belgas (Tintín), pero llegó un día en que descubrí América. Un amigo que vivía en el otro lado de la ciudad me mostró un cómic que llegaba del otro lado del océano. Cada verano yo iba a vivir con mi abuela, donde entre otras ventajas no tenía la bronca de mi madre y disponía de una excelente (o suficiente) biblioteca en la que yo hacía cola cada mañana media hora antes de que abrieran. Allí leía los cómics europeos, pero este amigo me llevó un día uno de Los Vengadores. Y descubrí un nuevo mundo. No era mejor ni peor, ni me gustaba más ni menos, pero era diferente, e incluso complementario. Demasiada violencia, agitación, mucha acción para mi gusto, pero poseía varios aspectos que me subyugaron: eran una especie de reencarnación de los héroes mediterráneos, habían sido facultados con una fortaleza sin límites aun a pesar de sus limitaciones físicas (caso de Dan Defensor y el Hombre de Hierro: Daredevil e Iron Man); y poseían sus debilidades humanas: enamoramientos, fracasos, envidias, celos…, a pesar también de su resistencia apariencial. Además, siempre eran de los buenos y luchaban contra los malos. En aquel momento mi amigo también estaba tan fascinado que decidió reproducir en la calle a Los Vengadores; a mí me tocó ser Mercurio. Yo que no corría dos metros sin fatigarme, y siempre llegaba el último a todo, excepto a la apertura matutina de la biblioteca, pero parecía que Thor, El Hombre de Hierro, el Capitán América estaban ya adjudicados. Mujeres, nada, no por discriminación nuestra, sino por pura carencia. Por allí sí había dos niñas también de unos 8 ó 9 años, que podrían haber sido perfectamente Wanda y la Avispa, pero no creo que se hubieran unidos a mis amigos. De cualquier forma, el grupo duró poco. Unos años después, mi amigo fundó un grupo punk, muy violento, y a mí me expulsaron del primer colegio. Pero no creo que la culpa la tuvieran Los Vengadores, y ni siquiera los malvados que los asediaban a diario. En mi caso, seguí leyendo los cómics europeos y los de Márvel. Recuerdo especialmente los de La Masa (Hulk) y La Visión, después de mi fascinación por los de Thor, Daredevil e Iron Man, con quienes me unían sus inconveniencias físicas. Hasta que llegó una larguísima temporada en un hospital en la que compaginaba los diarios deportivos para ver las fotografías de Nadia Comaneci, que ganaba dieces en los Juegos de Montreal como yo en el colegio (aún no me había expulsado, pero por otras razones), y aquéllos cómics. Seguramente fue entonces cuando comencé a entender a Peter Parker, tal vez porque yo también estaba entrando en la adolescencia. Spiderman había pasado por mi casa en varias ocasiones durante los últimos años, pero ahora lo había hecho para quedarse, porque teníamos muchas cosas en común, y no sólo la fascinación (y el temor) por las arañas. Aunque tal vez fuera más Peter Parker, ese estudiante con eternos problemas de amores, dinero y estudios, incomprendido y solitario, tímido e inteligente, el que más me atraía, como un nuevo amigo, que, por cierto, no parecía que nunca fuera a fundar un grupo punk. Esa era la maravilla de Márvel: el humano que existía bajo la máscara.