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El Panel de Robertokles

La Hogue, 1692



Estatua del gran almirante Tourville, en Tourville-sur-Sienne Una gran armada, la más grande que había cruzado el canal de la Mancha, compuesta por cien navíos de la coalición anglo-holandesa y a las órdenes del almirante Edward Russell, más tarde primer Conde (Earl) de Oxford, buscó con denuedo enfrentarse a las fuerzas marítimas francesas en una acción mayúscula y definitiva. Sin embargo, el almirante francés, a la sazón Anne Hilarion de Costentin, Comte de Tourville, uno de los mejores estrategas navales con que ha contado Francia, y a buen seguro, uno de los más hábiles de todo el siglo, quien sólo contaba con setenta y dos navíos de línea, evitó hábilmente el enfrentamiento, barloventeando, navegando en bolina para escaparse siempre con genial habilidad de los intentos de celada de la armada enemiga, pero tratando al tiempo de atraerlo para que las rápidas naves de los corsarios franceses pudiesen dar golpes de mano en el caso de que la flota enemiga perdiese la formación. Corría el año 1691. Russell, frustrado por no poder imponer su neta superioridad y viendo cómo el enemigo, aun siendo inferior en número, era capaz de decidir tanto el escenario como el modo de combate y crearle insospechados aprietos, terminó por retirarse a los puertos ingleses.

Llegó el invierno, y pasó el año, regresando la armada holandesa a sus propios puertos. Durante todo ese tiempo, Louis XIV había estado meditando la idea de desembarcar en el Sur de Inglaterra con un gran ejército que diese el trono inglés al pretendiente James Francis Edward II Stuart. El temerario proyecto galo estaba alentado por los apoyos que en suelo británico decía tener el pretendiente, a todas luces exagerados. Según James Stuart, tenía incluso la promesa de defección de un buen número de capitanes de la Armada, quienes, en el momento de la batalla, desertarían para apoyar ya abiertamente a su persona. Las perspectivas de éxito parecieron tan buenas al Rey Sol que movilizó su flota atlántica, al mando del ya conocido Tourville, mandando levar anclas también a la flota del Mediterraneo, que fondeaba en Tolón, dirigida por D’Estrées. El proyecto incluía la unión de ambas flotas para atacar en combate frontal a las fuerzas navales inglesas antes de que pudiesen reunirse con sus aliados. En total, el monarca francés pensaba movilizar de sesenta a setenta navíos (la suma de las dos flotas) para enfrentarse a un número similar de barcos ingleses, a los que habría que restar aquellos que eran secretamente partidarios del pretendiente.

El primer contratiempo para los franceses surgió con el retraso de la flota mediterránea, que aun no daba señales de aparecer. Bien porque D’Estrées, pese a su nombre, no padecía el mal del apresuramiento, o bien porque los vientos del Golfo de Vizcaya eran contrarios al rumbo deseado, Louis XIV, impaciente, ordenó al gran Tourville adelantarse y enfrentarse a las fuerzas inglesas sin temor a la aparente superioridad con que iba a encontrarse. Así, el almirante abandonó su fondeadero de Brest, con cuarenta y cuatro naves de línea, dieciseis de ellas de tres puentes y apoyado por un cierto número de navíos de menor calado, contando en total sus fuerzas con 3.140 cañones y una suma total de 21.000 hombres. Era el 25 de Abril de 1692.

En tanto Tourville luchaba con vientos contrarios que demoraban su avance, y la flota de D’Estrées seguía sin tomar contacto con sus compatriotas, el viento, que tanto impedía a los franceses, fue favorable a la flota holandesa, que consiguió unirse con sus aliados el 17 de Mayo, antes de la llegada de cualquier navío francés. Para colmo de las desgracias que se iban a conjurar contra Tourville, los ingleses desarticularon la conjura urdida por Jacobo II Estuardo, con lo que el peligro de una traición desapareció. Habiendo jurado fidelidad a William III de Orange, la gran coalición se dispuso a esperar a Tourville. Presentaban los angloholandeses la muy estimable cifra de noventa y nueve navíos de línea, siendo veintisiete de ellos de tres puentes (las máquinas navales más destructoras de la época), a los que había que sumar setenta y una fragatas y brulotes de diverso desplazamiento: en total, podían abrir fuego con 6.994 cañones y contar con 43.500 tripulantes. Es decir, que contaban con un número de efectivos humanos, navales, y de artillería ligeramente superior al doble del de sus enemigos.

Cuando se descubrió que tanto la flota holandesa había sido tan veloz para reunirse con sus aliados y que, por otro lado, la esperada traición por parte de los capitanes conjurados había sido detectada y sofocada, la Corte francesa envió recado a Tourville para suspender ese ataque suicida, virar hacia el Golfo de Vizcaya, reunirse con D’Estrées, y aguardar nuevas órdenes. Mas el correo no consiguió llegar a tiempo al almirante, quien, ignorante de las oscuras circunstancias y con la orden que le conminaba a enfrentarse a toda costa al enemigo sin condicionantes que la aplazasen, proseguía su singladura buscando a sus adversarios. El drama de La Hogue se habia desplegado para Tourville y la Armada de Brest.

Las armadas rivales se avistaron en el amanecer brumoso del 19 de Mayo. La mar estaba en calma y el viento, que tantos impedimentos había puesto a los franceses, comenzó a soplar del suroeste. Una larguísima línea, que corría de nordeste a suroeste amenazaba con envolver a la Marina gala al menor movimiento de ataque. Teniendo el viento a favor, Tourville podía haber evitado con facilidad el ataque, sacando todo el partido a su inferioridad numérica, como en la pasada campaña. Sin embargo, tenía órdenes precisas de atacar a toda costa; y reuniendo a sus capitanes en cónclave, les mostró la real misiva. Como entre los franceses no había ninguna prefiguración de Horace Nelson, famoso por su desobediencia y por fiar sólo del propio criterio en batalla, ninguno osó desobedecer instrucciones tan claras, aprestándose por el contrario para el combate.

Ahora, pido un poco de paciencia con las disposiciones tácticas. La magnífica flota aliada estaba dispuesta en tres cuerpos, con las alas internas bien pegadas al cuerpo aledaño. Al nordeste, veinteseis navíos de línea formaban la vanguardia holandesa (la llamada «escuadra blanca»), al mando del almirante Van Almonde, y al suroeste, se aprestaba la retaguardia aliada, de treinta y tres navíos ingleses con distintivo azul, a las órdenes del almirante Ashby, protegiendo ambos los flancos del centro aliado, una escuadra de treinta y siete naves con pabellón rojo que dirigía el propio Edward Russell. Tourville por su parte, dividió sus fuerzas en nueve pequeñas divisiones: de nordeste a suroeste, se alineaba la división Nesmond (cinco navíos), Amfreville (seis), y Relingues (tres), que se desplazaron para enfrentarse a la vanguardia holandesa; las divisiones Villette Murçay, la comandada por el propio Tourville, y la de Langeron, de seis, seis y cuatro navíos arrostraban al centro inglés; finalmente, las divisiones de Coetlogon, Gabaret y Pannetier, que contaban con seis,cinco, y tres navíos respectivamente, maniobraron en dirección a la retaguardia británica. Todo ello, queda recogido en el gráfico que adjunto ( Véase)

A las diez de la mañana, los almirantes ingleses comprobaron con creciente asombro como su manifiesta superioridad no disuadía a los franceses. Tourville, al mando del buque insignia, la Soleil Royal, un magnífico navío de tres puentes con ciento cuatro cañones, navegaba con su división en forma de cuña contra el centro enemigo. Corría el extraordinario riesgo de que el frente aliado, mucho más largo y cuantioso, lo envolviese, atacándole por la retaguardia; mas con la excelente coreografía de su Armada, ayudada por la indecisión y conservadurismo táctico británico, no sufrió el encierro, marchando directo hacia la Britannia, centro de mando de Russell, en un saliente del centro. Los movimientos de apertura de sus divisiones en vanguardia (Nesmond, Amfreville y Relingues, nºs 1, 2 y 3 en el gráfico) se dirigieron directos contra el frente holandés. Las cinco embarcaciones de la división de Nesmond, que iba en vanguardia destacada, aprovechando el fuerte viento favorable, se abrió en línea, para impedir que el extremo del ala de la armada holandesa lo doblase; pero un súbito cambio en el viento, que había sido favorable a los franceses a partir del avistamiento, le jugó una mala pasada a Nesmond porque, impulsado por una ráfaga violenta, rebasó la línea holandesa, dejando a su paso un espacio que los holandeses trataron de aprovechar para entrar por él y, maniobrando, conseguir doblar y rodear a los franceses. Mas Nesmond, que había vuelto a recuperar barlovento orzando con dificultad, espació sus navíos para cubrir el hueco dejado y poner así en compromiso a la armada holandesa. Su almirante, Van Almonde, quien debía recordar aun la amargura la batalla de Beachy, donde los navíos de Tourville rodearon su línea recibiendo poca ayuda de sus aliados, no supo decidir a tiempo si aquel (aparentemente) descabellado plan de lanzarse contra ellos a toda vela y el que una división rebasase la línea era una trampa o una serie de despropósitos sin igual. Cuando quiso reaccionar, ya era tarde, porque las hábiles maniobras de las divisiones de Relingues y Amfreville habían conseguido eludir el cerco, y Nesmond amenazaba al suroeste con sus barcos.

Mientras, las divisiones francesas que se habían puesto en marcha para enfrentarse a la retaguardia aliada se vieron en problemas, pues la división de Pannetier (nº 9)fue incapaz de maniobrar a la suficiente velocidad, quedando descolgada pese a forzar vela al máximo. Antes de poder situarse en línea con ellas, al igual que había ocurrido en la aproximación de Nesmond, el cambio de viento desplazó sus tres naves, quedando separadas del resto de las divisiones. Este hecho desafortunado, sin embargo, se tornó en una gran suerte, y a buen seguro de ello dependió la salvación del resto de la flota de retaguardia, puesto que Ashby, viendo presa en tres navíos descolgados, maniobró codiciosamente para aplastarlos con nada menos que veinticinco de los treinta y tres navíos de que constaba su armada. Pannetier, por su parte, se percató de que aquella era su ocasión, ganó barlovento, y durante cuatro horas sirvió de cebo a la armada de Ashby, haciéndole dar un gran círculo y descomponiendo totalmente la escuadra azul sin sufrir percance alguno, con lo que se muestra que el éxito de una batalla naval no sólo depende de un valor propio de leones, sino que volviendo las popas y las espaldas, Pannetier hizo más por Francia aquel día que el resto de sus esforzados compatriotas. Al fin, los veinticinco barcos de Ashby, parado el viento, quedaron a gran distancia a la altura de las fuerzas de Nesmond, pero sin posibilidad alguna de intervenir en el conflicto.

Russell se había quedado en el centro sin la posibilidad de emplear sus alas para rodear y envolver al enemigo entre dos fuegos (véanse los gráficos dos y tres). La batalla se desarrollaba torpemente por el lado aliado, sin que pudiese aprovechar su enorme superioridad numérica. Tourville y Villette Murçay, en tanto, se enfrentaban en combate directo en el centro mientras las divisiones suroeste y noeste tejían sus complicadas maniobras, tratando de abrirse paso por entre los navíos que rodeaban la Britannia, insignia de la coalición, un soberbio buque de tres puentes armado con cien cañones. Siete de los navíos franceses (con cuatro naves de primera clase, es decir, buques de tres puentes con más de ochenta cañones Saint Philippe, de 84 piezas; Conquérant, de 86, Ambitieux, de 92, y el mismo Soleil Royal) traban un furioso combate con la docena de navíos que rodean al dicho Britannia y al Royal Sovereign, espléndido navío que capitanea Deravall, entre los que hay cinco de tres puentes: el London y el Saint Andrew, que cuentan con 96 piezas artilleras; el Devonshire, que tiene 80, y la Royal Catherine y Saint-Michael, ambos con 90. La arremetida gala es desesperada; bien sabe Tourville que no puede vencer, y sólo le mantiene el temor de la deshonra y el deseo de causar al enemigo el mayor daño posible. El empuje francés era tal que hubo momentos en los que el centro enemigo tembló, y tenemos testimonios de que Russell, que no era precisamente hombre timorato, así lo creyó. Finalmente, el mayor número de navíos terminó por imponerse, la línea se sostuvo, y los buques de Tourville pasaron de dar golpes a defenderse de los del rival, cuyo fuego se concentraba el fuego sobre el buque insignia francés, recorrido el rumor por entre los aliados de que en él viajaba el pretendiente estuardo.

Vista de la popa del Soeil RoyalEl fuego británico se concentraba en el Soleil Royal, que se defendía con bravura, rechazando los intentos de abordaje de las naves rivales, dos de ellos con brulotes de asalto. Tras haber desarbolado al Royal Sovereign, el Ambitieux se sitúa en posición de ayuda de su buque capitán; mal lo pasan el Henry y el Fort, acosados por dos tres puentes aliado (los ya conocidos Royal Catherine y Saint-Michael) y tres grandes navíos de segunda clase, hasta que son socorridos por sus fuerzas. A partir de las dos y media el viento se desplaza hasta el noroeste (véase), y la bruma comienza a levantarse hacia las cuatro, sin que por ello disminuya la intensidad de los combates, que prosiguen enconadísimos hasta las siete de la tarde. A partir de la siete, el viento se desplaza hacia el noroeste, con lo que las naves de Ashby, que hasta el momento habían estado separadas por la acción de Pannetier, comienzan a moverse en dirección al frente, barloventeando para coger a la línea francesa entre dos fuegos. También la división de Coetlogon, que manda la Magnifique (nº 7 en el primer gráfico) se desplaza hacia el centro para socorrer la apuradísima situación de la Soleil Royal y el Ambitieux, que soportan el peso de la batalla. La ayuda de Coetlogon resulta providencial, y ambas naves se salvan, mas estando ya desarboladas y profundamente dañadas, habiendo soportado por ambas bordas el fuego de un enemigo muy superior.

Anochecido ya, comienzan a sentirse los efectos de la marea, por lo que Tourville, acertadamente (¡de nuevo!) da la orden de fondear para no perder la formación y no verse arrastrado por el reflujo, con la consiguiente dispersión de sus naves y ruptura de la formación, en tanto que Russell, quien no lo hace adecuadamente, es impulsado a sotavento de los franceses, perdiendo contacto con sus enemigos en el arrastre. En tanto, Nesmond y Pannetier, ya unidas sus fuerzas y noticias de la suerte de Tourville, deciden navegar a contramarea en su busca, arrastrados a golpe de boga de sus chalupas en medio de la densa bruma; tropezando con los navíos de Ashby, que se habían desperdigado y estaban ya anclados, creen los ingleses ser atacados por divisiones de refresco venidas de Francia, levan anclas precipitadamente y tratan de unirse a sus fuerzas, pasando por el hueco que deja Tourville. Al pasar perseguidos por las dos divisiones y topándose de costado con los navíos de Tourville, son fuertemente cañoneados en la travesía, recibiendo terribles andanadas por proa y popa, para llegar con graves daños donde fondeaba el grueso de la flota de Russell. Acaban así los combates del día 19, en torno a las diez de la noche, donde el pundonor francés, el valor desmedido y el correcto aprovechamiento de sus movimientos, amén de los golpes de fortuna y el error táctico de sus adversarios permiten salvar el grueso de su flota sin sufrir el aplastamiento que el número rival pronosticaba. A estas horas, tras doce de batalla, los franceses no han perdido un solo navío (eso sí, con buena parte de ellos en mal estado), y han tenido unas 2.000 bajas, frente a las cerca de 5.000 de sus enemigos.

la rada de Chesburgo, con las posiciones de los navíos francesesEl honor de la Armada francesa estaba a salvo, y bien podía considerarse su almirante vencedor del enfrentamiento. Ahora que sabe el estado de su flota y el estado en el que se encuentra (se duda si muchos de los barcos, entre los que el Soleil Royal no es una excepción, conseguirán llegar a puerto), cree conveniente aprovechar la anochecida para aparejar, y parte a la una madrugada del día 2O partir aprovechando los vientos favorables del Oeste, teniendo al amanecer dos millas de ventaja sobre sus enemigos. La armada aliada, en tanto, ya sabiendo la debilidad y lo dañado de la flota francesa, leva en masa y se dispone a perseguirla con el grueso de sus navíos. Rumbo a los puertos de Saint-Maló y Brest, la marcha de Tourville es penosa y lenta. Durante la noche del 20 al 21, pasa por entre la península de Contentin y las islas Guernesey, tratando de remontar los Casquets aprovechando la marea. Veintidos de los navíos franceses consiguen ganarla, poniendo ocho millas de distancia entre ellos y las fuerzas aliadas; mas los trece restantes, entre los que se encontraban los tres puentes que habían soportado lo más duro del combate y que estaban, por tanto, más dañados que el resto, no pueden seguirlos. Tratan de fondear, mas la falta de calado del lugar les hace garrear y comienzan a derivar hacia el enemigo. La flota, dándose por perdida, se disgrega entre Chesburgo (donde marchan tres navíos), y otros diez, siguiendo a Tourville, intentan ganar La Hogue. El 23 de mayo, divididas las fuerzas aliadas, Delavall llega a Chesburgo, donde tras un intenso cañoneo defensivo y el asalto por medio de brulotes, consigue incendiar el Soleil Royal, junto al Admirable y la Triomphant. Russell, en tanto, arriba en La Hogue, puerto también mal defendido como el de Chesburgo, y abate, sin dejar espacio para la maniobra o la huída, con sus cuarenta naves, a los ya maltratados Foudroyant, Ambitieux, Merveilleux, Magnifique, Saint-Philippe, Terrible, Tonant y Fier, mas otros cuatro navíos de menor cuantía: en total, las pérdidas francesas se cifraron en quince navíos, muchos de ellos de primera clase.

Si bien el enfrentamiento inicial del día 19 fue netamente favorable al bando francés, la resolución final el día 23 da la victoria final a las fuerzas aliadas, que con su tenacidad en la persecución, ayudada por los errores de pilotaje de la flota de Tourville que le impidieron alcanzar la marea en la hora adecuada, haciéndola refugiarse en puertos poco protegidos y de escaso calado, dió un duro golpe a las aspiraciones borbónicas por la supremacía naval. Y aun cuando al año siguiente, Tourville, que se había puesto a salvo, pudiese tener bajo su mando una flota renovada de noventa navíos, siempre contó a partir de entonces con una inferioridad manifiesta frente a los británicos. El posterior desgaste de las arcas reales por las guerras continentales no permitió su recuperación, estando a lo largo del siglo XVIII y XIX a la estela del poderío naval británico.

Micromegas

Cerca de 1738, un ilustrado francés presenta un memorial explicando que alrededor de la estrella de Sirio orbita un planeta no muy grande, de un tamaño veintiún millones seiscientas mil veces mayor que la Tierra, y que es morada de seres que siguen la misma proporción. A nadie escandalizará por tanto que dichos ciudadanos no levanten la cabeza más allá de una altura de treinta y seis kilómetros, vivan unos míseros diez millones y medio de años solares, y cuyos cuerpos minusválidos alberguen tan solo mil sentidos. Poco más se puede esperar de un planeta con trescientos elementos básicos en su tabla periódica y cuyo haz lumínico se descompone en unos insignificantes treinta y seis colores elementales.

Uno de los sirianos, que atiende por el nombre de Micromegas, es un estudioso, un filósofo en el sentido amplio de la palabra. Como consecuencia de haber escrito un librito científico, tiene problemas con la autoridad jurídico-religiosa de su país. El muftí (a ningún lector se le escapa que el título oculta al censor eclesiástico), «hombre muy escrupuloso y aun más ignorante» cree haber descubierto proposiciones heréticas en el tratado, siendo el punto en cuestión «si la forma substancial de las pulgas de Sirio era de la misma naturaleza que la de los caracoles». Naturalmente, como consecuencia de un conflicto tan tremebundo, el buen Micromegas es desterrado de su planeta. Siendo filósofo y adicto a la sabiduría, viaja por toda la Vía Láctea mediante su conocimiento de las leyes gravitatorias universales: tan pronto sube a un cometa sin pagar peaje, como salta de planeta en planeta como quien vadea un arroyuelo. Arriba por casualidad a Saturno, que es casa de enanos que sólo miden unos dos kilómetros, y cuyas entendederas son menores que las de nuestro viajero. Micromegas trama amistad con un sabio saturnio (entre nosotros: tiene un cierto parecido con Fontenelle), y juntos deciden viajar a la Tierra, ese hormiguero miserable.

Por la casualidad y por las artes del microscopio, detectan en la diminuta ridiculez del Gran Océano nada menos que un barco cargado de científicos franceses y suecos, que acaban de medir el grado meridiano de la Tierra (apenas 57,437.9 toises, o 111.946.467,1 metros). Se trata, aun cuando no se diga explícitamente, de la expedición que Maupertuis y Celsius efectúan en Laponia. Aun cuando el saturnio tema que tales seres no tengan entendederas, estos les demuestran ser apreciables geómetras: triangulando, miden la altura del saturnio; más tarde, la de Micromegas; también dan el peso del aire, la distancia (en grados) que hay entre dos estrellas concretas, conociendo además cuanto hay de la Luna a la Tierra. Micromegas y su colega no caben en sí de gozo. El tamaño, ahora les queda claro, no es determinante para que los seres del universo puedan razonar como es debido.

Pero lo certero del juicio de esos pequeños átomos pensantes se debilita a gran velocidad ante la siguiente pregunta de Micromegas: «Decidme qué es vuestra alma, y cómo formais vuestras ideas». A partir de aquí, la seguridad y la concordia de las hormiguitas humanas desaparece como por encanto, y se produce un babel horroroso sazonado por el delirio y la estupidez. Los malenbrachianos contradicen a los leibnizianos, los aristotélicos a los cartesianos; la guinda final la pone un tomista al informar muy serio a sus huéspedes alienígenas que «sus personas, sus mundos, sus soles, sus estrellas, todo había sido hecho únicamente para el hombre». Nada menos. Las carcajadas de los seres son imparables, y entre los estertores del pleno ataque de risa, el barco que sostiene con la uña Micromegas va a parar a su bolsillo; un bolsillo que naturalmente para Santo Tomás y sus sorbonitas estaría hecho para el hombre.

De este contacto con seres extraterrestres tenemos constancia por un escritor de cuarenta y cuatro años que el mundo conoce por el nombre de Voltaire. Atendiendo a que todavía le quedarían cuarenta años de escritura, bien podríamos calificarlo como un «Voltaire joven», dueño de un estilo desenfadado y burlón, no aquejado todavía por las oscuridades y el pesimismo de la vejez. No debió tener en mucha estima su autor al Micromegas, o quizás la consideró un entretenimiento menor apto sólo para el consumo de los amigos, porque retrasó su publicación hasta 1752. Heredera de la satírica literatura de viajes, que mediante la confrontación de realidades muestra el absurdo de la sociedad patria, Micromegas vuelve su mirada hacia los Gulliver’s travels, hacia el Viaje a la Luna de su compatriota Cyrano de Bergerac, hacia las Cartas Persas. Ahora, que la mirada de Voltaire no es la de un moralista puro: su estilo agilísimo pasa por un sinnúmero de cabezas para rebajarlas a todas con su divertidísima causticidad. Así por encima, recuerdo alfilerazos a Pascal, a Federico Guillermo de Prusia (el «Rey Sargento»), a Fontenelle, a Rollin, al vicario Derham, al jesuíta padre Castel, a Maupertuis (uno de sus favoritos), a los cartesianos, a los malembrachianos, a los leibnizianos (como no), a los seguidores de Aristóteles, a los adictos a Tomás de Aquino, al zar de todas las Rusias y al sultán de los otomanos. No está nada mal para un cuentecito que apenas ocupa veinte páginas en un libro de edición de bolsillo.

Pero si por un lado tenemos la crítica social contingente amparado en la ficcionalidad y en la lejanía de sus protagonistas extraterrestres, cuando no la sorna a personas determinadas, otro eje atraviesa este pequeño cuento volteariano: frente a estos seres tan desmesurados, tan llenos de capacidades, el hombre no es prácticamente nada. El orgullo y la vanidad intelectual, el hablar «un poco de lo que sabe y mucho de lo que no» se revela ridículo o absurdo. La ciencia puede darnos conocimientos certeros, pero es necio empeñarse en la arrogancia de poseer la sabiduría insegura de la metafísica. Voltaire se frena en este punto. El final del cuento es abrupto, pero por comparación con escritos de la misma época, casi podemos concluir que la conclusión volteriana aconseja resignarse a un papel modesto, sin aspirar a rompernos el cráneo con verdades ultraterrenas.

Al menos en los cuentos, a Voltaire hay que tomarlo como lo que es: un autor literario, frecuente polemista, creador de un mapa narrativo por el que deambulan viajeros por las tierras más inesperadas. La aventura es lineal, y consta (como el Pickwick de Dickens) de una acumulación de peripecias a las que puede ir sumándosele otras nuevas o restándole la mitad sin que eso nos añada nada nuevo de una visión del mundo ya predeterminada desde la primera página. El personaje está configurado, no cambia, no aprende: es siempre el mismo sabio o el mismo majadero, tiene una insobornable fidelidad a sí mismo. He visto de todo en los lectores de Voltaire, pero puedo hacer dos distinciones básicas: aquellos a los que nos gusta por lo que es, y quienes acaban disgustados porque no es lo que no es. Podemos imputar a un libro de pensamiento sistematizado sus ausencias; no así a una ficción narrativa. Lectores de toda ley hay en el mundo: en esta categoría, también hay sitio para los malos.

Tirant lo Blanc : Advertencia a trabajadores textiles, del metal, y abogados

Tirant lo Blanc : Advertencia a trabajadores textiles, del metal, y abogados



Que nuestra literatura ha tenido siempre predilección por los juristas es cosa bien sabida: nadie olvida que Quevedo solía empedrar sus infiernos de leguleyos, y que sólo levantaba el firme para trasladarlos de una obra a otra, donde cumplían el mismo fin: así los vemos en El Sueño del Juicio Final , en las Zahurdas de Plutón , y si no me falla la memoria, también en la Hora de todos y la Fortuna con seso . No es, desde luego, un caso de inquina quevediana, sino un locus communis extendidísimo, que reflejaba en parte una percepción social corriente. En el capítol XLI, nuestro buen Martorell, con el que entretengo los ratos que me van quedando libres, nos ofrece un ejemplo de estas cosas, inserta en la cornucopia de amabilidades dedicada a los trabajadores citados. Resumo a continuación esta particular galleria degli uffizi .



En un evidente calco del Llibre de l'orde de cavalleria de Ramon Llull, Martorell hace llegar a Tirant hasta un bosquecito en el que se encuentra retirado nuestro viejo conocido Guillem de Vàroic (1) en su vida de oración y penitencia. El protagonista de la obra aún no es caballero, y marcha a las bodas del rey de Inglaterra avisado de que tras la ceremonia, el rey armará caballero a todo notable que lo requiera y merezca. El conde-ermitaño instruye al joven viajero en las enseñanzas morales y de significación del oficio de caballero, dándole un libro para que lo estudie convenientemente (2). Tirant marcha presto a participar en los festejos por los esponsales del Rey (hasta aquí, caps. 28 - 40). A la vuelta de tales celebraciones (cap. 41), el agradecido joven, ya armado caballero, se interna en el bosque con una tropilla de los suyos para despedirse del ermitaño. Aunque éste es anciano, todavía siente el vigor de la pasión por la caballería corriéndole por el cuerpo, y le pide que le narre tanto las festividades como los capítulos de armas que se hicieron. Así, comienza la narración de Tirant describiendo la comitiva y desfile de todos los estamentos sociales en riguroso orden jerárquico:



A la cabeza correspondía ir al Rey, "acompañado de todos los gentileshombres que se encontraban en la ciudad que fuesen de cuatro cuarteles" [ acompanyat de tots los gentils hòmens que·s trobaren en la ciutat que fossen de quatre cortés (que tuviesen cuatro cuarteles de nobleza al menos, se entiende, paréntesis de Robertokles)].



En la plaza de la ciudad, se le une el duque de Lencastre (Lancaster), que viajaba por cuestiones de espacio solamente junto ab XV mília combatents (ahí es nada); tras ellos, iban todas las órdenes ( tots los órdens ), cada uno de ellos con un cirio en las manos; inmediatamente tras ellos, les siguen los menestrals ("artesanos"), ocupando una posición sorprendente, delante de tot lo clero, ço és, archebisbes, bisbes, pabordres, canonges e preveres ab moltes relíquies es decir: "todo el clero, eso es, arzobispos, obispos, abades, canónigos y presbíteros con muchas reliquias"). Tan desusado lugar en la procesión -que, ya por incluir, incluye a las mujeres públicas y las adúlteras, convenientemente situadas al final del desfile social- no creará sino disputas, como veremos a continuación.



Ya en el mismo desfile se establece una trifulca entre los oficios gremiados: los tejedores consideran que sus miembros tienen derecho a anteceder a los herreros, y naturalmente, éstos no lo consideran así: es por tanto la hora del jurista, el lugar en el que medran los expertos en leyes. Avanzan hordas de ellos, cada uno adscrito a uno u otro bando, para ponerse a discutir acaloradamente aduciendo cientos de razones. Es en esta escena cuando el caballero Martorell suelta las riendas de sus prejuicios antiburgueses que no excluyen ni mucho menos a lo que hoy conocemos como profesiones liberales , y resuelve la contienda al educado modo de los nobles banderizos:



"Moltes al.legacions s'alegaren per cascuna part, que no tinc en record, e aquesta fon la caussa del divís; e si no fos estat lo duc, qui es trobà a cavall e armat, fort jornada fóra estada, car lo Rei ja no hi podia ddar remei. Lo Duc se mès enmig de la pressa d tota la gent e pres sis juristes, tres de cascuna part, e tragué'ls fora de la ciutat. Ell se pensaren que lo Duc los volia per demanar quala part tenia millor justícia. Com foren fora de la ciutat, al cap del pont, féu restar mil hòmens d'armes quer no deixassen passar a negú, si la persona del Rei no era. Lo Duc descavalcà enmig del pont e tant prestament com pogué féu posar duees forques, ben altes, e féu penjar tres juristes en cascuna, cap avall per fer-los molta honor, e no es partí d'allí fins que hagueren trameses les miserables ànimes en infern."



[Muchas alegaciones se alegaron por cada una de las partes, que no recuerdo, y ésta fue la causa de la discusión, y si no hubiese sido por el duque que se encontraba a caballo y armado, dura jornada hubiese sido pues el rey ya no podía ponerle remedio. El duque se metió en medio del bullicio de toda la gente y cogió seis juristas, tres por cada uno de las partes, y los sacó fuera de la ciudad. Ellos se figuraron que el duque les quería para preguntarles qué parte tenía mayor razón. Cuando estuvieron fuera de la ciudad, en la cabeza del puente, hizo quedar mil hombres de armas para que no dejasen pasar a nadie, como no fuese la persona del rey. El duque descabalgó en medio del puente y tan prontamente como pudo, hizo instalar dos horcas, muy altas, e hizo colgar tres juristas en cada una de ellas, cabeza abajo para hacerles gran honor, y no se marchó de allí hasta que hubieron mandado sus miserables almas al infierno]



A los seis juristas bamboleándose como criminales se auna el sarcasmo ("para hacerles gran honor"): una imagen que parece salida de las ténebres composiciones ideadas por el Bosco o Pieter Brueghel. Fruto de una justicia salomónica, no resuelve nada, sino que perjudica a ambas partes (pero sacia la violencia de su autor): y sin embargo, en la lógica fantástica de las novelas, con semejante acción de fuerza y golpe mayúsculo al Derecho (y los que bajo él se cobijan), ofrece regocijo y consuelo a todos los estamentos. Véase si no las reacciones que suscita el cuadro:



Sabut per tot lo poble lo virtuós acte que lo duch havia fet, donaren-li infinides laors, e gens per açò la festa no restà que no·s fes en la forma que era stada hordenada



"Conocido por todo el pueblo el acto virtuoso que el duque había ejecutado, diéronle infinitas alabanzas y gracias a esto nada se hizo en la fiesta que no fuese de la manera ordenada".



De tal virtud liberanos, domine.



Ya seguiremos hablando de otros aspectos, o de éste, si es que lo deseais



Robertokles

Notas


1. En los anteriores mensajes que mandé acerca del Tirant: es decir, Unos apuntes sobre las estratagemas en el Tirant lo Blanc: el capítulo X , y Un ejemplo de anticaballería: Tirant Lo Blanc, capítulo XXV


2. N o es otro que el Abres des Batailles, que Honoré de Bonet o Bovet, prior de Challon, Chaslon, o incluso Sallent (de los tres modos me lo he encontrado) publicó en 1387. Algunas partes extractadas y traducidas al inglés, en http://www.heraldica.org/topics/bonet.htm .


Para quien le sea más fácil, el Archivio di Stato di Torino alberga una copia fantástica de esta obra en la sección Biblioteca Antica , subsección Manoscritti . Si se consigue llegar a ella, mis bendiciones.

Calino de Éfeso

Poco, poquísimo es lo que nos queda de la producción de Calino. Como tantas otras cosas, ignoramos si ésta fue muy extensa. Tradicionalmente, se le ha vinculado a Éfeso, pero tampoco tenemos la seguridad que esta sea su patria de origen.

A Calino debemos situarlo en el comienzo de la elegía, con Dídimo, Arquíloco de Paros, Semónides o Tirteo. Es Critias (VS 88 B 4,3), en el siglo V, quien por primera vez nos nombra el término elegeion para designar al nuevo tipo de metro que nosotros conocemos como dístico elegiaco (combinación de un hexámetro dactílico con un pentámetro que tiene una cesura en medio) y que de ordinario solía emplearse para lamentaciones de carácter fúnebre. No obstante, en sus inicios, fue utilizado también como exhortación guerrera, tan próxima a la épica homérica de hexámetros continuados.

Calino tuvo su akmé en torno al 650 ac (el 675 propuesto por Lesky, siguiendo a Willamowitz parece hoy en día demasiado temprano), en medio de las guerras que Éfeso, ciudad jonia, mantenía con un pueblo invasor que conocemos con el oscuro nombre de Cimerios. Sabemos que era un pueblo indoiranio que entró en Asia Menor en el siglo VII ac. Una de sus tribus, los treres, penetró en Sardes y dio muerte al rey Giges, cuyo oro despreciaba Arquíloco en el fragmento 22D (véase), asolando también la Magnesia, tal y como nos cuenta el libro catorce de la Geografía de Estrabón, si es que éste no confunde la toma de Magnesia por los treres con la posterior de los efesios. En cualquier modo, los versos fragmentarios de Arquíloco también se hacían eco de la primera toma al decir:

Lloro los infortunios de los tasiosNo de los Magnesios.

Calino contempló el derrumbre del espléndido reino frigio, las invasiones en oleadas de los cimerios destruir el Artemisio en el que vivía, y el brillante mundo jónico sumirse en la vorágine de la guerra. De sus elegías, tenemos tres pequeños fragmentos, el mayor de los cuales tiene unos veinte versos con una laguna tras el cuarto. Lo imaginamos como un hombre de edad madura (posiblemente, fue un aristócrata combatiente, como anticipa Lesky), pues exhorta a los jóvenes al combate, a la manera de Néstor en la Iliada, como si él mismo ya no fuese uno de ellos:

Fr. 1D

¿Hasta cuando estareis así echados? ¿Cuándo tendreis, muchachos,ánimo de combate? ¿Vergüenza no sentís ante vuestros vecinosde tan extremo abandono? ¿Confiáis en que es tiempo de pazcuando ya la guerra arrebata a todo el país?

…

…Y que cada uno, al morir, arroje la última jabalina.Honroso es, en efecto, y glorioso que un hombre batalleContra los adversarios, La muerte vendrá en el momentoEn que lo hayan urdido las Moiras. Que todos avancenEmpuñando la espada y albergando detrás del escudoUn corazón valeroso, apenas se trabe el combate.Porque no está en el destino de un hombre escaparA la muerte, ni aunque su estirpe viniera de dioses.A menudo rehúye alguno el combate y el son de las jabalinas,Se pone a cubierto, y en casa le alcanza la muerte fatal.Pero ése no va a ser recordado ni amado por el pueblo, Y al otro, si cae, lo lamentan el grande y el pequeño Pues a toda la gente le invade la nostalgia de un bravoQue supo morir. Y si acaso pervive, es rival de los héroes,Porque a su paso le admiran cual si fuera una torre del muro.Hazañas acomete que valen por muchos, siendo él solo.

El hombre, según Calino, tiene un destino marcado por las Moiras, que si bien le marcan la hora de la muerte, no así la situación. Uno puede permanecer firme con los hoplitas o morir en casa, pero lo hará a la misma hora, el mismo día. Visto de este modo, es mejor morir en combate (pulcra est pro patria mori) que extinguirse en el silencio del propio hogar, porque la primera opción alberga la posibilidad de ser recordado por los conciudadanos y honrado como un héroe. Y si sobrevive, será como «Una torre del muro » (Iliada, VI, 488; XIX, 322), amalgamado entre las filas de su ejército. Aunque las vinculaciones y referencias con Homero son persistentes (Willamowitz hablaba de la elegía como de una rama lateral de la épica), no se exhorta al combate individual, sino a sostener la falange cerrada ante el embate del enemigo, cosa del todo punto novedosa.

El último fragmento conservamos es premonitorio:

Fr. 3D:

Ahora se acerca el tropel de los Cimerios feroces

Después de esto, Calino desaparece en la oscuridad.

Estaciones, Centros comerciales

Como amante del tren, he tenido que sufrir ver desaparecer el encanto de la antigua Estación del Norte, y ver ocupado parte de su hermoso cuerpo por el asalto impío de los centros comerciales. La estación del NorteLos trenes ya no son lo que eran y, en un mundo al que han inoculado el feroz virus del coche, las magnas estaciones van quedando obsoletas; sus edificios, que elevaban sus cubiertas a las alturas para despejar el humo de las locomotoras, se demuelen hasta quedar a ras de un solar en el que pronto se levantarán los mayores adefesios: bloques de viviendas en el que las parejas o los seres solitarios se hacinan colocados en un espacio mínimo, espantos de aluminio y cristal que alojan oficinistas a tiempo completo, tremebundos centros comerciales para contener el ocio de los seres humanos, para obligarlos a que hagan una y mil veces las mismas idioteces.

Alguien me recordará que la estación mentada no es el ejemplo más bello de arquitectura civil, y que, durante sus cincuenta años de construcción, un nuevo proyecto venía a impostarse en el anterior, perdiendo con ello la línea natural de unidad. A la planta cuadrangular neoclásica, de las últimas décadas del XIX, se empastó, por necesidades puramente funcionales, un cuerpo que hizo que tomase al final la forma de «L» que todos los madrileños conocemos: una cúpula de cinc, soldada en planchas, corona la falsa torre saliente que los que contemplen el dibujo podrán ver más a la derecha. Eran aquellos días en los que no se reparaba mucho en la unidad, cuando los arquitectos trataban de hacer un trabajo honesto, y no una audaz floritura. Y ese es el encanto de la estación: que está concebida, que las sucesivas adiciones de bloques arquitectónicos responden a una demanda, a la necesidad de unos seres que tomaban el tren para viajar más allá de su ciudad. Viajeros con sus maletas de madera, con su equipaje en baqueteadas bolsas de lona, armados de todos los pertrechos imaginables se arracimaban en sus andenes, conversando, gritando adioses, agitando las manos, caminando silenciosos y cerrando la ventana corredera para no atosigarse con la carbonilla. Dentro del tren, los compartimentos ¿Cuantos de ustedes han tenido la oportunidad de viajar en un tren con departamentos, en esos habitáculos en los que se conversaba, se leía, se comía, se dormía, se desprendían ilusiones y malestares? Un viajero lee a Tácito, otro se entusiasma con la nueva novela de Galdós, el de más allá trata de seguir por entre la multitud a la dama que le ha cautivado (el particular método de seducción de los primeros años del XX: la persecución). Esas imágenes, hoy en día se han tornado espectros: son el reflejo de algo que ya no volverá.

Ahora vivimos un mundo torcido, en el que primero se idea el engendro, y más tarde se piensa en cómo atraer incautos. En el anchuroso cuerpo lateral que ven ustedes, se ha instalado un centro comercial, un babel de avenidas plagadas de luces que descienden hasta el infierno, que tratan de llegar al cielo, tienda sobre tienda sobre tienda. Paseo por allí incrédulo, creyendo vivir una alucinación dantesca. Ríos de compradores se derraman por doquiera, aullando enloquecidos como fieras rabiosas. Lo más importante: en sus fantasmales andenes nadie lee, nadie tiene tiempo para hacerlo. Me topo por casualidad con una tienda de libros (y de diarios, y de revistas, y de caramelos, y de quién sabe cuantas más cosas), en la que un cartel hace saber al visitante los libros que recomienda el negocio. Los contemplo con una mirada desoladora. Si esos son los que «recomiendan», da verdadero pánico saber los que «no recomiendan». Miro —desde fuera— los productos: manuales de autoayuda, libros de memorias de personajes televisivos (uno se sorprende: no sabía que esos fantoches tuviesen memoria digna de ser recordada, ni por ellos ni por los demás), novelones pseudohistóricos de parainvestigación escritos con la mayor de las negligencias.La estación del Norte Descontando las Memorias de mis putas tristes, de García Márquez, no hay ni un solo libro digno de tal nombre en todo el local. Ahora bien, que es normal.

Los cambios en las formas conllevan un cambio en el hábito. El gusto por la lectura, el amor por los trenes y el viaje conversado, cómodamente sentado sin tener que estar pendiente para no partirte la crisma en la próxima curva, el placer sosegado de quienes entendían el viaje como una experiencia en sí misma y no como un fastidioso trámite que hay que pasar para llegar a un hotel determinado llega a su fin. El avión —y es pavorosa la idea de un cacharro que se lanza por las alturas bien relleno de personas— es, por su propia naturaleza, un espacio que imposibilita la lectura. Luego, el destino, la prisa, el ansia por recorrerlo todo sin ver nada. Ojos que no ven, piernas que no caminan, oídos taponados con discman: la perenne, la insistente incomunicación. Ir a Siena y leer a Carducci en la Piazza del Campo...¡qué desatino en los tiempos que corren!

Recursividad y Heraclito de Éfeso

En programación, llamamos recursividad a cierta técnica que permite a los algoritmos hacer una llamada a sí mismos, resolver una operación mirándose a sí mismos en un movimiento flexivo. Naturalmente, el concepto es algo más complejo que todo esto, pero supongo que será suficiente para nuestros fines. Quedémonos tan sólo con la idea de que algo, para resolver algo, se transforma al tiempo en sujeto agente y en objeto pasivo.

Cuando me ha tocado explicar algo de metodología de la programación y he recaído en esto de las recursividades, he recurrido a dos ejemplos distintos. El primero es un ejemplo famoso, que nos remite a Fibonacci y su famosa secuencia, en la que el número resultante ha de sumarse al anterior, empezando la secuencia con dos pares de números igual a uno.

Así: dada la secuencia 1,1 sumamos el último con el anterior y se añade a la secuencia

1+1= 2

1, 1, 2

Se suma el último (esto es, el 2) con el anterior (el 1), y se añade a la secuencia

1, 1, 2, 3

Sucesivas operaciones nos van alargando la secuencia:

1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55…

Que puede resumirse en la función:



Vemos de esta manera que la función va incrementando los resultados operando dentro de sí misma, por lo que la recursividad de este ejemplo matemático queda muy clara. (1)

La recursividad no ofrece problemas teóricos dentro de un planteamiento algorítimico. A nadie sorprende que las funciones puedan trabajar con sus propias entrañas sin que la misma naturaleza de la acción las ponga sobre el tablero de las sospechas. Es una técnica que se sitúa en el corazón de las matemáticas o una de sus indubitables propiedades. Sin embargo, este proceso no se circunscribe a las funciones algorítmicas únicamente, ni siquiera a las matemáticas. Dando un arriesgado paso, avanza dentro del mundo de lo real, del habla cotidiana, o —con mayores problemas— en el interior del pensamiento filosófico. Advirtamos que he notado una dificultad, sin hablar todavía de una posible duda de su presencia. Pasemos a examinarlo:

Para ello, debemos retroceder en el tiempo y contemplar la enigmática presencia de Heraclito de Éfeso. Es común que, en esas vidas de filósofos ilustres, o incluso en los breves retazos paradoxográficos, todo pensador tenga su propia arché. Aristóteles pasó una parte considerable de su vida al lado de Platón y éste atendió con deslumbradora intensidad a las enseñanzas de Sócrates. Incluso si nos retrotraemos hasta las primeras luces del Tiempo filosófico antiguo, encontramos que Anaximandro fue instruído por Tales, el milesio, quien a su vez estudió en Egipto, patria de nacimiento de toda ciencia y todo saber. Entre estos pensadores, vinculados a una tradición, sustentados por un hilo genealógico, alumnos en su día que alcanzan el grado de maestros, surge de la luminosa niebla de la Nada la figura de Heraclito. Por lo que sabemos, Heraclito no está ligado a maestro anterior, y lo que es más importante, no funda una escuela posterior, no emana sus enseñanzas a un grupo de discípulos; si es desconcertante encontrar un pensador de su talla ajeno al cordón umbilical, la sorpresa es aun mayor al no dejar intencionadamente descendencia tras de sí. Pese a que Laercio diga lo contrario, no parece haberse fundado una escuela heraclítea en Éfeso, y es muy probable que aquellos que siguieron a este pensador lo hiciesen por mediación de su libro antes que por enseñanzas directas (2).

El paso de Heraclito por el crepúsculo de la Filosofía es asombroso. Avanza con paso firme geminando directamente de la aurora, fascinándonos con la amplitud de su pensamiento expresado en su particular estilo antitético (antítesis es una palabra que permanece ligada a Heraclito). El desdeño de Parménides o la suave burla socrática no acaban con él, deja una huella que no se olvida ni se puede soslayar. Aquel que no recibe enseñanza de nadie lo expresa de la siguiente manera: Edizhsamhn Emewnton («Me investigué a mí mismo») (3).

El comentario es árduo, y ha suscitado no pocas ( e interesantes) interpretaciones: Diógenes Laercio explica que «no fue discípulo de nadie, sino que se había investigado a sí mismo, y que había aprendido» (mathein) «todas las cosas de sí mismo». Plutarco (también Juliano) la unen a aquel «gnozi seauton» délfico, encadenándolo a lo pitagórico y a la particular exhortación a sentir la chispa de lo divino en sí mismo. Taciano lo atribuye a su particular arrogancia y al desprecio por el género humano (Discurso a los griegos. 3). De todos los comentaristas, es Plotino el único que nota la radical autonomía que le hace objetivar el sujeto, o aún sujetizar el objeto. En el pensamiento primigenio de Heraclito se anulan las diferencias sujeto ~ objeto, o no son interesantes para su incesante búsqueda: es contemplándose a sí mismo como uno de los seres, como una parte del Todo, como puede «revelarse la lógica general o ley de razón que constituye el conjunto de las cosas todas» (Gª Calvo). Retorciendo a Zola, la consciencia de Heráclito es una consciencia que se escruta a sí misma.

Self-school'd, self-scann'd, self-honour'd, self-secure

[Autoenseñado, autoescrutado, autohonrado, autoprotegido]

La impresionante confrontación de una consciencia con la imagen de sí misma, la autonomía de un pensador ni creado, ni engendrado (S. Atanasio) es doblemente recursiva, en tanto figura presente y en tanto aventura mental. La pregunta básica de toda teoría del conocimiento (¿Quién investiga?, ¿Qué investiga?) queda disminuída, infantilizada, incapaz de contener el ámbito de una frase de dos palabras.

(Continuaré. Espero)


Notas:

1. Así como espero que aquel que me lea no haya tomado entre sus manos ese best-seller de enigmas estúpidos planteados de una manera ramplona y escritos en un estilo anodino (me estoy refiriendo a El Código da Vinci), también espero que sus madres no le hayan cogido aficción a ese horror. Es decepcionante tener que explicar la bellísima secuencia de Fibonacci sólo para resolver las dudas generadas en el capítulo 11.

2. Kirk, Raven y Schofield piensan de la misma manera, aunque dejan la puerta abierta al anotar el parágrafo 179D del Teeteto, que no dice nada acerca de una escuela de discípulos formada directamente ante la escucha del maestro; además, el texto platónico indetermina la localización exacta: «en torno a Jonia» puede ser todo lugar de la costa asiana, islas incluídas, sin que la referencia posterior a los efesios nos dé pie para imbricar una escuela en dicho lugar. Zeller cree que la permanencia de fuerzas heraclíteas en Jonia (y no sólo en Jonia. La presencia de Cratilo en Atenas es reveladora) induce a creer en la existencia de una escuela heracliteana (¿pero fundada y comandada por el propio Heraclito?). Guthrie sigue dócilmente a Kirk, en alianza a las consideraciones de esos pavorosos Cosmic Fragments: se muestra, por tanto, cauto a la hora de aceptar que Heráclito tuviese discípulos directos. De García Calvo se desprende —en sus razones para aceptar la tesis de la existencia del libro de Heraclito— que no hubo tal escuela, al menos a la manera de la Academia o del Liceo.

3. 101 D-K


Tirar, tirarse, tirar de





Tirar, tirarse, tirar de


En castellano, tirar es verbo riquísimo: de incierta etimología, viene a significar, en su acepción mayoritaria, “arrojar lejos de uno” o “desechar”. Así, a la tonta, se me han ocurrido unas veintitantas acepciones y lexicalizaciones que provienen de tirar; no me interesa el catálogo completo (que puede ser enorme), sino centrarme en algunas expresiones e ir algo más allá de lo que va el diccionario.



Sin duda, todo hablante de español que haya paseado por las calles habrá escuchado frases del tipo ha tirado su vida, o incluso (si esas calles son las del barrio bajo) Fulanito es un tirado. Volvemos a los significados básicos de arrojar o desechar. Del mismo modo que, en el imaginario colectivo, la vida es un caudal que ha de atesorarse, guardarse (estas lexicalizaciones son sumamente conservadoras), aquel que tira su vida no hace, a juicio de la sociedad, un aprovechamiento suficiente de las oportunidades que el tiempo –se supone— le ha ido brindando. Tenemos aquí un retorno a la espantosa fábula de la Cigarra y la Hormiga: quien no atesora, quien no aprovecha, desecha, arroja lejos de sí las oportunidades sociales para situarse o para colocarse (el verbo, en continuo retroceso en este uso, considera a las personas como si fuesen poco menos que jarras en la alacena de la vida) en una posición social suficiente. Uno puede tirar su vida si no se casa en una buena oportunidad de hacerlo, si no se parte los cuernos por conservar un puesto de trabajo atractivo (al juicio externo), si no hace nada constructivo en la vida (véase lo peligroso, tendencioso y segmentario de tal aseveración). Quizás sea en el barrio humilde, donde la vida se entretiene en vapulear a sus ocupantes, el lugar en el que la sustantivización del participio (ser un tirado) adquiere connotaciones más dramáticas: son tirados los alcohólicos, los drogadictos, las prostitutas, en definitiva, las personas que viven en la marginalidad que se extiende más allá del lumpenproletariado (aquellos en los que Marcuse depositaba sus últimas esperanzas revolucionarias). En todas estas propuestas se edifica una imagen: los tirados, los que tiran su vida, se arrojan lejos de sía si mismos en una esquizofrenia delirante, no muy lejana a cuando uno se tira por un puente, o se tira a las vías del tren. Aquí, el objeto a lanzar es uno mismo, uno se empuja todo él para allegarse a la perdición, sea social o vital.



Pero también vemos el acto de tirar, cuando se le añade los pronombres reflexivos me, te, se, bien en sus formas proclítica o enclítica, vale por copular, dándole un valor desenfadado o aún despectivo: Se tiró a Menganita, o Me apetece tirarme a Zutana no dan una idea aproximativa la valoración del acto (como podría parecer lógico), sino que el verbo un látigo del escarnio para la pareja ocasional. La sensación de desprecio, la intención de desechar o de verter por tierra a la persona contraria es palmaria. Tal locución conlleva la expulsión del campo de la igualdad consubstancial entre seres humanos para desterrarla al mundo de los objetos o de los animales, que en el habla común son nuestros inferiores jerárquicos. Es lícito decir (no me meto en juzgar el acto: analizamos el uso del idioma) se tiró a la cabra, pero…¿puede uno tirarse (cuando habla de sí) a aquella de la que está enamorado? ¿Qué es lo que se lanza, se desecha aquí (investigo la licitud de la pregunta)? ¿Es realmente al parternaireocasional a quien se elimina de toda consideración? ¿Es justo o exacto decir –más allá de lo inconcebible de la locución— que un jeune ménage se tiran el uno al otro? ¿Por qué este desapego se contempla solo en una dirección al tiempo, y no se puede construir desde un punto de vista recíproco?



La tercera construcción que me gustaría tocar es la que se emprea con la preposición de: tirar de navaja, o de pistola, en argot quiere decir sacar un arma con intención manifiesta de usarla. Más allá de la petulante exhibición o de llegar a la advertencia criminal (que es la última forma de diplomacia), aquel que tira de cuchillo, lo haya meditado o no, ya ha tomado la decisión lesiva. Visto que ambas acciones suelen hacerse con el brazo en el máximo de su extensión, el arrojar al que llevo dando vueltas se opera en un sentido figurado. Se proyecta el brazo armado lo más lejos posible de uno, pero no se lanza el arma (como en algunas películas, en las que, tras el intercambio de disparos, uno de los rivales queda sin balas y trata de causar daño a su oponente ¡despidiendo la pistola como si fuese una piedra!). Uno tira de navaja, y aún tira un navajazo (la acción de tratar de herir con este arma firmemente agarrada), pero no la suelta, no se desprende de ella mandándola por los aires en dirección al enemigo. Y en tanto tirar el cuchillo significa, simplemente, desprenderse de él, soltarlo, rendirse, tirar de él es emplearlo hasta las últimas consecuencias (o hasta las primeras: el uso de los cuchillos, si se llevan en el vestuario, o de las pistolas no es otro que el letal).



El caballero del León

El Caballero del León



Notas de lectura






Chrétien de Troyes fue un trovador (acaso también eclesiástico), que compuso cerca del

1180 la obra que nos ocupa. Como poeta al servicio de la corte de Champaña, cantó, en lengua de oïl (lo que podría ser entendido como francés medieval), los romances y gestas caballerescos de un mundo ficticio de origen céltico: el ciclo del Rey Arturo y los personajes a él allegados. No se sabe con exactitud si este tema fue idea del propio Chrétien, o sugerencia de sus mecenas, Enrique y María de Champaña; se especula con la pertinencia político-social para tratar estos temas: bien sea por lealtad, muestra de afecto, pretensiones de vinculación con el mundo anglonormando, envuelto como estaba el reino de Champaña en las luchas con el estado francés con cabeza en París, o bien como propaganda y enseñanza de un mundo heroico, fantástico y cortés, en el que los nobles competían entre sí en galanura, sujetos todos a la autoridad real de un poder central, o si por último sirvió más bien de entretenimiento y solaz literario para ser leído en las claras mañanas para diversión de caballeros y damas, lo que sí que tenemos de cierto es que estas leyendas corrían de boca en boca desde Alemania hasta Inglaterra, partiendo de su epicentro normando-galés. Leyendas que, como se entenderá, van más allá de una mera tradición lingüística, para transvasarse con facilidad de una lengua a otra.



Pero no es un ensayo sobre la tradición artúrica y su devenir en esto que hemos dado a llamar Literatura; lo que nos interesa, ni tan siquiera, si podemos signar a Chrétien de Troyes como el primero de los novelistas europeos (tal como quiere, siguiendo a Watt y a Kerenyi, Carlos García Gual en su introducción al Caballero de la Carreta), saltándonos groseramente los distingos y negándonos a ver la homofonía y la homografía que en francés tiene roman para aplicarse a dos conceptos muy distintos, o si por el contrario, vemos en él el postrer coletazo que daba la épica por estas tierras de Europa. Creo que lo más interesante es que nos alejemos un tanto de las discusiones de Academia y que nos centremos en este libro: a saber, El Caballero del León.



Chrétien de Troyes compuso los 6806 versos del romance en su estilo habitual, que no es otro que ese pareado octosílabo que tanto ha proliferado para narraciones épicas. Desgraciadamente, las ediciones que manejo, tanto la castellana de Maria José Lemarchand, como la clásica inglesa de W.W. Comfort, editada por Everyman´s Library allá por 1914 (véase el texto digitalizado en http://camelot.celtic-twilight.com/chretien/yvain.htm ), no recogen esta tradición y lo vierten a sus respectivas lenguas en prosa. Una lástima, creo yo, porque aquí perdemos gran parte de la gracia inicial que el de Troyes insuflaba a sus versos para deleite de sus lectores. La obra original en francés antiguo, en la lengua de oïl [me refiero a la copia textual que los estudiosos califican como la más fiable y completa, hospedada en la Biblioteca Nacional de París, fr. 1433, el llamado manuscrito P, junto a otros (el 790, 1638, y 12560, todos en la BNP), los podeis encontrar en la fenomenal página sostenida por la Facultad de Artes de la Universidad de Otawa en http://www.uottawa.ca/academic/arts/lfa/activites/textes/chevalier-au-lion/index.html]



En el Caballero del León, se recogen las aventuras de Yvain (o Owain, en la versión recogida en Gales del Red Book of Hergest), noble paladín de la corte artúrica: pese a que se narran diversas hazañas, hemos de tener claro que se imbrican en torno a un mito central, que es el que los folkloristas han dado en llamar La dama de la Fuente: en cierta región, hay un pozo, un escalón (un basamento, un altar, depende de las versiones), y un árbol frondoso; cada vez que se vierte agua del pozo en el escalón, acontece una fuerte tormenta, poblada de vientos huracanados, granizo, y relámpagos. Todo lo que hay alrededor es prácticamente arrasado: mueren las bestias y los hombres por el temporal, se desgajan las ramas de los árboles, y en un castillo cercano, tiemblan peligrosamente torres y murallas. Una vez pasada la tormenta, el visitante comprueba que el árbol aledaño ha quedado sin hojas, pero que en cambio, se ha poblado de pájaros que cantan una bella melodía. Entretanto, del castillo surge un caballero misterioso, que se enfrenta con aquel que ha derramado el agua, le vence, y se marcha. De tal manera, en el relato de Chrétien, le acontece a Calogrenante, un caballero visitante de la corte del Rey Arturo. Azuzado por Kay, el senescal, y deseoso de ganar renombre, Yvain, un valiente caballero, se lanza a la búsqueda de la fuente y el árbol. Pasa una noche en un castillo, donde es cordialmente acogido por el castellano y su hija, para marchar a la mañana siguiente. Se adentra en un bosque (1), y unos sonidos tremendos le guían a un claro: en él, un villano (2) vigila a dos toros, que disputan entre sí. Entre admirado y aterrado, Yvain le pregunta cómo es posible que él se mantenga sereno ante dos bestias enfurecidas. El hombre le confiesa ser su pastor, y no temerlas en absoluto, pues las tiene bajo su dominio (3). Ante la pregunta del caballero, le indica el camino a seguir para encontrar la fuente con que se topó Calogrenante. Al llegar, repite el proceso: saca agua, la derrama, soporta la tormenta, ve el árbol cuajarse de canto (4), y vislumbra al caballero. Casi sin mediar palabra, se enfrentan (5) en combate, en el que Yvain hiere gravemente al caballero rival. Al sentirse morir, contrariamente a las leyes de la caballería, emprende un feroz galope hacia su castillo; Yvain le sigue, y en la persecución casi pierde la vida: la súbita caída del rastrillo del castillo secciona en dos su caballo, y el pierde las espuelas, segadas de sus talones. Ya dentro del castillo, pero bloqueado entre la reja interior y exterior, Yvain está en una situación comprometida. No tiene manera de avanzar o de retroceder. Afortunadamente para él, un doncella llamada Lunete (así en francés; en galés, Luned) se compadece de él y le entrega un anillo que confiere la invisibilidad. Entretanto, alertados por el caballero moribundo, los habitantes del castillo se disponen a buscar a su vencedor, pero no son capaces de dar con él. Éste está en la alcoba de Lunete, que es la
camarera (6) de la señora del castillo (la Dama de la Fuente). Una vez que los desconcertados habitantes del castillo desisten en su búsqueda, Yvain observa por una ventana a la Señora, que llora la muerte del caballero, que no es otro que su consorte. En uno de esos momentos tan característicos del relato épico, queda súbitamente prendado de ella, pero se apercibe de que los sentimientos de la Señora hacia él no podrán ser sino periféricos al odio. La ayuda de la doncella (Lunete es uno de esos personajes hábiles, que allanan las dificultades en las que sus señores se meten) en estos momentos es, de nuevo, providencial: convence a su señora de que aquel que ha acabado con su marido debe ser un buen caballero, un ser angélico que defenderá a su vez el castillo si es que ella consiente en tomarlo por esposo. Ella cede rápidamente, y consiente en casarse con Yvain (7). Celebrados al día siguiente los esponsales, parte rápidamente: el castillo tiembla por la tormenta, porque alguien ha derramado de nuevo agua
del pozo en el escalón. Ha sido la comitiva del Rey Arturo, quienes también fueron impresionados por el relato de Calogrenante. Así, convertido en nuevo paladín de la Fuente, oculto por el yelmo y la celada, se enfrenta al primero de ellos, que no es otro que el senescal Kay. Como es natural, lo pone en tierra, vengando así la afrenta en la corte. Acto seguido, se descubre la celada, y ruega al Rey y a los caballeros que le acompañen como invitados al castillo. Así lo hacen, donde pasan una semana de solaz cortesano, entretenidos en el placer de la caza, la pesca, los torneos y las fiestas.




En la celebración de los esponsales de Yvain con la Dama de la Fuente (solo en este pasaje aparece su nombre y filiación: es Laudina de Landuc, hija del duque de Laududez) , su mejor amigo, Gauvain (Gawain), sobrino del Rey Arturo, y un caballero tan perlado de virtudes como el mismo Yvain, ha trabado esa amistad cortesana en la que se intercambian abrazos, besos y promesas de amor, con la doncella Lunete. Sin embargo, cuando el Rey muestra signos de querer regresar, trata de convencer a Yvain para que les acompañe:



«¡Cómo!» –dice el texto siguiendo la versión española citada.- «¿Seríais acaso de los que echan a perder su valía por culpa de su mujer? ¡Por santa María, quede deshonrado quien se case para desmerecer! Quien tiene una noble y hermosa dama por amiga o mujer debe ganar méritos, pues es justo que ella le deje, si van a menos su fama y su valor. Tened por cierto que su amor os llegaría a enojar, si fuese motivo de demérito. Una mujer no vacila en retirar su amor, y está en su derecho, si desprecia al que ha desmerecido, nada más hacerle señor de su reino.» (8)



Así, Yvain es persuadido y recibe el permiso de su dama para abandonar el reino y «retornar a Bretaña», siempre que esta separación no supere un año, es decir, «ocho días después de la Fiesta de San Juan». De lo contrario, la aguerrida dama promete que «el amor que os tengo, se tornaría en odio». En señal de despedida, y como prueba de compromiso, la dama le entrega un anillo mágico, bajo cuyo influjo «no puede quedar apresado ningún amante leal y verdadero, ni perder sangre, ni sufrir mal alguno». (9). Yvain promete, y parte con el corazón dividido; pero en cuanto se envuelve en justas y torneos, desaparece de él toda sensación de añoranza, hasta el punto de olvidar su promesa. Ha vencido ya el plazo, y ha pasado la mitad del año siguiente. Es entonces cuando le reclama «una doncella, que cabalga derecha hacia ellos». Esta dama, enviada por su consorte le advierte que el placer que la Señora de la Fuente tenía a la vista de Yvain se ha tornado, como bien prometía, en desamor y rencor, y que visto esto, renunciaba a verle más. En ese caso, pide además la devolución del anillo (10). El caballero queda avergonzado ante «la asamblea de barones», y «a duras penas, iba reteniendo las lágrimas y sólo la vergüenza que sentía le ayudaba a contenerlas». Marcha del lugar «porque teme volverse loco», pero, caminando errante, finalmente pierde la razón, para tornarse en un loco furioso, que rasga sus vestiduras y huye «por los campos labrados» (11). En plena locura, llega a un bosque, donde «anda al acecho de animales, para matarlos», del mismo modo en que, tres siglos y medio más tarde, Ariosto enviará la locura a su Orlando (12). Vagando su vida de loco furioso, se topa con la casa de un ermitaño, quien, temeroso de ver a quien no parecía estar en sus cabales, se encierra a cal y canto, pero dejándole, por caridad cristiana, algo de agua y un pedazo de «pan tan áspero y tan poco refinado», apunta Chrétien, siempre atento a estas cosas, «que seguro que no costaría más de cinco sueldos el sextario de grano con que se hizo, pues era más amargo que la levadura, amasado con cebada y paja, enmohecido y seco como la corteza de un árbol.»; en definitiva, una comida que solo los eremitas y los caballeros enloquecidos podrían digerir; pero ya que Yvain es uno de los segundos, acepta agradecido el viático, y vuelve a su caza de bestias. Nunca pasaba más de ocho días sin «colocar delante de su puerta alguna bestia salvaje que hubiese cazado», a cambio de lo cual, el ermitaño las preparaba y le facilitaba agua y pan, eso sí «de cebada y centeno sin levadura».



Semanas más tarde, Yvain es descubierto en el bosque mientras duerme en pelota picada, por unas dama que cabalga con dos doncellas; una de ellas le reconoce por un costurón que tiene en la cara, avisando a su dama de quien es y en el estado en el que se encuentra, que no puede ser otro que el de la locura: apercibida de ello, la dama le entrega a su doncella un ungüento, regalo de Morgana, para que se lo aplique sobre las sienes. Tras haberle advertido que solo se lo aplique por frente y sienes «pues aparte del cerebro, no le duele otra cosa.», marcha a su castillo, dejando a la doncella en la labor masajística. Ésta, ni corta ni perezosa, se lo expande por todo el cuerpo «no solo le frota las sienes y la frente, sino el cuerpo entero, hasta los dedos de los pies». Dejo a la imaginación del lector de esta página hasta dónde engloba aquel «por todo el cuerpo.».



Asistimos ahora a un episodio crucial para Yvain; internándose en un bosque (véase nota 1) escucha un jaleo fenomenal. En un claro, un león disputa con una serpiente que vomita llamas, y que le tiene agarrado por la cola. (15). Rápidamente, toma partido por el león, aún temiendo que esta fiera, una vez liberada, le ataque a su vez. Con la espada, y protegiéndose de las llamaradas con el escudo, corta a la serpiente en pedazos. El león ha quedado libre, e Yvain se apresta a defenderse, pero este, con una cortesía inaudita, se le postra en señal de sumisión, y le sigue a todos lados, con la mansedumbre de un perrillo de 300 kilos (16).



En sus vagabundeos, Yvain llega accidentalmente a internarse, con su compañía, en el bosque de Broncelandia, donde están pozo, escalón y árbol ya conocidos; al verlos, recupera de súbito el recuerdo, y cae derribado al suelo, conmocionado por la impresión. En la caída, la espada se le desprende del cinto y «le cortó la piel del cuello, haciendo brotar la sangre». El león, al ver la escena, protagoniza una escena llena de gracia y cortesía: transido de dolor, aleja la espada del cuerpo de su amo, para que no vuelva a cortarle, y con los dientes, la coloca en el tronco, por detrás, para evitar que al resbalar, caiga sobre Yvain. Apoyándola en el tronco, como un auténtico romano, decide quitarse la vida, pues esta ya no le es soportable después de lo que él cree la muerte de su compañero. Recuperado el sentido, Yvain tiene que hacer esfuerzos para sujetar al león, que ya se precipitaba contra el acero.



Una vez calmado el arrebato suicida del león, y estando el caballero en pleno lamento por su desdicha y su vergüenza, alcanza a escuchar un voz que brota de una ermita aledaña. Se aproxima, y encuentra a una cautiva (pronto veremos que es Lunete), que ha sido encerrada para ser ajusticiada con posterioridad, si es que no se presenta un caballero que la defienda de las acusaciones de traición que pesan sobre ella. El senescal (17) y otros dos caballeros han vertido insidias sobre ella, la ha acusado de hacerle traición a su señora en favor de Yvain. Gauvain, entre tanto, está en paradero desconocido, persiguiendo a Ginebra y a Lancelot (18), y sólo Yvain, por tanto, es lo suficientemente buen caballero para enfrentarse a los tres acusadores. Él jura que aparecerá en el momento del juicio, pero le hace prometer que no revelará su nombre, pues prefiere aparecer encubierto con el seudónimo que utilizará ya el resto de la obra: el del Caballero de León.



Habiendo aceptado entablar combate al día siguiente con los tres acusadores, el ahora llamado Caballero del León parte con su mascota, buscando un castillo donde alojarse (19). Llegando a uno, comprueba el estado intacto de las formidables murallas, pero su interior (20) tiene las casas asoladas como si hubiese recibido la visita de un huracán. Atemorizados por el león, los habitantes se esconden, hasta que Yvain les calma, advirtiéndole que en su presencia es tan inofensivo como un pato. Ya en el castillo, es agasajado como de costumbre, a la manera de los feacios. Sin embargo, los nobles del lugar pasan alternativamente de la alegría por la visita de su huesped a la tristeza más desconsolada. Preguntándoles Yvain el porqué de tan extraño comportamiento, le revelan que un gigante, que responde al hermoso nombre de Harpín de la Montaña, pretende que se le entregue a la hija del barón, para poder él a su vez dejarla para
solaz de sus mozos de la casa y sus porqueros. La pretensión, que inflamó a los caballeros hermanos, se saldó con la muerte de dos de ellos y la captura de los cuatro restantes. Además, por si esto fuera poco, saqueó todas las casas, e incendió el resto, no dejando nada «ni por el valor de una tabla». En el caso de no entregar a la doncella, matará, como es natural en los felones y ruínes malandrines, a los hermanos supervivientes. Explicado así el comportamiento fluctuante de sus anfitriones, el Caballero del León les promete zurrarse con el bueno de Harpín, más aún cuando se entera de que la madre de la dama a capturar no es sino la madre de su bienamado Gauvain, que ya explicamos que está provisionalmente en viaje de negocios. Eso sí, que tendrá que ser a primera hora de la mañana, porque tiene un inaplazable compromiso para dar una paliza a tres infames acusadores a mediodía.



Transcurren las horas, llega el descanso, y comienza a amanecer. El gigante no aparece, e Yvain comienza a impacientarse. Las súplicas de la hija del barón le convencen para quedarse tan solo unos minutos más, «cuando de pronto, surge el gigante, llevando consigo a los caballeros a paso de carga. Del cuello le colgaba una maza, gruesa y punzante, con la que no cesaba de aguijonearlos.». Al ver el estado de los pobres cautivos, el héroe no se demora. Apresta su caballo, se embute en su armadura, y llevando consigo al león, desafía a Harpín. La batalla es desigual, y aunque Yvain logra sacar de su mejilla una tajada «como para una carbonada», éste le propina tal arremetida, que lo voltea con caballo y todo. El león, que ha visto la escena, salta por el gigante, y prácticamente le desjarreta una pierna; Yvain, en tanto, para no ser menos, hace lo propio con un brazo, rematándolo finalmente con una estocada en el pecho. Así, el gigante se desploma, quedan libres los caballeros, y dejándoles con el recado de no dejar de contarlo a Gauvain –pese a ir de incógnito y negándose a revelar su nombre- parte en busca de Lunete, esperando no llegar tarde.



A toda velocidad, llega a la ermita, solo para comprobar que la dama no está esperándole. Ya los caballeros acusadores la han llevado, y han preparado una hoguera para asarla convenientemente. Con el corazón en un puño, el Caballero del León les reprende del siguiente modo:



- «Dejad a la doncella, bribones, dejadla! ¡No es justo que arda en la hoguera, cuando ningún delito ha cometido!»



Todos se apartan a su paso, pues han comprendido que, en el último minuto, ha aparecido un caballero defensor de la inocencia de la doncella. Yvain, «confiando en que Dios y el derecho estarían de su parte», se abre paso. Al ver a la Dama de la Fuente, su esposa, casi no puede ahogar los suspiros que le embargan; sin embargo, por ir de incógnito, ella no puede reconocerle. Las damas, entretanto, suspiran porque salve a esa Lunete tan buena, que de tantos mantos les proveía, para que siga proveyéndolas de igual manera ( 21). El Caballero del León invita a Lunete que exponga su caso: Lunete explica lo siguiente:



- «Señor, Dios es quien os manda en tan grave apremio. Los que levantan falso testimonio contra mí ya tenían preparada esta hoguera, y si os hubieseis demorado algo más, yo sería brasas y ceniza. Habeis venido a defenderme, Dios os dé poder para ello, como tan verdad es que soy inocente de lo que me acusan



El senescal, como parte acusadora, replica lo siguiente:



- «¡Ah, mujer, criatura parca en verdades y pródiga en mentiras! Poco prudente es quien, fiándose de tus palabras, carga tal peso. ¡Qué malhadado caballero que vino a morir por ti, pues él está solo frente a nosotros tres! Pero le permito escapar, antes de que le ocurra tamaña desgracia



Yvain no se retira, sino que insiste en proclamar la inocencia de la dama, porque, como dice, «yo creo absolutamente todo lo que ella me ha afirmado.», y se jacta aún de no temer enfrentarse a tres hombres ya que, como le dice al senescal «si Dios y el derecho, que se mantienen unidos, acuden en mi ayuda, tengo mejor
compañía y auxilio que tú.
». (22). El senescal acusador entonces le invita a combatirlos con todos los medios que tenga a su alcance «pero que no les haga daño el león». Yvain, cortésmente, les asegura que este animal no les atacará.



Así pues, comienza la desigual lucha, de tres caballeros contra uno solo. Sobre su caballo, con la lanza, consigue dejar fuera de combate al senescal, pero se ve agredido por los otros dos, espada en mano (23). Ambos no pueden doblegar a Yvain, hasta que no reciben la ayuda del recuperado senescal. Tres atacantes, según parece, son demasiados, porque le dejan «lastimado y malherido». Percibiendo semejante desproporción, el león sale de su pasividad: lanzándose contra el senescal, lo derriba a tierra, y le acomete con tal fiereza que «hace volar como si fueran pajas las mallas de su loriga (...) al suelo derribándolo (...) con tanta fuerza que le arranca un tendón desde el hombro por todo el flanco, y le va desgarrando la carne viva hasta las vísceras» (24). Los otros dos, viendo a su hermano malherido, le atacan ahora, hiriéndolo; mas es ahora a Yvain a quien se le posee la ira, los acomete a su vez, hasta conseguir su rendición. Como han acusado en falsedad, tal y como ha demostrado la decisión divina, arden por justicia en la hoguera que para la doncella habían preparado.



La Señora de la Fuente ahora se reconcilia con Lunete, viendo que sus sospechas no tenían fundamento. Acercándose al caballero vencedor, le pide que le haga la merced de descubrirse y alojarse con ellos. Yvain le contesta que no es libre de revelar su nombre y rostro «hasta que no haya obtenido el perdón de su dama».

Elegantemente, ella observa que no puede ser muy cortés la dama que le guarda semejante rencor (25). Oído esto, el caballero prefiere no dar explicaciones sobre los motivos de la dama, o la culpa que recae sobre él, excepto con quienes «saben de este pleito» (26). Negándose a descubrirse y a presentarse con otro nombre que el del Caballero de León, marcha herido con su compañero llevado en una litera construida con helechos y musgo para poder desplazarlo, a acogerse a un castillo cercano, no sin recomendarle a Lunete, sotto voce, que no deje de
interceder por él ante su dama.



Mientras Yvain y su león se reponen de las heridas sufridas en un lugar cercano cuatro días con sus noches, en otra parte , el Señor de la Negra Espina muere, estableciéndose querella entre sus dos hijas por la herencia. En tanto la mayor sostiene que disfrutará el total de la heredad, la pequeña no consiente renunciar a su parte, aún siendo menor (27). Es tal el irresoluble estado de disputa, que la menor afirma que irá a buscar justicia a la corte del Rey Arturo. Temiendo la primogénita que sea defendida por un caballero mejor que Gauvain (hay noticia ya de que Yvain ha desaparecido) se pone en camino, adelantándola en el camino, y solicitándo que este caballero haga suya su causa. Como es natural, Gauvain accede; no obstante, parece que
no las tiene todas consigo, porque queda bajo contrato que permanecerá en secreto esta defensa: si la defendida revela a alguien que Gauvain es quien sostiene su apoyo, el pacto quedará roto (28)



Una vez que la hermana menor llega a la corte, se siente desolada al comprobar que el abogado que ella solicitaba (como no, Gauvain) está comprometido en otro asunto (29) que le imposibilita aceptar su defensa. Pintado de tintes tan negros el negocio, pide al rey que medie en la cuestión, sin que sea necesaria una justa que decida el resultado. La hermana mayor, al oir esto, se niega, porque se sabe apoyada por el poder de Gauvain. Pero, por otro lado, como las noticias de la victoria de un desconocido Caballero del León sobre un gigante que oprimía a los sobrinos de Gauvain llegan en estos momentos, se admira tanto el tío como la desgraciada sin abogado, que toma una súbita decisión. «En la corte», piensa, «no hay caballero capaz de enfrentarse a mi señor Gauvain; ¿Quizás este caballero errante al que nadie conoce será capaz de aceptar mi defensa?». Tiene un plazo, concedido por Arturo, para encontrar caballero que la ampare, de cuarenta días (30), al cual accede, a regañadientes, la hermana mayor:



- «Noble señor» –le dice la primogénita, al ver que todas las trabas del mundo no cambiarían la decisión real.- «podeis establecer las leyes a vuestro antojo y como os plazca. A mi no me afecta ni me concierne, y no tengo derecho a desacatarlas, enfrentándome a vos, así que debo aceptar este plazo, si ella lo solicita.» (31)



Sin perder tiempo, parte la menor en busca de Yvain, cabalgando desesperadamente con tal brío y empuje, que al fin, desecha de agotamiento, consigue llegar hasta llegar a un castillo. En dicho lugar, una doncella, apercibida de los hechos, decide buscar al caballero, y tomando un palafrén, cabalga «de un tirón y sin escolta durante toda una jornada, hasta que llegó la noche oscura». Se encuentra en lo más hondo del bosque (32). Invocando a Dios y a todos los santos, que suelen ser de gran ayuda para estos trances, encuentra finalmente, de forma casi casual, el camino que le conduce a un castillo, que no es otro que el liberado recientemente por el caballero al que busca (33). Entrando con desparpajo, pregunta por el caballero dando razones meramente descriptivas, porque, como sabemos, desconoce su nombre; sólo sabe que «lo más significativo de él es un león, del que nunca se separa».

Informada de que es el mismo caballero el que estuvo hace poco en el lugar, pernocta y parte a la mañana siguiente para toparse, indicada por el castellano, con el castillo de Laudina de Landuc, en donde Yvain derrotó al senescal y sus hermanos (34). Aquí, Lunete se brinda a acompañarla para ponerla en el camino por donde partió, aprovechando de paso para contarle la reciente historia de su juicio. Finalmente, una vez que Lunete se ha despedido, consigue llegar al punto en donde sabemos que ha quedado el caballero. Preguntando una vez más, se encuentra con la respuesta que nos temíamos:



- «A fe mía, damisela» –contesta el señor-, «se despidió de nosotros hace muy poco, y hoy mismo le podeis alcanzar, si no os apartais de las pisadas de su caballo.»



La triple detención por los parajes que ha visitado con anterioridad Yvain pone al lector en un estado tal de tensión, que no le cuesta unir sus bríos al galope tendido de la doncella, que parte en la dirección que le señalan, para alcanzarle finalmente «chorreando sudor su montura por tan endiablado paso para un palafrén.» (35). Ya junto a Yvain, narra sus pesquisas, y le pone al corriente de cómo una dama le andaba buscando sin resultado, «lo que le afligió tanto que cayó enferma.» (36). Duda la doncella acerca de si el estado actual del Caballero del León, apenas repuesto de un grave vapuleo, será capaz de aceptar el caso. Pero éste, que más valiente y viril que el Guerrero del Antifaz, replica:



-Descansar me tiene sin cuidado (...) pues con ello, nadie puede ganar fama, y lejos de concederme algún descanso, gustosamente os seguiré, dulce amiga, hasta donde querais. (37).



Así, juntos, se encaminan hacia el palacio del procedencia de la doncella, para confirmar a la hermana menor que su búsqueda de defensor ha quedado al fin concluída.



Pasamos a lo que, al parecer del que suscribe, es la parte más hermosa de toda la obra. En el camino de regreso, El Caballero del León y la doncella marchan por un camino que les conducirá indefectiblemente al Castillo de la Pésima Ventura. Según se acercaban a la fortaleza, la gente (38) que los veía venir les increpaba duramente:



- Mala suerte tengais por estos lares, señor, que en mala hora venís! Que quienes os guiaron hacia esta morada buscaban vuestra desgracia y deshonra lo podría jurar un abad. (...) Un paso más y lo sabreis. Pero no os enterareis de nada hasta penetrar dentro de esta alta fortaleza.



Yvain se refrena, y sólo pregunta airado a las gentes el porqué los laceran de ese modo. Pero los hombres (38) le siguen diciendo:

-Hu, hu! ¿Adónde vas, desdichado? Si alguna vez en tu vida encontraste a quien provocara tu deshonra e infamia, en el lugar hacia donde caminas tales ultrajes te han de infligir que no podrás ni contrarlo.



Irritado, topa entonces con una dama de cierta edad y de extrema cortesía (39) , que le explica la situación:



-Amigo, te irritas por nada (...) ten la seguridad de que ninguna de sus palabras lleva mala intención, sino que te están advirtiendo algo por si lo supieran entender (40), para que no subas a hospedarte arriba. No se atreven a decir el porqué(41), pero si te fustigan y asustan(42), es solo con el propósito de ponerte en guardia. Acostumbran a hacerlo con todos los viajeros que se aventuran por estos parajes, para disuadirlos y alejarlos de estos lares, porque la costumbre de este lugar es tal que, ocurra lo que ocurra, no nos atrevemos a albergar a ningún forastero, por muy caballero que sea. Ahora bien, lo demás es cosa tuya. Nadie se interpone en tu camino, y si así lo quieres, podrás subir a la torre, pero si sigues mi consejo, volverás sobre tus pasos(43).



Evidentemente, el Caballero del León rehusa seguir el consejo, porque no va a quedarse a dormir al raso. Ya que su alcurnia le espolea a dormir en castillos, sean estos amigables o no, tendrá que seguir su camino. En la puerta del castillo de marras es invitado -con sorna- a pasar por un guardián, que le apremia a traspasar la puerta. Haciéndolo, el trío se encuentra ante una inmensa sala, que da a un patio cercado con estacas, dentro del cual trescientas doncellas harapientas y pálidas se afanan ante los telares, tejiendo y bordando con hilos de seda (44). Ante el miserable estado en que se hallan las doncellas, el conmovido caballero les pregunta acerca de su destino, siendo informado de que el Rey de la Isla de las Doncellas fue capturado por los dos «hijos del diablo» que moran en el castillo, y que por su libertad paga cada año el tributo de treinta doncellas (45), que son condenadas al trabajo de las telas en las condiciones que el Caballero del León puede apreciar. El lamento de las doncellas es el siguiente:



Siempre ropas de seda tejeremos,
y no por eso mejor vestiremos.
Siempre andaremos pobres y desnudas,
siempre tendremos hambre y sed.
Jamás conseguiremos tal ganancia
que nos permita tener qué comer.
Tan sólo pan tenemos de continuo,
poco por la mañana y por la noche menos,
pues de la labor de nuestras manos
no tendrá cada una para su vivir
más que cuatro dineros de la libra.
Y con eso no tenemos bastante
para obtener carne y vestidos.
Pues quien gana a la semana
veinte sueldos no sale de pobreza.
Y así sabed todos vosotros
que no hay ninguna de aquí
que más sueldos logre reunir.
¡Con esto sería rico un duque!
Y nosotras estamos en la miseria.
Pero se enriquece de nuestros salarios
aquel para quien trabajamos.
De la noche gran parte pasamos en vela,
y todo el día seguimos trabajando.
Nos amenazan con apalearnos
nuestro cuerpo en cuanto reposamos,
de modo que ni a descansar nos atrevemos.



El aturdido caballero marcha de la sala, en busca de los dueños del castillo; por sus intricadas salas, alcanzan un jardín interior en el que, sobre un tapiz, descansa un hombre ricamente vestido, una dama, y una doncella que lee para ellos una novela (46). Frente a una escena tan exquisita, Yvain no duda en acercarse, siendo cortésmente acogido por los personajes, que le sirven y atienden de un modo excelente: le lavan y visten con lujosos ropajes (47), y le dan de comer cuidados manjares. Una vez servido, lo conducen a un lujoso acomodo, en donde descansa la noche. Levantándose temprano, escucha misa (48). Ya confortado espiritualmente, se dispone a partir, pero es desagradablemente informado por el noble dueño del castillo de que no puede hacerlo hasta derrotar a dos de sus servidores, ya que esta es la «diabólica costumbre» del lugar que él está obligado a mantener (49). En el caso de que consiga derrotarlos, recibirá como premio a su propia hija (la hermosa muchacha que leía), amén de la propiedad del castillo. El ya casado caballero rehusa la proposición con cortesía, conviniendo en que la dama es singularmente bella y bien educada, mas el castellano se enfurece, y lo acusa de cobardía. Ante tal disyuntiva, no le queda más remedio que aceptar el combate. Salen por tanto los afamados hijos del diablo, fruto del trato entre un duende (50) y una mujer, vestidos de hierro y armados de clavas. Aunque son dos, conminan al Caballero del León a encerrar a su animal, ya que la costumbre del lugar es que, como le dice burlonamente uno de los enemigos «vos habeis de estar solo, y nosotros debemos ser dos; si el león estuviese a vuestro lado para luchar contra nosotros, ya no estaríais solo, sino dos contra nosotros dos, contraviniendo con esa igualdad la costumbre»

Este divertido discurso, en el que sus adversarios se arrogan el exclusivo derecho de ser injustos convence no obstante al caballero, que encierra al león en un cuarto aledaño. Habiéndolo hecho, se enfrenta a los dos monstruos, quienes demuelen con sus clavas el escudo de Yvain, y combatiendo con tanta astucia como fortaleza. Muy mal lo estaba pasando Yvain, hasta que por tercera vez, el león, escapando de la habitación que lo mantenía encerrado, hace presa en uno de ellos «y lo sacude en el suelo, como si de un carnero se tratara»(51). Cuando su hermano compinche se vuelve para ayudarle, desentendiéndose del caballero, éste, en un rasgo extraño para la personalidad cortesana que lo envuelve, le rebana la cabeza estando de espaldas, «tan suavemente que ni se entera» (52). Acude a retirar al león, que se ensaña con el caído, que está herido de muerte; ya con un postrero esfuerzo, el diablo se rinde. El Caballero del León ha resuelto la prueba.



Sale el castellano, quien parece no lamentar la muerte de sus servidores, y ofrece a Yvain el premio prometido: su hija, y sus posesiones. Sin embargo, por motivos que prefiere no revelar (pues iría en juego su identidad), el Caballero del León declina la oferta, pidiendo a cambio que se libere a las doncellas tejedoras encerradas en el castillo. De mal grado y con malas respuestas, el hombre consiente. Así sale del Castillo de la Pésima Ventura, aclamado por los villanos, y seguido por su cohorte de doncellas mal vestidas y maltrechas.

Poniéndose de nuevo en ruta, sigue a la doncella por los senderos que ella toma hasta el refugio donde ha quedado la hermana menor. Ahora sí que se recupera, porque ve las posibilidades de tomar su parte de la herencia volver a brotar con fuerza. Así, llegan, tras tomar muchos caminos, a «un castillo donde el Rey Arturo residía desde hacía un par de semanas»; (53) el último día de los cuarenta que el rey dio de plazo. Gauvain, que ha salido de la corte, vuelve enfundado en una armadura, celada bajada, que nadie reconoce. Por otro lado, sabemos que Yvain mantiene la incógnita de revelar su verdadera identidad; y como ambas doncellas no son capaces de reconciliarse de palabra, han de empezar los preparativos para el combate (54).

Ninguno de los dos se reconoce, y no saben quienes son en realidad; por tanto, se aprestan a las armas y se empiezan a golpear con las peores intenciones. Rompen las lanzas, y sacan las espadas, vapuleándose sin piedad, destrozándose escudos, yelmos, y armaduras. Después de una lucha interminable, ambos se conceden un descanso para restañar la sangre y recobrar el aliento(55). En este lapso, ambos se presentan y quedan anodadados al saber quien es el otro, hasta tal punto que se niegan a combatir, declarando cada uno haber sido vencidos por el rival. Es el Rey Arturo, ante el empate técnico en que se encuentra el litigio entre los dos abollados abogados, quien se encarga de poner solución a este caso, recurriendo a un ardid. Levantando la voz, pregunta:

-¿Dónde está la doncella que expulsó a su hermana de su feudo y la desheredó por la fuerza, despiadadamente?



La hermana mayor responde, cayendo así en la trampa tendida. Puesto que ha confesado ser injusta, el Rey Arturo le ordena restituir a su hermana de su feudo y hacerla su «vasallo»(56). Ante el mandato capcioso del monarca no cabe resistencia posible, con lo que el juicio es ganado por la hermana menor. Así resuelto, trasladan a Yvain y Gauvain a palacio, para ser cuidados por un «físico» (57) afamado con ungüentos, brebajes y vendas.



Pasado un tiempo, Yvain ha curado sus heridas y piensa que ya es hora de regresar a su dama. No concibe mejor medio que acercarse a la fuente y hacer el proceso invocador de la tormenta. Tan fuerte es que los del castillo exclaman con cierta lógica:

Maldito sea el primero a quien se le antojó edificar en este país, malditos quienes construyeron este castillo! En toda la tierra no podían haber encontrado un lugar más execrable, pues un solo hombre lo puede atacar, asolar y devastar



Ha tenido que tronar no sé cuantas veces sobre el castillo para que sus habitantes lleguen a esta conclusión admirable. Lunette, que ya sabe por dónde vienen los tiros, comienza a urdir sus tramas para conseguir el regreso de Yvain; de modo que hace jurar a su dama (sobre un relicario, porque Lunete sabía de cortesía», nos informa el autor) que hará todo lo posible para reconciliar al Caballero del León con su dama, y así pueda defender el reino de los agresores. Jura ,como no, Laudina, solo para verse cogida en su propia red; la palabra
empeñada y el amor que siente todavía por Yvain hace que se efectúe la conciliación. El caballero ya ha pagado, tanto en tiempo como en penurias, todos sus anteriores desafueros, por lo que ya no hay motivo de que siga vagando sin fin. Los versos finales de la obra concluyen con un sello que autentifica la escritura de Chrétien de Troyes:



«Así acaba Chrétien su novela del Caballero del León. Estas son todas las aventuras que oyó contar, y ya no oireis más, porque no quiere añadir mentiras» (58)



Notas




1. Téngase en cuenta que los bosques altomedievales no tienen la imagen idílica que hoy nos hacemos, como descendientes del Romanticismo, de ellos: en la épica medieval, un bosque es un lugar umbrío y solitario, plagado de fieras, ajeno a los hombres, y donde acontecen los peligros más insospechados.



2. Aquellos quienes, por
curiosidad, se acerquen a la obra editada en Siruela (pgs. 27 y 28), comprueben
la distinción física entre un hombre noble y aquel que ha salido del pueblo.
Hasta tal punto llegan las disimilitudes que Yvain llega a preguntarle "si es
hombre o diablo
".


3. Desde que se internó en el
bosque, Yvain se adentra en un progresivo mundo fantástico perteneciente a otro
orden: el castellano y sus atenciones son normales, pero ya no lo será el pastor
de toros, ni por descontado, la fuente mágica.


4. Que hace referencia a un
ciclo estacional repentino; Zimmer postula arriesgadamente que la referencia
acuática podría venir de Oriente Próximo, donde ésta es un bien preciado, y no
de Inglaterra, lugar en el que la lluvia es un acontecimiento cotidiano.


5. El tratamiento que Chrétien
de Troyes hace de los combates rebasa el presunto siglo VIII del florecimiento
de las gestas artúricas, del mismo modo que haría Homero al cantar la guerra
de Troya. En general, a finales del siglo XII, la palabra "chevalier"
en francés antiguo hace referencia al soldado que combate en caballería pesada,
y además, al modo de comportarse cortésmente en la batalla: batalla que tendrá
sus parámetros en cargas gloriosas, y en un comportamiento, fuera ya de ella,
digno y adecuado a la ética palaciega. La gereralización del estribo (que entra
en Europa oriental hacia el siglo VIII desde China) no se extenderá hasta el
siglo X; asimismo, la cría de razas equinas más fuertes y robustas, el diseño
de los jaeces evoluciona hasta permitir unas sillas de montar más profundas,
con arzones, que permiten prácticamente incrustar al caballero en su montura,
va a permitir que, a finales del siglo XI (presumiblemente, los primeros testimonios
los tenemos en la zona de Normandía), se desarrolle la técnica que entendemos
hoy como cargas de caballería: el jinete ya no sujeta su lanza como un venablo
para asaetear a los rivales, sino que la sujeta bajo la axila, contra el costado,
y la coloca horizontalmente para embestir a sus enemigos como si fuese un torpedo.
Para ver la evolución por extenso, véase J. Flori, Chevaliers et chevalerie
au Moyen Âge
, 1998.


6. Entiéndase como aquella
persona que asiste al personaje real o nobiliario dentro de su cámara. Hoy sería
la persona de confianza, una mezcla entre secretario y asistente.


7. Dos cosas: primero, obsérvese
la mutabilidad de carácter de la Señora de la Fuente, que pasa del odio al amor
en cuestión de minutos. Esto nos hace ver a las claras que las cosas siguen
sucediéndose en un terreno alejado de la realidad, en un plano que no es el
de los seres humanos: en la corte del Rey Arturo, el senescal adopta formas
sibilinas, los caballeros conversan cortésmente con las damas, el rey se duerme
tras el banquete; cosas todas propias de la vida real; en cambio, alejado unas
jornadas, Yvain está en el fantástico terreno de lo épico.


Lo segundo que quería notar
es, como bien vio Zimmer, la relación que hay con el mito del bosque de Aricia
estudiado por Frazer: en este bosque, el sacerdote-guerrero tiene la obligación
de matar a golpe de espada a todo aquel que se interne en la espesura; si en
la acción es muerto él mismo, su matador ocupa inmediatamente su puesto [J.
G. Frazer, Golden Bough, (abridged edition in 2 vols.), Macmillan Press,
London 1960, pgs 1-3]


8. Véase lo curioso del parlamento,
y las continuas apelaciones a las causas de derecho (droit) que pueden
llevar al abandono conyugal o la retirada del amor. Unos esponsales y una vida
conyugal estable, son para el caballero esforzado motivo de “demérito”, si es
que no anda de continuo enfrentado en causas de honor. Del mismo modo, su dama
reclamará nuevas empresas, nuevos motivos de eso que en España se llamó “valer
más”. Semejante fiebre hacen del amor un recuerdo permanente, una manifestación
hecha a viva voz, del estilo “Mi dama, que es la más hermosa, quien tiene preso
mi corazón, etc”, cosa que lo aproxima a los trouvadours provenzales,
alejados de sus motivos amorosos por razones bien distintas.


9. Uno no deja de preguntarse,
si estas preguntas no estuviesen fuera de lugar en el plano mítico, porqué este
anillo no fue dado a su primer marido, el (ya finado) caballero Esclados el
Pelirrojo. Para ver la relación de la mujer y la magia en la obra de Chrétien
de Troyes, consúltese “Una aproximación al tratamiento de la mujer en la
novela cortesana de Chrétien de Troyes
”, de Carolina Cerda Flores, en
http://www.uchile.cl/facultades/filosofia/publicaciones/cyber/cyber11/cerda.html#16v


10. No he encontrado
referencias al inicio de la costumbre de marcar los esponsales con un anillo; si
hubiese estado instaurada ya en la época en la que escribe Chrétien de Troyes,
estaríamos ante un doble signo: primero, desproveerle del anillo mágico, y
segundo, una ruptura de los esponsales. Sea cual sea la respuesta, en cualquier
modo, la demostración social del rechazo (incluso enviando una doncella con la
cuestión) es más que evidente.


11. Entiéndase que Yvain, en
su locura, se mueve por parajes que no le pertenecen; no está en “sotos y
vergeles”, ni en compañía de la corte, ni en los torneos, ni corriendo aventura
alguna. Tamaña ubicación nos da idea de su desvarío.



12. Orlando Furioso,
XXIII, 132 et passim. Puede visitarse el texto en
http://www.itsosmilano.it/sitiospiti/poveropaladino/ARIOSTO.html


 


13. La doncella hará creer a
su señora que ha perdido el resto en el río. En cualquier modo, las razones de
estas tres mujeres son bastante utilitarias, porque esperan que Yvain las ayude
en la disputa que mantienen con su vecino, el Conde Alier.


14. De nuevo, vemos como el
papel de los caballeros es el de mediador parcial; el de un diplomático a cargo
de un ejército para obligar a que se cumpla el derecho internacional.


15. Un nuevo ejemplo a lo
Perseo, a lo Sigfrido, a lo San Jorge, de los derrotadores del dragón, que son
héroes civilizadores por excelencia.


16. Zimmer nota de nuevo, con
perspicacia, que Yvain no necesita, como Heracles, acabar con el león para
revestirse de sus poderes o de su valor. Vencido indirectamente, el león se
convierte en una parte de Yvain, sacándole de apuros con su fiereza en cuanto
puede. La leyenda cuida en resaltar el patrón siguiente que regirá todos los
enfrentamientos de Yvain en los que participará el león: o bien el contrincante
es desmesurado para un hombre solo, o bien Yvain se verá superado en número por
sus enemigos. De tal modo, la ayuda prestada por la fiera no será nunca
deshonrosa para el sentido de la justicia del caballero, ni los oyentes-lectores
notarán que Yvain juegue con ventaja. Se verán casos suficientes a lo largo del
romance para que nos apercibamos de este hecho.


17. La prensa que gozan los
senescales (tanto Kay como el de la corte de Laudina de Landuc) es terrorífica.


18. El enlace con el resto
del ciclo artúrico es casual, pero efectivo.


19. Un autor tan “extremadamente
cortés
” (por utilizar la locución de Luis A. de Cuenca en “Épica y Subliteratura”,
Anthropos nº 166/167) como Chretien de Troyes acentúa hasta tal punto
la función de solidaridad entre la nobleza en sus obras, que harto parece que
algunos castellanos tienen una función exclusivamente hostelera.


20. La función épica y los
receptores de las obras de Troyes, que como ya notamos eran los notables de la
corte de María de Champaña, hace que no se hable de villas o de ciudades, sino
de castillos o fortalezas. Semejante metonimia borra de un plumazo a todos los
burgueses, a todos los artesanos. Sólo los personajes al servicio exclusivo de
los nobles (como las doncellas, los palafreneros, o las camareras) son
entrevistos medianamente. El caso de Lunete es, por su protagonismo, atípico.


21.Quien tema que esté
haciendo de esta sipnosis un relato demasiado chusco, al acercarse a la obra,
verán como Chretien de Troyes hila una fina ironía argumental, como si él mismo
tampoco se tomase demasiado en serio la gravedad del tema a tratar. Con respecto
a las damas mencionadas, escribe a continuación. “Así se lamentaban aquellas
damas, y mi señor Yvain, que se encontraba entre ellas, iba oyendo perfectamente
sus quejas, que no eran afectadas ni fingidas
”. Que glose que semejantes quejas
no eran falsas cuando anteriormente había indicado su dirección, que apuntaba
más a los vestidos y a los mantos que a la propia vida de la doncella, solo
puede entenderse como una humorada.


22. No puedo dejar de insistir
en las cuestiones de derecho (droit) remarcadas por Chretien de Troyes.
La exposición de los hechos es simple, y se basa en simples aseveraciones del
corte “Yo soy inocente”, “No, no lo eres.”. Las pruebas brillan por su ausencia,
no se plantean ni contemplan: es la acusación de uno frente a otro, sin más
validez que las palabras enfrentadas. Para solventar estas posturas encontradas,
si es que el señor local (o la señora, en este caso) no se pronuncia, y no se
recurre a una autoridad superior (como será el caso más adelante, con el Rey
Arturo, y se explicará esta relación), el sistema es el mismo: el acusado mismo,
o un paladín que se hace cargo de la defensa (sin otra prueba de veracidad que
el creer en las palabras del litigante) lucha contra la otra parte, o contra
el caballero que ésta haya nombrado. Si “Dios y el derecho” apoyan a uno u otro,
éste, naturalmente, vencerá. W.W. Comfort, que también nota el hecho, nos deja
una ligera nota y su correspondiente referencia bibliográfica: [ 23. Yvain
here states the theory of the judicial trial by combat. For another instance
see "Lancelot", v. 4963 f. Cf. M. Pfeffer in "Ztsch. fur romanische
Philogie", ix. 1-74, and L. Jordan, id. Xxix. 385-401
.]. También puede
visitarse en la Red la siguiente página para entender los modelos de caballería,
aunque siendo estudiados de un modo muy elemental,en el artículo: Models
of Knighthood in Chretien de Troyes
(sin firmar)
http://gondolin.hist.liv.ac.uk/~azaroth/university/cdt.html




23. Chretien nos informa en este momento que son los hermanos del senescal.


24. La loriga era una
protección de mallas que llevaban los combatientes medievales para protegerse
de los golpes. Podía ser doble, o incluso triple, alcanzando entonces un peso
superior a los ¡treinta kilos!. Naturalmente, el portador de un peso tal solo
podía pertenecer a la caballería pesada, descontando ya de por si el precio
que podían alcanzar, solo al alcance de los notables.


25. Es ella misma, obviamente
(en la versión de Comfort “I think the lady cannot be very courteous who
cherishes ill-will against you
”). Nótese al tiempo la insistencia en la
cortesía –palabra de origen francés, por cierto, que hace referencia al refinado
comportamiento de aquellos que viven en la corte y que los distingue de los
demás, como tan bien estudia Norbert Elias.- como el suspense narrativo con
que Chretien de Troyes mantiene el diálogo.


26. Siento incorporar tal
número de notas en tan poco comentario, pero insisto en la maestría de Chretien,
que aúna la ironía de la respuesta de Yvain con el “tour de force” del diálogo.


27. Los derechos de mayorazgo
varían con la región a estudiar y con la época en la que nos centremos. La
primogenitura siempre es un valor añadido en toda herencia, y pasa desde la
propiedad total (para que la hacienda quede indivisa), hasta el derecho a
disfrutar de una parte mayor que el resto de los heredandos. Según parece, a
tenor de lo que nos plantea Chrétien de Troyes en el poema, la cosa no debía de
estar demasiado clara en este caso. La pista que nos hace deducirlo viene dada
por el hecho de que la hermana mayor parece arrogarse un derecho (conservar para
ella todo el patrimonio), pero por otro lado, el desacuerdo de la menor hace que
se establezcan acciones de pleito que defiendan su postura. De lo rudimentario
(y al tiempo, recurrente) de la situación de Derecho que aparece en las obras de
Troyes, hemos hablado algo con anterioridad. En cualquier modo, por lo general,
el derecho total de primogenitura (y véase aquí, como en el caso de Laudina,
como no se opone reparos a que sea una mujer la que herede, siempre que no haya
un hijo varón) solía tener parejo la asunción de responsabilidad de
mantenimiento de el resto de la parentela (hermanos, en este caso). Claro que
esta “responsabilidad” era de orden ético más que de “iure”, y con frecuencia,
sobre todo en caso de estar mal avenidos, podía ser fácilmente obviada


28. No hemos de pararnos
mucho a pensar las razones de esta extraña claúsula contractual, sobre la que
rige las leyes nebulosas del cuento o la leyenda. Numerosos ejemplos nos da el
folklore de casos similares como para deternernos en enumerarlos. Son, desde
luego, ajenos a toda lógica, y cruzan el relato como un puente tendido para la
redondez del desenlace final.


29. En realidad, el mismo,
pero el pacto de silencio no le permite decirlo.


30. Las resonancias de esta
búsqueda y su número de días no son casuales, sino que parten de la historia
bíblica.


31. Aquí se nos plantean par
de cosas suficientemente curiosas: la primera, en el aspecto de la lógica del
discurso, la hermana mayor parece perder la confianza de que G. sea el mejor
caballero posible. De otro modo, no habría opuesto tantos reparos a que su
hermana buscase defensor ante él. Se nos ha informado, en virtud de la
coherencia con el ciclo artúrico, que el tercer caballero que podría tener
respuesta ante los dos citados, que no es otro que el propio Lancelot, ha sido
encerrado en una torre “a traición”.


La segunda incurre, como no,
de nuevo en cuestiones de derecho: el Rey, a tenor de lo comentado en el pasaje,
se situa por encima de la Ley; o mejor dicho: es la persona de la cual emanan
las leyes conforme al principio divino. Así, en lugar de tener nuestro sistema,
más o menos establecido y prefijado, de Códigos civiles y penales, asistimos a
una legalidad en permanente construcción y mutabilidad en función de la palabra
real. No es el intérprete, a imagen de los modernos jueces, de la Ley, sino el
mismo Código.


32. Creo que fue en la primera
nota de estos comentarios en el lugar en el que comentaba la función salvaje
y misteriosa de los bosques, que de nuevo se nos presenta. Cuando anotaba aquello,
tenía en la cabeza la escena de la Afrenta de Corpes, en el tercer cantar
del Mío Cid, en donde las hijas del Cid son maltratadas en un robledal,
y luego dejadas en el bosque para ser pasto de las fieras. En el Kudrun
germánico (compuesto entre 1220-1250), la estrofa 57 nos habla de un grifo que
parte del bosque para llevarse al hijo del rey Siegband. Me vienen a la cabeza
similares papeles en el Tristán e Isolda de Eilhardt von Oberg –todavía
sin localizar, pero puedo buscarla.-, en relatos de los ciclos nartos, o en
catálogos del cuento folklórico español. En cualquier modo, como nota Pierre
Bonnassié en Les cinquante mots clefs de l ´histoire mediévale, el mundo
medieval es el dominio del bosque, y el hombre solo vive en pequeños calveros.
Notado esto, se entenderá el paso fronterizo desde lo habitual a lo desconocido
que marcan las fronteras de los bosques.




33. Quiero hacer notar que, como suele ser recurso habitual en la épica, estamos
en unos parajes atestados de héroes o grandes malandrines, pero casi nunca de
hombres corrientes, de aldeanos, de poceros, o de labriegos. Al paraje le ocurre
lo mismo: en lugar de villas o poblados, todo cuanto encontramos son castillos
almenados o fortificaciones de guerra. En El Caballero del León encontramos,
no obstante (al igual que en la Iliada, en la que se cuela un personaje
de linaje no demasiado augusto -por decirlo de un modo suave- en II, 212
et passim,
que por descontado es inmediatamente expulsado.) algunas incursiones
del mundo más a ras de suelo. Descontando al pastor de toros que vimos con anterioridad,
que no sé bien si incluirlo porque tiene un pie entre dos orbes, hemos visto
al ermitaño del bosque (un retrato veraz), y, como veremos posteriormente, los
habitantes de los alrededores del castillo de la Pésima Ventura. Aleteando
entre el mundo de a pie de calle y el paraje cortesano, siendo a veces el punto
de montaje entre ambos, están las doncellas, asistentes a las damas de alcurnia,
cuya posición con respecto al escalafón es tan precaria (Lunete parece hacer
equilibrio entre ser la preferida y padecer una condena a muerte o a destierro)
como admirable su soltura para desplazarse por el palacio.


34. Por encima de
presentarnos las hazañas pretéritas del Caballero del León como un macabro
reguero a lo Hansel y Gretel, Troyes va recordando a los oyentes –en el mundo
medieval, eran pocos los lectores: generalmente, alguien versado leía en voz
alta ante una concurrencia expectante.- el currículum del Caballero, para que no
pierdan atención, y se sientan identificados con la historia, que hace revisión
de sus memorias. Sería interesante analizar los procedimientos orales erigidos
por Chrétien de Troyes en un texto escrito.


35. Un “palafrén”, no sé si
es necesaria la aclaración, es un caballo manso, de montura apropiada para las
damas, y como tal, no acostumbrado a grandes galopadas ni prolongados
ejercicios. La diferencia con un caballo de batalla es enorme: supongo que sería
como comparar la marcha de un yorkshire con la de un lebrel de caza.


36. Hasta los lectores de
este siglo XXI, que no tenemos corazón como es bien sabido (Goethe temió ya en
su juventud que la continua lectura de periódicos quitase a los lectores la
capacidad de trasladarse al mundo de la poesía), sentimos la conveniencia
narrativa de haber dejado enfemar a la hija menor, para presentar con mayor
patetismo la escena que nos ocupa.


37. Resaltaba en la nota nº
8 aquella tradición hispana del “valer más”, de la que aquí vemos otro ejemplo.
Solo podemos calificar de fiebre de la locura la que invade al Caballero del
León, cuando aún no recuperado, se mete a ciegas enfrentándose a un nuevo peligro.
Es ciertamente lamentable comprobar cómo en el mundo antiguo y medieval, aquello
de ganar Fama o renombre se traducía en una superación heroica de uno mismo
y en una abnegación sin límites (me viene a la cabeza el caso de los 306 Fabios
romanos, que murieron solo por demostrarle a la Urbs que eran capaces
de sostener ellos solos la Guerra contra Veyes – el flamígero discurso ante
el Senado de Ab urbe condita, II, 48, 8 et passim- como uno de sus ejemplos),
mientras que ahora basta encender el televisor para ver que esta “Fama” solo
se gana a base de hacer imbecilidades.


38. Es la única vez en la que la masa del pueblo (los
que no son nobles) tienen voz y presencia en toda la obra. Véase de que
manera hablan. Está claro que quieren avisar al Caballero de que numerosos
peligros le acechan en el Castillo de la Pésima Ventura. No obstante,
solo son capaces de hacerlo burdamente, sin saber explicarse, hasta casi el
punto de ofender a quien desean advertir. Los castellanos allegados a Yvain
-excepción hecha del senescal de la corte de Arturo.- que nos hemos estado
topando hasta ahora han procurado ser lo suficientemente delicados y discretos
como para explicarle que no quieren entrometerse en sus asuntos, pero que tal
gigante es terrible, o que tal conde cuenta con un numeroso ejército.
En la escena que nos ocupa, y este es el segundo rasgo característico
que me gustaría señalar, los campesinos o villanos tratan de persuadir
al Caballero del León por medio del miedo. La referencia a la honra que
hacen es únicamente citada para anticiparle que la perderá irremediablemente
si persevera en su camino.


39. Ya estamos frente a una "dama", y no ante "la
gente sin honra y sin bondad". Esta aparición explicará a
Yvain (al oyente) la situación en términos educados y cortesanos.


40. Esto es, que como son rústicos o villanos, no saben
hablar. Véase las interesantes referencias que hay al respecto en la
obra de Norbert Elias "El Proceso de la Civilización", en la
que los juicios apodícticos aparecidos en los manuales de cortesía
franceses de la Baja Edad Media hacen referencia insistente ante la misma idea:
el pueblo no sabe hablar, y la correcta expresión es privativa solo de
las clases palaciegas.


41. Como no, además de no saber hablar, son cobardes.


42. Y como tales, solo conocen el miedo como argumento para
disuadir a alguien de una acción.


43. Véase lo dicho acerca de los castellanos en la nota
38.


44. Transcribo el párrafo que le dedica Carlos García
Gual en su Historia del Rey Arturo y de los Nobles y Errantes Caballeros
de la Tabla Redonda
porque, a mi juicio, sintetiza bastante bien la idea
que tantos ríos de tinta ha corrido entre los medievalistas:


"Sólo una vez aparece un terrible cuadro realista
en el que el novelista pinta la miseria de las trabajadoras de la seda, la incipiente
industria que había de dar fama a Troyes. Es un cuadro muy interesante,
que suele ser citado por cuantos estudian a Chrétien. Es la última
empresa de Yvain, que lleva el nombre de "la pésima aventura".
El héroe llega a un castillo donde se encuentran retenidas prisioneras
trescientas doncellas, que el rey de la Isla de las Doncellas ha entregado como
rehenes al malvado señor del castillo. Yvain se queda impresionado ante
la miseria de estas obreras a jornal, explotadas cruelmente.


Con hilo de oro y seda trabajaban,

cada una lo mejor que sabía,

pero en tal pobreza estaban,

que en sus codos y sus pechos,

sus ropas estaban en hilachas,

y mugrientas en la espalda las camisas.

Flacos los cuellos y los rostros pálidos

tenían por el hambre y la enfermedad.

El las ve y lo ven ellas,

y bajan la frente y lloran todas...


Y ante el caballero, protector de los débiles y redentor
de cautivos, se alza el lamento de las doncellas, estas trescientas obreras
explotadas en este fantástico castillo, que es el trasunto de uno de
los telares de la época. Incluido en el marco del relato fantástico,
este lamento, "primer canto de queja de los obreros en la literatura europea"
(G. Macchia, La literatura francese del medioevo, Turín 1973, pág.87.
Desde G. Cohen a E. Köhler, y J. Frappier, éste es uno de los pasajes
más comentados de nuestro autor. Casi siempre se insiste en el fondo
realista del mismo, en esa descripción de la miseria "prole-taria".
No menos interesante es cómo Chrétien lo introduce con estupenda
soltura en el marco fantástico del "cuento de aventura".),
suena como una nota extraña. El novelista lo sitúa, como ya dijimos,
en un territorio fabuloso, al que sólo el caballero errante accede y
en el que logra, como de costumbre, salir victorioso, redimiendo a las prisioneras.
Pero esta excepción, por la que irrumpe en el mundo encantado del relato
un fragmento de la sórdida realidad de una de las primeras industrias
textiles, con su explotación de los más débiles, es una
muestra más de la inteligencia y la agudeza de observación de
Chrétien
."


45. El tributo en jóvenes por parte de un país
hacia otro, invariablemente malvado, es bien conocido en la Literatura popular
y en la Mitología. Como caso más famoso, el episodio de Teseo
en Creta (Apolodoro, Bibliotheca, epítome I, 7; también
Plutarco Vida de Teseo, 17-19).


46. W. W. Comfort traduce el pasaje de la siguiente manera:
"There he sees, reclining upon his elbow upon a silken rug, a gentleman,
to whom a maiden was reading from a «romance» (entrecomillado mío)
about I know not whom. There had come to recline there with them and listen
to the romance a lady, who was the mother of the damsel, as the gentleman was
her father; they had good reason to enjoy seeing and hearing her, for they had
no other children
". Posiblemente, Chrétien de Troyes está
reproduciendo una escena habitual en la corte, donde alguien se prestaba para
leer en voz alta un "roman" (el francés ofrece la dualidad
entre "novela" y "romance") para sus acompañantes.
Puesto que los lectores de la obra no obraban de diferente modo en la época
en que fue escrita, encontramos un motivo literario curioso, en el que el personaje
hace exactamente lo mismo que el lector. A mi recuerda a esas ánforas
o cráteras griegas de figuras negras que se complacían en mostrar
a Euristeo en el interior de otra ánfora.


47. A estas alturas, tanto Troyes como su público cortesano
han olvidado el trabajo insufrible de las telas, y vuelve a enumerarlas y describirlas
con delectación. No hay el menor asomo de esa fina ironía que
a ratos esplende en las obras de Chrétien: hecha la extraña digresión
de las doncellas trabajadoras, el romance vuelve a su curso habitual.


48. Un lugar curioso, el castillo de la pésima ventura:
contiene a dos hijos del diablo, una capilla y (suponemos) que un capellán
para oficiar misa. Semejante totum revolutum no afecta para nada el aplomo
de Chrétien para seguir con la narración.


49. Aún a riesgo de superarme a mi mismo haciendo el
record de insertar el mayor número de notas por metro cuadrado de toda
la Historia del Old Criticism, me permito señalar que, en estos pasajes,
la costumbre ("there is established in this castle a very terrible practice
which I am bound to observe
", como traduce Comfort) ha ocupado el lugar
del Derecho a la hora de hacer que Yvain tenga que estar de pelea en pelea.


50. "An imp", en la versión de Comfort: en
ambos idiomas, la acepción tiene referencias más burlescas que
terribles. No obstante, los productos serán, como dice Chrétien
de Troyes "monstruosamente feos y negros". No voy a hacer una valoración
entre el corte diacrítico blanco-puro / feo-negro establecido en el medievo
y que aún sufrimos en nuestra particular iconografía del color.


51. Los tres combates (gigante, los tres acusadores y los dos
demonios) tienen, aparte de seguir esa numerología particular del cuento
popular, que siente predilección por el tres, la misma estructura: Yvain
se enfrenta en un combate desigual, antes del que se le pide que deje al león
de lado; en los momentos de mayor apuro, el león irrumpe y desequilibra
el combate a favor de su dueño. No obstante, éste es siempre el
que concluye el combate asestando el golpe final.


52. De "necio" lo tacha Troyes en su narración
por darle la espalda a Yvain durante el combate.


53. El Rey Arturo de Troyes no reside permanentemente en Carduel
(Camelot) en el País de Gales, sino que tienen una corte itinerante que
se desplaza por varios castillos.


54. ¿Os parece que Chrétien iba a dejar pasar
la oportunidad sin citar su obsesión por Dios y por el Derecho, que asisten
a la hermana menor? No la pierde. De nuevo, vuelve a incurrir en ella.


55. Mucho tiempo después, Ariosto insertará una
imagen parecida, en la que dos combatientes (perdón, pero no consigo
hallar mi edición) se toman un descanso tras un combate, y contemplan,
tumbados boca arriba, la curva estrellada de la noche.


56. Véase más arriba la nota 27


57. Un físico medieval cumple las labores de un médico.
Comfort simplifica y vierte directamente "a doctor".


58. "Thus Chretien concludes his romance of the Knight
with the Lion; for I never heard any more told of it, nor will you ever hear
any further particulars, unless some one wishes to add some lies.", prácticamente
igual en Comfort; Los versos del manuscrito H (794) son algo más concisos:




Del Chevalier au lyeon fine

Crestiens son romans ensi;

N'onques plus conter n'en oï;



En el 1493, manuscrito P, la cosa queda de la siguiente manera:



De si vaillant ronmans ne fine,

Chertains soient ronmancheour,

C'onques plus conter en nul jour

N'en oÿrent ne ja n'orront

Se menchonnes trouver n'i vont.