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Diario de una chica sin complejos

Felices Sueños

Hoy me hubiera gustado contaros una historia, pero estoy muy cansada. Estamos de exámenes, supongo que lo sabéis, y el stress puede conmingo. Tengo que estudiar, pero también tengo que vivir, aunque me temo que tendré que dejar esa parte para más tarde. Dependo de la beca, y no puedo andarme con tonterías.

Así que lo dejaré para mañana, porque de todos modos no pienso salir. Ahora tomaré una ducha, me pondré la camiseta que uso para dormir, y me meteré en la cama. Antes de cerrar los ojos me tocaré un poco, para relajarme. Pensaré en vosotros mientras mi mano se hunde entre mis muslos y yo me hundo en el mundo de los sueños.

Buenas noches. Besitos.

Cambio de rumbo

Cambio de rumbo

Hoy he ido de compras con Mónica, una de mis compañeras de piso. Llega el verano, mi época preferida del año, la estación en la que puedes lucir tus encantos casi sin tapujos, y hay que prepararse para ello. La moda de esta temporada me encanta, con esos tonos fuertes y cálidos que tan bien sientan a las pieles morenas (tono que espero conseguir en no mucho tiempo). Amplios escotes, pantalones ceñidos, shorts descarados, camisas anudadas en el vientre... Complementos divertidos y telas livianas, casi transparentes. Es para volverse loca, y para tener mucho, mucho, mucho dinero... o hacerse amante de un ricachón que te pague los vicios a cambio de tus virtudes. No descarto la idea, pero no me apetece por el momento.

En realidad, no hemos comprado mucho, la verdad. La asignación de una estudiante no da para grandes lujos. Yo, particularmente, he hecho una compra que no pensaba hacer, convencida por mi imagen en el espejo: un bikini retro. Es la primera vez. Suelo usar tanga y nada más, porque me gusta sentir el calor del sol sobre mis pechos, y lucir un escote bronceado sin marcas blancas que estropeen el conjunto. Pero esta tarde, mientras Mónica curioseaba las últimas tendencias en trajes de baño, yo posé los ojos sobre una de esas fotos de promoción que decoran casi todas las tiendas de lencería, en la que se exhibía una modelo guapísima, con un cuerpo muy parecido al mío, luciendo un conjunto negro formado por un culotte (ajustado como una segunda piel) y un top de amplio pero recatado escote. No enseñaba nada, pero mostraba todo. Pedí uno de mi talla, entré en el probador, y me encontré infinitamente más sexy que con cualquiera de los minúsculos bikinis que suelo llevar. Lo compré, por supuesto, y ahora no sé lo que voy a hacer para terminar este mes.

Me da igual. Este año voy a arrasar en la piscina... O en la playa, si me decido a pescar a un cincuentón con posibles.

Para servirle...

Para servirle...

Una de las fantasías más recurrentes que tengo últimamente, hasta el punto de que suelo soñar con ella (y despertarme con un cierto calor entre las piernas), es la de que soy una doncella, o la camarera de un hotel de lujo, o una criada al servicio de un personaje de la alta sociedad. Supongo que aflora desde mi inconsciente la necesidad de ser dirigida, de renunciar alguna vez a llevar las riendas.

Me imagino vestida con un ceñido traje negro, tan corto que apenas logra cubrir la parte inferior de mis nalgas desnudas, cubiertas a medias por unas minúsculas braguitas de encaje del mismo color. La parte superior está abierta casi hasta el ombligo, de un modo descarado, permitiendo ver un escote amplio, de seños apretados por el tejido, a punto de estallar por la presión de mi carne. Tacones altos, por supuesto, y medias con liguero. El pelo recogido en un moño estirado cubierto por una cofia. Siempre estoy ante una puerta de madera labrada que evoca riquezas y poder, sintiéndome nerviosa, temblando de excitación y de pánico a partes iguales, porque sé que lo que me espera tras ella trasciende el orden normal de las cosas.

Una voz masculina (a veces femenina) grita mi nombre desde el interior. Me aliso el vestido, me coloco los pechos para que parezcan aún más exhuberantes. Siento que ardo. Abro la puerta y entro en la habitación. Está llena de sombras, pues la única luz proviene de velas distribuidas por toda la estancia. Hay una cama grande, sobre la que reposa mi señor, envuelto en sábanas. Nunca veo su rostro, oculto en la penumbra. Me ordena que me acerque, y yo lo hago, balanceando las caderas. Me siento un poco sucia, pues me ofrezco descaradamente. Y excitada, muy excitada. Llego al lado de la cama. Él me pide cualquier cosa, y yo soy incapaz de moverme. Lo único que quiero es que me tome y me posea, pues en ese momento sólo soy una más de sus pertenencias. Pero no parece tener la intención de hacerlo. Entonces recojo algo de la mesilla de noche. Un vaso vacío, una prenda de ropa, cualquier cosa... Y la dejo caer al suelo. Doy vuelta y me agacho lentamente, sabiendo que la escasa falda está subiendo y que mis nalgas surgen como suaves melocotones en la oscuridad... Él me dice que me detenga, que me quede así. Yo le obedezco, separando levemente las piernas, con el único deseo de que explore aquello que le ofrezco...

Una mano grande, firme, se desliza suavemente por mi vulva, haciéndome enloquecer de placer. Sé que suplico algo, pero ni siquiera yo sou capaz de precisar el qué. Él sigue con las caricias, tan lentas que creo morir. De repente, tira de la tela de las braguitas con un golpe seco que las arrancan de cuajo, y a la vez me ordena que no se me ocurra moverme. Noto movimiento a mi espalda, sábanas que se deslizan y caen. Sé que se ha colocado tras de mí, y puedo imaginarme su miembro que se balancea, firme, buscando un lugar en el que hundirse. Sin transición, sin búsquedas, soy penetrada en un sólo impulso enloquecedor que agita mis entrañas. Noto que él me coge el pelo, me cabalga, me usa...

Me despierto sola, como siempre, teniendo que dirigir mi vida y mi servidumbre.

Sexo en las jaulas

Si hay algo que odio es hacer el amor dentro de un coche, de verdad, no creo que haya lugar más incómodo. La cosa pierde todo su encanto. Ese espacio estrecho, donde te golpeas con todo, donde no hay lugar para jugar, para acariciarse... Donde todo se reduce a la urgencia de un mete-saca empañado de coscorrones y desgarros. No niego que a veces no haya más remedio, si es que el apretón lo requiere, pero no debería ser uno de esos lugares casi divinos que tanto gustan a los chicos. Parece que los hombres ven reforzada su virilidad cuando logran hacértelo dentro de un vehículo.

Yo prefiero cualquier otro lugar, de verdad, incluso un callejón solitario, o un ascensor de madrugada. Necesito aire, necesito el espacio necesario para moverme con libertad, para acariciar y que me acaricien. Prefiero el morbo del riesgo de ser sorprendida in fraganti antes que tener la impresión de ser un animal dentro de una jaula.

Ayer alguien quiso montárselo conmigo dentro de un coche. Me negué a hacerlo, la noche era preciosa y mi cuerpo me pedía libertad. El chico se enfadó mucho, me llamó estrecha, y se quedó tan pancho. Yo, en cambio, me sentí muy bien. Cada vez estoy más convencida de que vivo en un mundo de locos.

La erótica del poder

Esta mañana me levanté algo tarde (como sabéis, la noche de ayer fue movida), con la angustia de no haber escuchado el despertador, con el miedo de perder las primeras clases en la facultad... hasta que me di cuenta de que era Sábado. Había silencio en toda la casa, y recordé que mis dos compañeras de piso (que, sin duda, protagonizarán alguna de estas crónicas de vez en cuando) se habían ido a visitar a sus familias. Me di una larga ducha, de esas que parecen que mil manos acarician tu piel (mmmmmm), y, después de un buen masaje con leche hidratante, me coloqué la bata roja estilo japonés sobre mi cuerpo húmedo y fresco y me dirigí al salón. Me encanta sentir el roce de la seda sobre la piel desnuda, es una sensación tan intensa, tan privada...

Me hice una infusión de menta en la cocina, cogí la taza humeante, me fui al salón, y encendí la televisión. Claro, la boda del príncipe. En un primer momento pensé en buscar otro canal, porque alguno tenía que haber que no estuviese realizando la retransmisión, pero me detuve en mitad del gesto, fascinada por los vestidos y las pamelas y el glamour y la clase y... La erótica del poder. Qué belleza, qué vestidos, qué telas. Siempre he tenido el sueño de estar en uno de esos eventos, sentirme admirada, deseada, arropada por esos trajes de fantasía que parecen envolver tu cuerpo como un sueño imposible... Y la ropa interior, oh, la ropa interior. Es una tontería, pero tengo la creencia de que todas esas damas y señoritas (por lo menos las más jóvenes) deben llevar exquisitos brocados, corsés, corpiños, ligueros fantásticos, medias con ligas de fantasía... Me gusta iamginarme a mí misma vestida así, con el pelo recogido sobre sábanas de raso, deslizando mis manos por esa maravilla tejida de sueños...

Cuando quise darme cuenta me estaba tocando, tengo que confesarlo. La bata se había abierto, y mi seno izquierdo había saltado hacia delante, mis piernas estaban ya separadas, y mi mano libre jugeteaba con los rizos de mi pubis, buscando ese terciopelo que se esconde entre mis muslos...

La erótica del poder, que le llaman. El poder de seducir sobre todas las cosas.

El regalo

Hoy he salido con un chico. Lleva tiempo tratando de llevarme a la cama (o al coche, a los hombres les da igual el sitio), y no para de hacerme regalos para ganarse mi afecto. Quedé con él porque no tenía un plan mejor, y no tenía pensamiento de alargar mucho la cita... Cine, tonteo, quizá un poco de baile en una discoteca... Algo ligero.

Como no me apetecía demasiado llegar al sexo, no me arreglé demasiado. Suéter malva de punto, ceñido, minifalda vaquera, tacones no demasiado altos... Un poco de maquillaje, espuma en el pelo... No pensaba excitarle. Lo fastidioso de ser tan atractiva es que destacas aunque vistas cualquier cosa. El chico puso los ojos como platos cuando me vio aparecer, relamiéndose como un tigre. No está mal, nada mal, pero tiene algo que no acaba de convencerme. Me subí al coche. Él no paraba de mirarme los pechos y las piernas. Quizá sea eso lo que no me gusta: su forma de mirar.

Decidimos no ir al cine (yo lo decidí, por supuesto, no me seducía la idea de estar junto a él en la oscuridad), así que me invitó a cenar. El restaurante era coqueto, reservado, en cierto modo elegante. Mientras esperábamos los entrantes, el chico me entregó una caja envuelta en papel de regalo. Lo vi y no pude evitarlo, me dijo, está hecho para ti. No recuerdo lo que le contesté, pero sí que me sentí incómoda. Ábrelo, me pidió con una sonrisa.

Era un tanga de seda negra.

Me entraron ganas de levantarme, tirarle las braguitas a la cabeza, y salir de allí para no volver a mirarle a la cara. Sin embargo, le di las gracias y le dije que me disculpara, que tenía que ir al baño. En el aseo no había nadie. Me metí en uno de los reservados, me quité las bragas de algodón que llevaba y me coloqué su regalo. Era demasiado pequeño, pero me quedaba divino. Salí para mirarme en el espejo. Estuve admirándome un buen rato, sintiendo que la tela se introducía en mi carne y empezaba a presionar puntos delicados. Me bajé la falda. Mis mejillas estaban relucientes, y un calor familiar empezaba a extenderse por mi cintura.

Aparecí en el salón caminando muy lentamente, porque a cada paso la tela del tanga se introducía más y más por mis rincones. Noté que los hombres me miraban, y aquello me excitó más aún. Mis pezones comenzaron a levantarse y a empujar el tejido del suéter. Para cuando llegué a la mesa, mi entrepierna estaba húmeda, y el regalo de mi acompañante se las había arreglado para introducirse por completo entre los labios de mi vagina. El chico alucinó cuando me miró a la cara, supongo que asombrado por mi expresión de deseo. ¿Te lo has puesto?, preguntó. Asentí con la cabeza, incapaz de hablar. Había comenzado a abrir y cerrar las piernas muy lentamente, sintiendo que una marea de placer se extendía por mi vientre. Él siguió hablando, y yo seguí moviendo los muslos con un ritmo cada vez más acelerado... Tuve que detenerme, porque estaba a punto de tener un orgasmo. Me sentí ridícula, durante unos breves instantes, luego la excitación pudo conmigo.

Le pedí que nos fuéramos de allí, que había perdido el apetito. Él no dejaba de mirar mis pechos, con los pezones duros y desafiantes apuntándole directamente al rostro. Me mordí el labio inferior, le guiñé un ojo. Todo lo que podía pensar era que necesitaba un hombre, y él era el que tenía más a mano. No sé cómo lo hizo, pero salimos de allí a toda prisa. Yo casi no podía andar, experimentando dolor y placer a partes iguales, así que me agarré a su cintura. Llegamos a la calle. Él deslizó su mano por mi espalda, buscando mi traseo. Quiero ver cómo te queda, dijo. Yo ya estaba medio loca, me abalancé sobre él, buscando rozarme contra su entrepierna. Nos comimos a besos, sus manos palpando mis glúteos, pellizcando, exprimiendo... No me importaba, estaba a punto de enloquecer de placer. Así conseguimos llegar al coche, meternos dentro, echar uno de los polvos más salvajes de mi vida... Y luego otro más.

Ha sido una locura, una imprudencia. Él me ha dejado en casa relamiéndose los bigotes. A mí todavía me duele la entrepierna, pero he disfrutado como una perra. A veces me doy miedo. Y todo por un regalo.