Las Caperucitas y el lobo
Yo tendría unos siete años cuando mi mamá nos metió en clases de ballet a mi hermana y a mí. Mi hermana era delgada y ágil. Yo era gordita y torpe y odiaba el ballet. Con todas mis fuerzas. Todas esas niñas con sus mallas rosadas y sus lacitos en las cabezas. Tanto tul y mete el pompis y un dos y un dos. Eso no era para mí: yo quería ser varón y jugar a la guerra, a policías y ladrones, a ser Supermán y encaramarme en los árboles y llenarme de tierra sin que me regañaran porque me había ensuciado el estúpido vestidito de fiesta. Pero qué aburrido es ser niña y tener que caminar no sé cómo y decir no se qué y sentarse con las piernas cerradas, Vivian, que eres una señorita. Por eso, cuando la profesora nos dijo que para el acto de fin de curso representaríamos la historia de Caperucita en danza y quién quiere ser Caperucita, yo fui la única niña, la única, que no levantó la mano. Porque yo quería ser el lobo. Quería poder perseguir a ese montón de niñas tontas que se sabían tan bien sus pas de deux. De haber podido, las hubiese devorado.
Ese día hubo catorce Caperucitas Rojas y un lobo gordito. Las Caperucitas iban todas de rojo pero yo no tenía disfraz de lobo, así que me pusieron una “cola”: una de esas plumas ridículas que usábamos en las clases y que una de las maestras fijó a mi joven pompis. Pero aquello no me preocupó en lo más mínimo, porque pronto estaría corriendo detrás de esas ridículas promesas de mujercitas, ¡y hasta podría gruñirles!
Los padres estaban invitados. Cuenta mi mamá —lo confesó tiempo después, cuando yo ya era grande y no había peligro de que una revelación semejante menoscabara para siempre mi autoestima— que al verme allí, con mi cuerpo regordete enfundado en esas mallas y arrastrando la cola-pluma, corriendo torpemente detrás de ese ejército de caperucitas que chillaban (qué pronto habían aprendido las sutilezas de lo mujeril), no pudo aguantar la risa. Lo intentó y no fue capaz. Tuvo que salirse para reír a rienda suelta lejos de mi alcance y protegerme así de esa humillación. Qué triste. Qué triste que hasta la propia madre se ría de uno en tan miserables condiciones. Tengo que confesar, sin embargo, que no la culpo. Probablemente yo habría hecho lo mismo.