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Con una esquina rota

El detective

-'Ella no puede escabullirse del pasado como ella imagina, así sin más. Fresca y fragante como si saliera de la bañera, cuya agua queda, usada'(Imre Kertész, 'Liquidación').

Las primeras palabras que Pere Bocanegra oyó en su pequeña oficina de pequeño detective privado acerca de Inés Madrid no le impresionaron sobremanera. Estaba claro que aquel rechoncho individuo de aspecto vulgar y visible opulencia que tenía enfrente hablaba movido por el despecho de un hombre abandonado, o al menos eso es lo que supuso durante su primera entrevista.

Su encargo, el de encontrar a la dama, seguramente no le iba a sacar de la monotonía de casos de cornudos y de hijos díscolos entre los que discurría su triste vida de investigador, que un día soñó con ser una mezcla de Pepe Carvalho y Mike Hammer, pensó.

En diez años de oficio jamás tuvo que vérselas con un muerto ni con una maciza y los únicos disparos que había efectuado fueron los realizados con su vieja cámara réflex. ¿Por qué iba ahora, entrado en la cuarentena, a cambiarle la suerte?, se dijo.

En cuanto desapareció de su despacho el hombrecillo gris dejó de pensar en el caso, sin ser consciente de que, muy pronto, Ines Madrid iba a convertirse en su obsesión.(A.P)

Enchufó el ordenador, ennegrecido, lleno de polvo, y se conectó a internet siguiendo los pasos que le había enseñado su sobrino. Sus conocimientos de informática eran los justos para satisfacer sus necesidades: echar un rato de autoplacer visionando webs pornográficas.

Al abrir su portal favorito se quedó boquiabierto. La chica de la semana le había cortado el aliento. Sobre sus dos prominentes senos flotaba las iniciales I.M., y él sabía que no eran precisamente las de Inma del Moral.

Llamó al 806 indicado,con la corazonada de que el destino le ponía en el hocico la pista segura. Media hora después, colgó doblemente amargado. Aquella hembra no era la tal Inés Madrid ( su nombre artístico era Ingrid Moore) y, encima, Telefonica le descontaría un buen pellizco de su cuenta bancaria.

Bajó al bar de la esquina para aclarar sus planes.Dsde la misma barra, vio pasar al cliente rechoncho. Para cuando llegó el camarero con su consumición, Pere Bocanegra seguía los pasos de aquel hombre, convencido, al menos, que era la única carta que podía jugar por el momento.(A.S)

Siete horas después estaba en la acera de en frente del famoso restaurante “Arragupegui”, masticando con desgana un bocadillo de calamares seco, frío, sin mayonesa. Su cliente había entrado a cenar hacía ya dos horas y cuarenta y siete minutos, tiempo que él aprovechó para trabar amistad con una quiosquera, comprar dos cupones para el viernes, rellenar parte de un crucigrama, ser insultado por dos skinheads y pisar una mierda de perro.

También gastó todo el carrete de la cámara desechable que le compró a la del quiosco haciéndole fotos a toda chavala con cierto interés que pasaba por allí, por lo que no pudo fotografiar ni al individuo que gritó “¿Inés? ¡Inés Madrid!” ni a la propia Inés Madrid que se giró hacia él y le abrazó, como quien abraza a un antiguo amigo al que hace tiempo que no ves.(S.R.)

Bocanegra no entendía nada. Inés Madrid estaba en la puerta del mismo restaurante en el que se encontraba el individuo que lo había contratado para que la hallara, hablando con un conocido, desconocido para él, y dispuesta a entrar en el establecimiento. Aquello, obviamente, no podía ser una casualidad. ¿Habría acudido allí citada por su cliente?

Pero si eso era lo que parecía ser, ¿qué pintaba él en aquel absurdo? Pasado el momento inicial de desconcierto, el lado profesional del detective afloró. Podría abordar a Inés y llevarla asida de la muñeca ante su cliente. Caso resuelto, pasta fácil para el bolsillo. Lo que pasara posteriormente entre esos dos no era asunto suyo, ni los tejemanejes que se llevaran entre manos.

Sin embargo, el practicismo del que siempre había hecho gala Pere Bocanegra a lo largo de su carrera de investigador se diluyó inexplicablemente al atravesar a todo correr la calle, hacia la entrada del restaurante, y acercarse a Inés.

La joven apareció por vez primera ante sus ojos como mujer, como toda una mujer de bandera, y Bocanegra, cuando estuvo a su altura, la sujetó por el brazo y le espetó, directo y serio, “señorita Madrid, usted no puede entrar ahí. No me conoce pero créame, corre un grave peligro. Sígame, por favor”.
(A.P)

El sexto sentido que la había sacado de la pobreza más absoluta de su Moldavia natal, le indicó que debía hacerle caso. Aceptó la invitación y Pere la alejó del restaurante. Callejeó para intentar despistar a posibles matones del rechoncho. Media docena de manzanas más allá, se sentaron en un parque. El paseo transcurrió en el más absoluto silencio. Inés estaba acostumbrada a codearse con extraños. No abrió la boca, el primer paso debía de ser del detective. Sobre todo, porque su dominio del castellano se limitaba a la jerga sexual.

Pere, desconcertado por la belleza de la moldava, no sabía por dónde empezar. Los dos estaban igual de perdidos. Ella, lo miró fijamente, como implorando, con sus ojos azules claros y dijo: Ilina, Ilina Karmasova. Bocanegra quedó embobado por la sonoridad de aquel nombre y la dulzura con la que lo pronunció. Se debatía entre empezar a interrogarla como un poseso o besarla apasionadamente.(A.S)

Una vibración le recorrió la entrepierna. Alguien le llamaba al móvil en el peor momento. Descolgó. Una voz familiar le dijo: " Muy listo, detective. Y...muy rápido". Pere acabó por rendirse ante aquel caso. " Ahora, amigo, no sea tonto. Mire a su espalda..."- le recomendó el mismo hombre que le había encargado encontrar a la belleza que tenía a su lado. Bocanegra se giró y vio un coche de lujo desde el que lo observaban, desafiantes, dos matones, calvos, con jersery de cuello alto y chaqueta americana.(A.S)

El solidario

El activismo social de Ángel llegó a su vida como lo hacen los grandes descubrimientos. A lo Newton. Un buen día, su compromiso cívico cayó por su propio peso, pura naturaleza. Fue al salir de la oficina en la que trabajaba como auditor. Se hizo un hueco en el vagón del metro, atiborrado de gente; alcanzó la barra a duras penas y se dejó llevar, igual de resignado que todos los días, hasta su parada. Coincidía con las mismas caras todas la tardes. Ya no le hacía falta hacer un barrido visual para saber que estaban allí. Tan hastiados como él, tan cansados como él, tan robotizados como él.

Y, entonces...la manzana cayó sobre su cabeza. A lo Newton. De repente, del silencio del vagón, de la ignorancia que reinaba entre los viajeros, se pasó a una estruendosa risa, a una inhabitual complicidad. Todos miraban a Ángel y no podían reprimir una carcajada. Él, de entrada, se puso rojo como un tomate. La reacción lógica después de haber dejado caer un sonoro cuezco, por tiempos, al ritmo de una cascada ametralladora de la Primera Guerra Mundial.

La vergüenza fue efímera y Ángel no tardó en poner cara de eureka. La manzana, mejor dicho, las judías pintas castellanas del Mesón Los Fogones en el que solía comer a diario de menú, acababan de darle sentido a su vida. Siendo positivo, y al margen del alivio gaseoso, acababa de experimentar un nuevo placer: hacer feliz al prójimo siendo políticamente incorrecto. Había destrozado en mil pedazos la rutinaria vida de un puñado de personas, aunque sólo fuera por un instante y a costa de un estímulo nada apetecible para todo aquel que no sea el padre de la criatura.

A las pocas semanas, tras la burocracia de rigor, fundó INCORRECTOS SIN FRONTERAS, una ONG que promulgaba romper con las convenciones para acabar con la insatisfacciones, represiones, frustraciones, déficits depresivos, etcc...

Colgó una web para correr la voz y, especialmente, se entregó a la acción. El segundo proyecto, ya bajo el amparo de la organización solidaria, que, de momento, sólo contaba con un socio, él, se alejó de lo escatológico. Un día... (A.S)

...sin demasiada sofisticación tecnológica en cuanto a camuflaje se refiere, ató una videocámara a su zapato y se lanzó a la calle. Era verano, el calor apretaba en la ciudad, su objetivo: mirar la realidad desde otro punto de vista y capturar interesantes imágenes de transeúntes con falda... (A.P)

No quiero ser... (acabado)

Con los primeros rayos de sol de una primavera tardía la gente se echó a las calles para tomar los escasos espacios verdes de la ciudad y dejar en ellos al descubierto la mayor cantidad posible de blanquecina piel.

D. caminaba por la Gran Vía fascinado por las estatuas que remataban algunos edificios señoriales, soñando con ver Madrid desde alguno de aquellos torreones acristalados con forma de cúpula de iglesia que allá arriba, lindando con el cielo, el atardecer pintaba de naranja.

Sus ojos de 'guiri' se detenían en el delantal de una lotera gitana que vociferaba
los números de la suerte; en las larguísimas y ennegrecidas uñas de los pies de
un mendigo o en las piernas de las jóvenes que empezaban a lucir sus carnes con
la llegada del buen tiempo.

“Me gusta esta ciudad”, se dijo, justo antes de que una presión en su hombro lo bajara de la nube de ensimismamiento desde la que escrutaba su entorno.

-Perdone, joven, ¿para la Puerta del Sol...? –preguntó una señora teñida de rubio y entrada en la cincuentena.

D. conocía el lugar pero era incapaz de soltar prenda en castellano. Se encogió de hombros y ladeó la cabeza a derecha e izquierda.

La señora le dedicó una mirada encolerizada, despectiva. Él, tan contento, le devolvió una sonrisa. La operación comenzaba a dar sus frutos.

Dio un paso más. En Callao, antes de entrar en Preciados, se detuvo en una esquina para coger aire. Llegó hasta la Puerta del Sol por el mismísimo centro de la calle, envuelto por la marea de gente que iba y venía, la mitad estresada por sus hipotecas y frustraciones, y la otra mitad preocupada porque su equipo, el Real Madrid, si nada lo remediaba, iba a ser desahuciado de la Galaxia (en la que habitaba más como okupa que como propietario legal), por orden del Valencia C.F, en la última jornada.

Nadie volvió a reparar en él.

Por primera vez, desde que llegó a España por trabajo unos meses atrás, disfrutaba de una reconfortable sensación de libertad.

Esa mañana se había propuesto que fuera el inicio de su nueva vida, aunque todo formaba parte de un plan preparado minuciosamente. Las cosas se habían puesto insoportables en el trabajo. Corrían malos tiempos en la empresa, en la que él era una pieza importante. Pero ya no aguantaba más presiones. Cortó por lo sano.

Dio la cara, nunca mejor dicho, hasta dos semanas atrás. Un viernes por la tarde, salió del trabajo con la idea de no volver. Ni pío a los jefes, ni a los compañeros...y, ni tan siquiera, a su mujer.

Se marchó directo a una reconocida clínica de cirugía plástica. Tras la intervención pasó una semana recluido en una pensión cercana.

La operación había sido sencilla pero efectiva. El paseo por el centro de la capital lo estaba confirmando.

Seguía sin rumbo por las calles hasta que apareció en la Plaza Mayor. Allí, disimuladamente, se adosó a un grupo turístico de compatriotas que seguían atentos las indicaciones de la guía. Cuando, después de un buen rato, comprobó que nadie se había fijado en él, se separó de ellos con el mismo sigilo con el que llegó.

Entró en una taberna para llenar el estómago y acabar de tentar a la ciencia. Pidió un bocadillo de calamares y una caña por señas y se hizo un hueco en la barra, muy concurrida a esas horas.

Entre bocado y bocado, mientras masticaba con deleite, miraba a los parroquianos directamente a los ojos. Sin vergüenza, con la “inmunidad” que concede tener pinta de guiri que flota en los mundos de yuppi.

De repente, escuchó su nombre. Estuvo a punto de atragantarse. Antes de girarse, tomó un sorbo de cerveza para digerir aquel golpe en el bajo vientre.

Un hombre indignado, al fondo de la barra, volvió a repetir su nombre y, ahora, además, añadió varios insultos.

Por primera vez, se arrepentía de estar solo en aquella ciudad. Quizá era el momento de poner en práctica sus dotes físicas y técnicas.

Su instinto le decía que debía salir por piernas, zafarse de aquel enfurecido personaje. Soltó sobre la barra un billete de 20 euros con la velocidad de un pistolero del oeste, metió la barbilla contra el pecho y salió de la taberna con la cadencia de un marchador de atletismo.

De nuevo en la Puerta del Sol, se metió en el primer taxi que asaltó y pronunció “barajas” con marcado acento inglés.

Mientras el taxista marcó la tarifa del aeropuerto, él comprobó por la ventanilla que nadie le había seguido.

Compró un billete para el primer vuelo hacia Londres y varios periódicos. En la sala de espera de embarque fue incapaz de sentarse. Su foto estaba en todas las portadas. Dobló toda la prensa que llevaba y la guardó en una bolsa de plástico.

Incomprensiblemente, la situación lo había desbordado. Sabía que el cambio de imagen lo protegía pero se mostraba inquieto, impaciente. Paseaba de esquina a esquina, sin rumbo, perdido, desconcertado.

“Buenos días” -lo interrumpió una voz cortés pero firme. ¿Podría mostrarme su documentación?” -le requirió aquel hombre mientras se identificaba mostrándole discretamente su placa de la Policía Nacional. El cuerpo estaba muy susceptible y aquel tipo había levantado sospechas. El agente de la secreta puso cara de póker cuando comprobó el pasaporte. No tanto por el hecho de que la foto y el sospechoso no se parecieran en nada, sino por la identidad que figuraba en el pasaporte, perfectamente en regla.

Lo miró fríamente y le dijo: “¿Beckham?, ¿David Beckham?”. Lo cogió del antebrazo a la vez que le hizo una invitación amistosa: “Perdone, pero creo que debe acompañarme a comisaría para aclararme de dónde ha sacado esto.”