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MUCHO DADÁ

KONIEC

Bueno. Mañana me voy unos dis a mi Asturias natal, a desconectar, beber con los amigos y abrazar a mi familia.

La semana que viene me cambio de casa, me voy un piso más grande(Dios, odio las mudanzas).

Así que estaré un montón de días sin internet y , por lo tanto sin actualizar, aunque tampoco actualizo mucho ahora...

Y ya que cambio de casa voy a cambiar también de blog. Ya os avisaré a su debido tiempo. En fin, que "Mucho Dadá" a muerto, ha sido bonito, pero ahora me aburre terriblemente. Además creo que cada vez tengo menos de dadaista. Incluso no sé si matar a mi alter ego, Tristán Fagot. Cada vez me apiado más de él. No sé, necesito cambios. En cualquier caso,repito, ya os avisaré.
Besos y hasta pronto. En otro blog, otro mundo y otra personalidad.

KONIEC , como ponían al final aquellos dibujos de europa del este que veía cuando era niño ( sí, aquellos de un niño que perdía un globo y que eran así como muy simples y artísticos). Luego, supongo,que, en Checho, significa "FIN", aunque también puede significar "JÓDETE"

Mis palabras son ciertas

Todos los perros viejos han venido esta noche a ladrar aforismos a mi ventana. porque, poco a poco, empiezan, de nuevo, a surgir de mi las ganas de tener un jardín de rosas sin cabeza. Solo espinas.
Salgo a la calle y antes de la primera esquina noto que las tierra se desliza bajo mis pies cuando camino, como un cinta andadora. Y todos los semáforos se ponen en verde a mi camino, para no hacerme perder un segundo. Pero no, me detengo, algo va mal, conjuran para facilitarme el camino hacia la muerte.

No más engaños. Solo mis palabras son ciertas

XII

Brisa fresca en su cara. Brisa que entra por el balcón que está abierto de par a par. Brisa fresca como si se hubiera zambullido de lleno en una piscina de nubes. Él no quiere abrir aun los ojos y se queda escuchando los ruidos provenientes de la calle. Unos pocos coches, el ruido de una gran ciudad como ya era de aquella París, ese ruido grave, y que, sobre todo por la noche, no molesta, mezcla de todo el resto de ruidos, que oscila, va y viene y que siempre le ha recordado a las noches pasadas cuando era pequeño, en la casa de sus padres, frente al mar. Únicamente alguna bocina, y un niño vendedor de periódicos que grita todo el rato “¡Gandhi calienta la india con su marcha de la sal y Marlene Dietrich Alemania con sus curvas!”, le recuerdan que si mirara por al ventana no vería una playa y un horizonte infinito, que los ruidos que escucha en la habitación no son los de su madre que viene a despertarlo con beso.
¿Cuánto ha dormido? Supone que poco, tiene que seguir siendo muy de mañana. La misma mañana de hace unas horas, cuando estuvo en esa cafetería y se le descontrolaron los pensamientos. Aunque quizás hubiera sido todo un mal sueño. En fin, fue feo y seguro que ahora todo es bello. Hora de abrir los ojos.
Se queda deslumbrado. Por la luz que entra a raudales y por la mujer que lo mira sonriente. Quizás este muerto y esto sea el cielo, se dice a si mismo para inmediatamente rechazar tan manido tópico. Quizás no haya muerto y esto sea el cielo. Se le acerca la mujer y le da un beso que sabe a fruta fresca. Quizás haya estado muerto hasta este momento y esto es el cielo que esperaba, donde las mujeres a las que uno ama siempre saben a fruta fresca. Ella se acomoda, sentada a su lado, y sigue mirando, sonriente, su lento despertar. Él, a su vez, la mira a ella, a través de las rendijas que aun son sus ojos. Un vestido blanco, liso, que brilla con la luz de tal manera que le hacen pensar si no será ella la que lo ilumina todo. Sus ojos, tan grandes y negros, que también relucen y sonríen como si supieran algo que nadie más sabe. Su boca, que tantas veces a besado y espera seguir besando. Todo es luz y sonrisa en ella. Sí, es el cielo y me he salvado.
-Despierta, precioso, parece increíble lo que te cuesta despertar. Tenemos muchas cosas que hacer y mucho que querernos-dice ella, pletórica, casi sin mover la boca, como si se lo dijera con la mente.
Él sonríe. No dice nada. Sigue mirándola Claro que quiere quererla. No quiere hacer otra cosa. No soportaría quererla menos ni un solo segundo.
-Veenga, perezoso, que ya es muy tarde - y lo abraza, se tira encima suyo, entre risas, le hace cosquillas- Arriba, dormilón, no hemos venido hasta aquí para dormir
Ella huele a la colonia de naranja que él le regaló en su primera cita. A él le apetece morderla. Cierra los ojos, feliz, mientras ella lo abraza. Ella se incorpora.
-¡Venga! ¡ya está bien! ¿No quieres levantarte y venir a desayunar conmigo? ¿O es que ya te has arrepentido de casarte conmigo y prefieres dormir toda la vida, hasta que seas muy viejito para que no te dé la paliza?- Pone cara de dolida mientras dice esto, como una niña pequeña que dice algo para que le digan lo contrario.
Sí, es verdad, se ha casado con ella. Aun no se ha acostumbrado a ser marido de nadie. . No se ha hecho a la idea de que él pueda merecerse algo tan bueno. Siempre había pensado que las mujeres como ella eran para los otros, para los ángeles.
-Por supuesto que no me he arrepentido, de hecho es la única cosa que he hecho en mi vida, el resto han sido tonterías. Solo esto cuenta, Contigo empiezo a vivir- se sorprende a si mismo diciendo estas palabras, pero no por las palabras en sí, tan en su línea de poeta aficionado, sino por el tono, agrio y dolido, cuando quería ser jocoso y enamorado. Ella no parece darle importancia y se vuelve a tirar encima de él.
-¡Lo sabía! ¡Incluso con el mal humor que tienes por las mañanas me quieres!
Sí, claro que la quiere. Más que a si mismo, lo cual no es mucho. Más que al resto del mundo, lo cual no es mucho Más que a la vida, lo cual no es mucho. Más que al universo, lo cual no es mucho. Más que a Dios, lo cual no es mucho.

Nistal. El disco del año

Una buena canción pop, cuando es realmente buena, es un regalo del cielo. Y en este disco hay 10 insuperables. Es de esos escasos músicos que te ayudan a vivir sin pretender ayudar...
Debe ser una de las pocas personas de las que tengo envidia, por su natural talento para hacer música que te agarra el corazón desde al primera escucha
Entrar en su web y comprenderéis: nistal-10 motivos para viajar de noche
De paso leer su fotoblog, me veréis por ahí...

Ayer, hoy, ahora, al gato no le importan

Ayer, al llegar a casa por al noche, lo escuché. Desesperado. Al principio pensé que era un bebé llorando. Luego reconocí en esos gritos a un gato que sufría. Me asomé al balcón. Miento, primero busqué a mi gato por toda la casa temeroso de que se hubiera caído por la ventana y esos maullidos fueran de él, que me llamaba, destripado, desde la calle. Cuando comprobé que dormía placidamente en el sofá, como ya he dicho, me asomé al balcón. La calle desierta, ni un alma, esa calle de Madrid en agosto a las tres de la madrugada, como detenida en el tiempo y que siempre, extrañamente, me recuerda a calles que nunca he visto de un pequeño pueblo de Castilla, un pueblo en el únicamente suenan los grillos haciendo el amor frenéticamente, un pueblo que sufre gigantismo y que sin querer, por una enfermedad se ha convertido en lo que es hoy Madrid. El gato maullando, en la calle, en algún sitio que no podía ver pero que sonaba en todos a la vez, como si fueran las bocas de los balcones las que gritaran. Para dormir he tenido que cerrar, a pesar del calor, la ventanas para no pensar, más de lo que ya comúnmente hago, en la muerte.

Hoy por la mañana, al salir de casa en dirección a ningún sitio en concreto, quizás esperando encontrar algo que aun no sabía pero que me atraía, como hace todo el mundo los días, como hoy, de fiesta, he visto a un montón de gente al rededor de un coche con el capot levantado. No había, como podréis suponer, dormido muy bien, en parte por el calor y en parte por los alaridos del pobre animal, o del espíritu del animal, ya que no había logrado verlo, y, en un primer momento, me pareció que el coche maullaba y que por eso la gente lo rodeaba, sorprendida. Pero no, por supuesto, el que maullaba, según pude adivinar por la información pertinente y no pedida que me dio una vecina, era un gato que se había , dios sabe cómo, metido en el motor del coche, por alguna oscura rendija, y que ahora no podía salir. Estaban intentando levantar el coche con un gato para sacar al gato, valga el chiste fácil y cruel. Varias personas estaban metiendo las manos por todas las rendijas del motor. Pero nadie conseguía sacarlo. El dueño del coche hablaba por teléfono con los bomberos y les gritaba que tenían que sacar al gato de ahí, que él no podía ni quería arrancar el motor y, seguramente, descuartizar, o achicharrar, al pobre animal. Parecía desesperado por la negativa de los bomberos a atender esa llamada de auxilio, y supongo también que por haberle dejado en sus manos esa responsabilidad que, si uno lo piensa bien, es enorme e igual de ridícula que tremendamente cruel. Gritaba que tenía que ir a trabajar y que necesitaba el coche, que si no hacían algo los iba a denunciar. Dejo de gritar cuando, según dijo, casi al borde de las lágrimas, le colgaron el teléfono. Todos los allí congregados nos indignamos, aunque nadie se atrevió a reconocer que, en el fondo, era porque desde la infancia nos habíamos hecho la idea de un bombero como un buen hombre que estaba dispuesto a subirse a una escalera para bajar a un asustado gatito de un poste eléctrico y no como un hombre que arriesga su vida por cosas más prácticas e importantes y que, a cambio, recibe un salario. Yo, como todo buen español que se precie, siempre con esa sensación que todos, sobre todo los hombres, tenemos de que “lo están haciendo mal” y de que yo, y solo yo, “tengo la solución” me acerqué al motor y metí mi brazo por una ranura para llegar a donde suponía se hallaría el gato. Toqué algo peludo, exclamé” ¡ya lo tengo!” y lo agarré y tiré fuerte hasta que un hombre que se hallaba a mi lado, ejecutando el mismo tanteo que yo, soltó un grito y me dijo enfurecido que dejara de tirarle de los pelos de la mano. Todo el mundo se rió y yo pedí disculpas, avergonzado. El humor no hace sino dar un matiz de designio, de irrevocable, a la tragedia, y, tras este error, todos aprovecharon para sacar sus manos y suspirar, con una extraña sonrisa, diciendo que no había nada que hacer. Al gato mi fallo no le hizo nada de gracia y siguió maullando, entendí que ahora me llamaba a mí. Solo a mí. Me adentré de nuevo en el mundo subterráneo donde estaba encerrado al animal, pero ahora, aprovechando que ya habían conseguido levantar un poco el coche, intentándolo desde abajo, sin importarme lo más mínimo, tirarme en el suelo y mancharme. Y desde abajo lo vi, por una rendija, pequeño, sucio, con los ojos llenos de horror, no tendría más de cuatro meses. Parecía increíble que hubiera podido meterse ahí. Intenté hallar un camino hasta él. Habría la boca, maullaba, pedía socorro, me miraba a los ojos. Por fin, finalmente lo agarré. Pero de nada servía porque, si bien mi mano a duras penas entraba, por supuesto, con el puño cerrado y con un gato agarrado, no salía. Pero tiré, tiré demasiado y el gato gritó con más dolor, aun si cabe, que antes. Y hubiera seguido tirando, desesperado, hasta matarlo, hasta romperle todos los huesos y, de paso, los de mi mano, si no hubiera recordado la trampa para monos que me había descrito mi padre alguna vez y que consistía en meter comida en un coco atado a una cuerda, de tal manera que el mono metía la mano extendida sin dificultad pero que una vez cerrada con su botín dentro no podía sacar. Los monos, antes que soltar la comida, se desesperan, luchan, llegan incluso a mutilarse, no comprendan como algo que ha entrado no puede salir. Y yo no soy un mono y el gato no era comida y el coche no era un coco. Lo solté. Lo miré, sus ojos tristes me miraron, esta vez no gritó. Salí de debajo del coche cubierto de grasa y sangrando por la mano. Dije que, en mi opinión, no había nada que hacer. El dueño del coche me miró espantado y me dio, de todas maneras, las gracias. Dijo que él no se rendía. Me fui, me pasé todo el día dando vueltas y no volví a casa hasta por la noche.

Ahora mismo mientras escribo esto, lo escucho maullar. Nadie ha podido hacer nada, yo el primero, nadie se ha atrevido matarlo, el dueño del coche supongo que ha llegado tarde, muy tarde, al trabajo. Han preferido dejar al destino seguir su camino. Nadie ha querido juzgar, seguramente por miedo a ser, a su vez, juzgados, por un dios tan cobarde como lo somos nosotros para los gatos. Dentro de uno o dos días, espero que no más, morirá de hambre y entonces podrán sacarlo de algún modo. Sus maullidos son más débiles, únicamente, de vez en cuando, parece recuperar fuerzas, que emplea, sin duda, para insultarnos.

X y XI

X

-Habrá que tomarse un café-dijo mi padre, sonriente-es una de las cosas que se supone hay que hacer en Paris. Tomarse un café en una terracita bohemia. ¿No?
-Si, se supone, pero sería mejor si te gustara mínimamente la literatura y la bohemia.-añadió mi madre secamente-Además detestas el café
-Seguro que en una de esas terrazas si me gusta

Mi padre estaba intentando pasarlo bien, animar a mi madre un poco. Acababan de llegar a Paris, era de noche. Después de darse una ducha en el hotel no sabían por donde empezar, o, al menos, eso creía mi padre. Mi madre tenía planes que no pensaba contarle, planes únicamente para ella.

-Bueno, si tanta ilusión te hace tomarte un estúpido café vayamos cuanto antes..., ya es tarde- dijo mi madre con voz amarga e inmediatamente, dándose cuente de lo brusca y maleducada que había sido, cambió el tono- Perdóname, cariño, no sé qué me pasa, estoy de mal humor. No sé si habrá sido buena idea hacer este viaje.

-Yo creo que si ha sido buena idea. Y es normal que estés de mal humor y preocupada. Pero para eso hemos hecho este viaje, para relajarnos y desconectar...

Mi padre estaba de pie, enfrente de la cama de la habitación, vestido únicamente con un albornoz, descalzo, el pelo mojado. Mi madre estaba tumbada, también en albornoz, en una postura muy relajada, como si fuera una marioneta y la hubieran tirado de cualquier manera. Las piernas casi al descubierto, un pecho al aire. Se quedaron en silencio. De pronto mi padre sonrió, con cara de niño travieso y se sentó a su lado. Se inclinó suavemente y lamió el pecho. Alargó la mano y se la metió en la entrepierna.
- No, para, no me apetece lo más mínimo, no hemos venido aquí para hacer estas cosas. No hay tiempo que perder- dijo mi madre, apartándole la mano y tapándose el pecho- Vamos a tomar un café, por Dios, me estoy muriendo de sueño.
Mi padre no contestó, suspiró y se tumbó en la cama. Encendió un cigarro y se lo fumo mientras contemplaba como mi madre se preparaba para salir. Casi mejor no entender qué le pasa, mejor dejarla a ella, pensó para si mismo.
Ella se vistió, se puso un vestido negro, todo el rato muy pensativa, en total silencio los dos. Mi padre seguía tumbado, contemplándola. Ella se puso delante del espejo a maquillarse. Algo pasó. Los ojos de mi madre miraron los de mi padre en el espejo, paró de maquillarse. Se le acercó y lo abrazó llorando. Perdóname, eres tan bueno, te quiero tanto, no sé que habría sido de mí sin ti. Entre lágrimas. Tranquila, preciosa, ya verás como un día e estos te levantas por la mañana de la cama y te darás cuenta que ya pasó todo, siempre es así. Mientras la acaricia en la cabeza. Cuando ella paró de llorar tenía la línea de los ojos corrida por las lágrimas. Lágrimas negras, dijo mi padre sonriendo, mientras observaba como mi madre se limpiaba con el antebrazo los surcos oscuros que le habían quedado en los mofletes. Tienes el corazón tan ardiente que sueltas carbón por las lacrimales.

XI

Ahora me doy cuenta. La paz que se respira en este pueblo, el viento moviendo las hojas de los árboles, en frente de mi ventana, el olor de la hierba seca tan típico en estas fechas en las que se siegan los prados, todo esto, me hacía sospechar que quizás había perdón para mi, que había aprendido la lección. Pero no, aun no me he perdonado, aun no me merezco respirar tranquilo, disfrutar estos olores, estos amaneceres. Sigo desconectado. Mi alma se regocija con esta calma, cierto, pero se regocija porque, en el fondo, piensa que solo ella es capaz de disfrutar estas maravillas. No comparto mi dicha, no comunico, no conecto, me creo selecto, si llueve es para que yo esté triste y reflexione sobre la muerte, si hay tormenta es para hacerme sentir pequeño, si nieva es para convertir mi vida en jaiku. Sigo siendo el rey y lloro por los mismos errores, brindo con sensaciones extrañas. Sigo siendo el tuerto que cree que los demás son ciegos. Y eso se tiene que acabar, tengo que permeabilizarme, dejar que las cosas entren y salgan sin poner yo resistencia ni facilitar nada, fluir, nada más. Ser, aceptar que simplemente soy una pequeña conciencia no mejor ni peor que la de esta abeja que zumba ahora en mi habitación.
Recordar, anotar, tirar lastre. Dejar de tenerme miedo en los espejos.
No veo por qué que los santos tienen que necesariamente tener razón.

Ni una palabra de más

Ni una palabra de más. Tengo que ahorrar esfuerzo. Espacio y tiempo. Un texto maduro que chorree jugo por la barbilla de quien lo muerda. Para que me expulsen del paraíso, de esta nube de algodón, de este vivir a medias. Para eso escribo. Para provocar a la vida, enfadarla, tratarla como se merece y, aunque no lo confiese, querría ser tratada. Que se enamore de mi y yo de ella.

Y qué pasa con los disk jockeis. Tan solos allá arriba. Viendo a las lujuriosas niñas meneando cuerpos que no saben que tienen. Siempre las mismas caras, apurando la copa y mirando, como quien no quiere la cosa, a través del vaso, como si fuera un catalejo, a ver si ven , allá a lo lejos, la tierra que les habían prometido cuando se embarcaron.

Hay momentos de verdad. De esa verdad que da miedo y que se puede untar en una rebanada de pan como si fuera mantequilla. Pero basta con mirar hacia otro lado. No os preocupéis.

Lo malo es que es fácil generalizar, meterlo todo en el mismo saco, estar tres días sin dormir y desear la muerte de cualquier persona, provocar un holocausto. Si dios fuera tan estúpido como nosotros jamás nos habría creado.

El hombre está hecho a imagen y semejanza del diablo. Esto lo leí ayer en un mal libro, antes de apagar la luz para dormir. Y me reconforta porque me confirma que hasta los tontos, a base de repetirnos, de vez en cuando, cada mil años, decimos alguna frase que justifica nuestra existencia o escribimos alguna Illiada.

El otro día no lo dejé claro, por eso lo repito, para que conste en acta cuando se acabe el mundo: sé a ciencia cierta que el infierno está en los agujeros de todos los ladrillos, de todas nuestras paredes, esas micro zonas que no existen y que son la auténtica tierra del dolor, esos minúsculos espacios que si se sumaran adquirirían la proporción del universo, o de la muerte, os lo dejo a vuestro gusto. Por eso son santas las casas con paredes de adobe o de piedra.

Soy tan sarcástico e inteligente que tengo miedo de que se me cubra el cuerpo de verrugas. Soy tan listo que merezco ser quemado en la hoguera. Soy tan esnob que solo admito morir guillotinado.Ni una palabra más. Dios salve al rey

p.d. Después de escuchar esto he llorado y aun no sé si por tanta belleza o por tanto horror. En el infierno suena esta canción, seguro. Descárgatela ya y lo comprenderás. Alessandro Moreschi, el último castrati: http://www.elzapping.com/index.php/weblog/alessandro_moreschi_el_ultimo_castrati/

VIII

VIII

Un caballo de cuerpo pequeño y gran cabeza. Pero la cabeza no es una cabeza normal; es una calavera de caballo. Corriendo desesperado. Encima suyo, cabalgándolo, una rana gigantesca con rabo de demonio y uñas afiladas. Por supuesto es un dibujo, no sé si hecho por mi abuelo, a plumilla, en blanco y negro. Es, junto con la primera, una de las postales que más me inquieta. Supongo que mi abuelo estaba pasando una época emocionalmente turbulenta.
El mensaje que hay escrito en la postal da alguna pista más. Es quizás el más largo de todos los que escribió a lo largo de 50 años. “¿Dónde se han ido esos verdes valles que no recuerdo? ¿Dónde las ganas de comer? ¿Los árboles a los que subir? ¿Tu pequeño corazón latiendo dentro de un castaño? La lluvia, amor mío, ya no me moja, llevo demasiado tiempo cubierto de aceite y el agua resbala por mi piel.”.
Desde que mi abuelo desapareció hasta esta postal pasaron dos años. Un año sin noticias y dos postales en cinco meses. Un silencio prolongado que confirmaba su muerte y dos mensajes que los vuelven a la vida. No me cuesta mucho verle el sentido ha esta postal, entender cómo se sentía mi abuelo. Sin duda estaba dudando, sin duda tenía miedo, sin duda echaba de menos a su esposa, su tierra, el no estar solo, a veces pensaba que había cometido un error, comprendía que cabalgaba, a lomos de un caballo desbocado, un caballo llamado muerte, hacia la locura.
Esos verdes valles se alejaban de él. Le faltaba el apetito. Recordaba, siendo pequeño, las horas infinitas jugando en los árboles, esa atracción de la escalada que estos ejercen en los niños. No me cuesta imaginarme que cuando mis abuelos se conocieron se besaron, furtivamente, detrás de los grandes castaños, de vuelta de la romería, de noche, por los caminos a oscuras. Ese primer beso. El latido acelerado del corazón de mi abuela. El olor a hierba fresca mojada por el orballo persistente. La lluvia que no sentían ya cerca del pueblo, monte abajo, cogidos de la mano, pero que los mojaba.
Esa lluvia, esas sensaciones, esos olores, amores, que ya nunca más empaparían a mi abuelo, por haber estado tanto tiempo remojándose en literatura, sueños, pintura, buscando la belleza. Y privándose por ello, para siempre, de la única belleza que había conocido. Y ahora ya era tarde, se había hecho impermeable.
Me gusta esta postal. Me advierte esta postal de que no me deje nunca insensibilizar por las cosas bellas y sofisticadas. Que para escribir no tengo que rechazar lo que me rodea, que el arte no es una huida, que no es un arma contra el mundo, una casa confortable, sino todo lo contrario, que el arte es un adentrarse más aun , más a fondo, empaparse de todo, hasta que duela, porque la belleza no está por encima de las cosas, sino dentro de ellas, en el núcleo, el pequeño corazón que late dentro de todos los objetos, incluso dentro de un castaño.

VI y VII

VI

Mi padre creía que mi madre se estaba volviendo loca. Mi madre estaba a punto de empezar a creerlo también. Lo que mi padre creía era un viaje impulsivo para desconectar de tantas penas, a París igual que podría haber sido a Lisboa, empezó, ya desde el primer momento, a parecerle extraño. Mi madre lloraba a todas horas y a mi padre le parecía normal, no era eso, es común que la gente llore mucho cuando se le muere un ser querido. Era la obsesión que tenía por hablar del padre que no conoció, de hablar de la vida tan dura que habían tenido mi abuela y ella por su culpa, de que no pudo estudiar porque tenía que empezar a trabajar cuanto antes y en cuanto cumplió 10 años la pusieron de sirvienta en una casa, de mi abuela todo el día de rodillas, limpiando suelos, de que tubo que compartir la leche de su madre con la de otros bebés ricos, con madres de tetas secas y poco tiempo, a cambio de un poco de dinero, de las noches solitarias en las casa donde servía, en esas habitaciones minúsculas en el desván, con ese papel de las paredes, dios, ese papel que era siempre el mismo, un papel de florerillas, muy pequeñas y tristes, florecillas secas al lado de un nicho, en un cementerio, que ella odiaba, esas camas con colchones de trapos, llenos de bultos, cabeceros de metal, generalmente oxidados, la mesita de noche en la que ella guardaba una foto de su madre y de su padre juntos, la única foto que tenían, tomada en un parque, los dos jóvenes, besándose, sonriendo ante el seguro futuro que tenían por delante, antes de que él se fuera, antes de que las dejara tiradas, una foto en al que se besaban y que ella besaba y contemplaba todas la noches antes de dormirse soñando con el qué habría pasado si el mundo no fuera tan cruel, soñando que era una niña que jugaba, que estudiaba, que vestía ropas lindas, que su padre le contaba cuentos en la cama. Le hablaba también de su madre, siempre de buen humor la pobre, siempre sonriente la muy buenaza, siempre alegre, de rodillas pero feliz, de lo poco que la veía, únicamente cuando le dejaban un día libre en la casa donde servía y se iban juntas a pasear, alguna vez, las menos, al cine a ver películas de piratas, y de los pasteles tan ricos, deliciosos, ya no se encuentran ahora, que comían juntas, de lo mala que es la gente, de que en el pueblo comentaban que había matado a su marido y enterrado en el huerto, o que lo había echado de casa, que era extraño que él hubiera muerto en la guerra y que ella no vistiera de luto, siempre tan colorida en sus pobres ropas, en fin, mil habladurías malvadas. Le hablaba y no callaba, le hablaba a mi padre de cosas de las que nunca antes le había hablado, le contaba historias que hasta ese momento se había guardado para ella, como si algo hubiera reventado, como si hubiera saltado el tapón, como si se estuviera confesando, soltando lastre, como suponía que hablaba un condenado a muerte el día antes de su ejecución. Y esto le preocupaba.
Y una vez llegaran a París ningún interés por ver nada, ningún plan, ninguna ruta turística, ninguna guía, únicamente un plano demasiado grande, demasiado amplio, en el que salía hasta la barrida más pobre y carente de importancia para los turistas, y que ella ,cuando no hablaba, observaba con maniático precisión, como si estuviera viendo algo que hacía años que no veía, sobre todo una parte del mapa, al norte de Paris que ella señalaba con el dedo y susurraba cosas que mi padre no podía oír y que luego se negaba a repetir..
Por aquel no estaba al alcance de todos los bolsillos el viajar en avión, y mis padres no eran la excepción, menos aun después de los terribles gastos que habían ocasionado el funeral y toda la parafernalia mortuoria. De tal manera que decidieron ir en autobús. Así que una mañana montaron en un viejo autobús Alsa en Oviedo y llegaron 34 infinitas horas después. Agotados, exhaustos, mi padre de escuchar el monólogo interior de mi madre y mi madre de escuchar todos sus temores, todos sus recuerdos, de frenar sus impulsos, de frenar sus ilusiones.

VII

Una mañana preciosa. Nada más salir del hotel piensa que es una mañana preciosa, mucho más preciosa que cualquier mañana en España. Entra en la cafetería que está en la acera de enfrente. Se pide un café solo, aunque, realmente, a pesar de no haber dormido en toda la noche, no tiene nada de sueño y un croasan, aunque tampoco tiene hambre. Se sienta en una mesa al lado de la gran cristalera desde donde puede observar a todos los peatones. Contempla.
Al camarero que sirve en la terraza de la cafetería, que anda de un modo extraño, sigiloso, de puntillas, complicando aun más el servir entre las mesas con la bandeja en equilibrio, con fanático tic de malabarista. A una señora metida dentro de un inmenso abrigo de visón, a pesar de que la temperatura es primaveral, y que tiene atados a la pata de la mesa a dos perritos. Dos perritos que esperan pacientemente a que su dueña acabe de perder el tiempo, tumbados en el suelo con los ojos entrecerrados. A una niña con un globo y que parece no saber que hacer con él, o darse cuenta de lo estúpido de ese juguete y que, una vez pasada la magia del primer momento, mira al cielo mientras lo sujeta preguntándose seguramente que si lo soltara a dónde iría. A un vagabundo que tiene escrito en un cartel “no quiero su dinero, denme sus cerraduras”, un vagabundo joven que lee un libro sentado en el suelo, indiferente a la gente que pasa. A una paloma empeñada en romperse el cuello o en que la pisen o en que la atropellen, en una búsqueda desesperada de migas que solo ella puede ver. Un gran coche negro que en vez de motor parece tener una bomba por el ruido que hace, tac, tac, tac, y por la velocidad a la que pasa, como si quisiera alejarse de las calles para explotar en paz, y que lleva delante, a los dos lados, unas banderillas que ondean orgullosas, rojas, con un aspa negra en medio. Por alguna razón, le resultan familiares, como si las hubiera visto en algún sueño, Y mil cosas más que le hacen arrepentirse de no haber sacado la libreta donde escribe.
El sol asoma, ya definitivamente, impetuoso, por encima de los edificios. Un rayo le da directamente en la cara, un golpe de luz al que él responde sonriendo y saludando amablemente. Estrechándole la mano.
Piensa en su mujer, que duerme en el hotel. Le parece escuchar su respiración pausada, oler el aroma de una habitación cerrada donde se ha hecho el amor toda la noche. Ve su vestido colgado de la percha del armario, frágil e indefenso, sus zapatos de charol a los pies de la cama, con los calcetines blancos, como de bebé, dentro. Es una flor, piensa, es la más frágil de las flores. Pero su sonrisa se congela cuando recuerda que de pequeño, cuando caminaba solitario por su pueblo, rompía todas las flores que encontraba a golpes, con un palo. Y tiene miedo de hacerle daño. Se imagina el futuro y ve rosales rotos a palazos, pétalos pisados, ortigas creciendo entre las margaritas, un invierno que nunca acaba. Está a punto de gritar, pero se contiene. Se levanta mareado, siente vértigo, y se dirige al baño donde se refresca la cara con agua. Son tonterías, estupideces, debe ser que estoy más cansado de lo que creía, tengo que irme a dormir cuanto antes, se dice, para calmarse, delante del espejo.
Sale de la cafetería a grandes zancadas, casi corriendo, deseando llegar cuanto antes junto a su amada. Cuando llega ella aun está durmiendo. Se desviste a oscuras y se acuesta. Le da un beso en la mejilla.
La habitación está tan oscura que ni él mismo se da cuenta de que no puede dormir porque tiene los ojos abiertos.

.

En el centro del texto
está la lepra.
Estoy bien. Escribo
mucho.Te
quiero mucho

Ël,por dios, él

Quién decidió que se debe escribir sólo cuando se tiene algo que decir?El arte consiste precisamente en no escribir lo que se tiene que decir, sino algo completamente imprevisto

El guapo y ajedrecista


Salí de su vida como se sale de una frase

Ni especialmente guapo ni ajedrecista, que yo sepa, simplemente el mejor

He conseguido amar y ser amado. Todo lo que quería antes de morir. Pero ahora ya no quiero morir.

Guapo, pero no ajedrecista

En el bar de debajo de mi casa un borracho le gritó a otro que dios había muerto. Quizás sea verdad.

Pd.Tres horas después de escribir este post, me doy cuenta de que la culpa de todo la tiene Wagner. No escucheis sus discos, dan gans de conquistar Europa...

P.d.2.Un último añadido. He descubierto que internet es una máquina del tiempo. Sino explicarme cómo es posible esto: cenar, media hora; leer, una hora y media; escribir, dos horas; buscar en google una tontería sin la menor importancia, ¡dos putas horas y media!...Es escalofriante, algo satánico...

Alba

Tengo sueño. Tengo tanto sueño que creo que voy a desmayarme de un momento a otro. Aunque qué más querría yo, eso significaría dormir. Dormir. No, seguramente me moriré antes que dormirme.

. Todo por una obsesión que empezó con una pregunta a la que estoy empeñado en dar respuesta, o, más bien, a la que tengo que encontrar respuesta si quiero seguir viviendo.

Todo empieza de noche, hace un mes. Solo en mi casa. Y un poema que me atrapa, que me pilla desprevenido, un puñetazo, una sobredosis.

ALBA

He abrazado el alba de verano.
Nada se movía aún en el frente de los palacios. El agua estaba muerta. Los campos de sombras no abandonaban la ruta del bosque. Caminé despertando los alientos vivos y tibios, y las pedrerías miraron, y las alas se levantaron sin ruido.
La primera empresa fue, en el sendero ya pleno de frescos y pálidos destellos, una flor que me dijo su nombre.
Reí al Wasserfall rubio que se desgreñó entre los pinos: en la cima plateada reconocí a la diosa.
Entonces levanté uno a uno los velos. En la arboleda, agitando los brazos. Por la llanura, donde la denuncié al gallo. En la gran ciudad ella huía entre campanarios y domos, y corriendo como un mendigo sobre los muelles de mármol, la perseguí.
En lo alto de la ruta, junto a un bosque de laureles, la he rodeado con sus velos encimados y he sentido un poco su inmenso cuerpo. El alba y el niño cayeron al pie del bosque.
Al despertar era mediodía.


Rimbaud

Lo leí por primera vez después de haberlo leído mil veces antes. Lo llevo leyendo desde entonces, aunque me lo sepa de memoria. Pero aquella noche solo lo pude leer una vez, eso me bastó para que después me diera miedo mi casa, para que el retrato de mi hermana que tengo colgado en la pared me siguiera con los ojos. El espacio entre los muebles, las rendijas, lo que hay debajo del sofá, dentro de los libros, esos agujeros que tienen los ladrillos de las paredes de mi casa, dios, esos agujeros, en ellos está el infierno, algo vivo que grita sin que nadie pueda salvarlo de su encierro, en mi despensa, dentro de la caja de cereales, tantos agujeros para esconderse, rincones, nunca he puesto un pie en el techo, algún obrero que esta muerto construyó esta casa donde vivo, antes de esta casa había otra, y otra, y otra, y antes un bosque o una pradera y en ella un soldado árabe duerme las siesta apoyado en una piedra. Todo eso y mucho más. Gente asomada a los balcones, durante miles de años, mirando la misma luna que yo miro y haciéndose las mismas preguntas, o susurrando los mismos malos versos. Demasiado.
Cómo dormir si no veo lo que hay en los huecos que dejan entre si las palabras.
Cómo soñar con descansar si cada vez que escucho hablar lloro de emoción ante tal milagro, ante esa fuente de energía que es el lenguaje, más potente que cualquier mísera bomba atómica. Y todas esas cosas.
Cómo hacer nada si tengo un microscopio en vez de ojos.
Cómo dormirme sin contemplar el alba, y perseguirla. Caer los dos, abrazados, al pie del bosque.

Despertar cuando sea mediodía.

Y una pregunta que no recuerdo de tantas veces pronunciada pero que todos nos hacemos.

II y III

II

He crecido sin abuelo. Lo cual no tiene nada de raro. No es esa la historia. He crecido creyendo que no tenía abuelo porque había muerto. Hasta hace poco que me he enterado que mi abuelo no había muerto siendo mi madre pequeña, en la guerra, como siempre me habían dicho. De hecho ni siquiera había ido a la guerra, al menos no a la Guerra Civil, ya que de aquella vivía en la ciudad en la que moriría casi cincuenta años después: en París.

Tampoco, pensareis, es algo tan fuera de lo común. Quizás una huída del hogar, un acuerdo en la época en la que no había divorcios, un arrepentimiento en una pareja muy joven para atarse de por vida, un mal hombre, un fallo, todas esas cosas que forman parte de nuestra telenovela social. No, nada de eso. Mis abuelos se amaron toda la vida, ni un solo día pasó, en los 50 años que estuvieron separados, que no pensaran el uno en el otro. Sin rencores, con un amor inquebrantable. Mi abuela criando sola a su hija, trabajando duro, encargándose de todo, sola y enamorada. Mi abuelo viajando por Europa, trabajando duro, escribiendo, luchando por sobrevivir, solo y enamorado.
Cinco veces se vieron en 50 años. Cada 10 años se juntaban de nuevo, se redescubrían, se amaban durante toda una noche y, siempre, a la mañana siguiente, cada uno se iba por su lado para no verse en otros 10 años. Y nunca hubo otro hombre ni otra mujer para ninguno de los dos.15 postales le mandó mi abuelo a mi abuela. Postales extrañas, recortes, fotos sin ningún tipo de sentido, con frases en apariencia absurdas, mensajes que quizás solo ellos dos entendían y que mi abuela guardó hasta el día de su muerte en una caja de latón, en el fondo del armario, junto con una libreta a medio escribir llena de anotaciones y de poemas, escrita por mi abuelo cuando tenía la mitad de la edad que tengo yo ahora. No sé si es bello o monstruoso, en cualquier caso es real.
Mi abuela murió cuando yo tenía 25 años. Tres días estuve velando a su lado por las noches, dándole mi mano cuando me la pedía, cuando despertaba de su lento viaje y abría sus preciosos ojos grises y me miraba y sonreía y me decía algo que generalmente no entendía y yo le decía que sí y nos dábamos la mano antes de que volviera a sumergirse en el sitio del que finalmente, una mañana luminosa, no saldría.
Fue el día de ramos, la flor se decía en nuestro pueblo, una fiesta que conmemora el día que Jesucristo entró en Jerusalén montado en burro y todos los fieles lo recibieron con ramas de hojas de palmera y en la que las gentes de mi tierra ponen en los balcones unos preciosos ramos de flores.
La enterramos al día siguiente y no quise ver su cuerpo en el ataúd. No quise darle un último beso para no recordar su piel fría, para recordarla siempre tan calida como todas las veces que había besado a la mujer más buena que he conocido.
Un mes después llegó la última postal de mi abuelo y, esta sí, la leyó mi madre. Pero no entendió nada hasta que encontró la caja de latón en el fondo del armario. Y entonces gritó, lloró, maldijo. Comprendió.
Sin explicarnos nada a mí ni a mis tres hermanas, ni al resto de la familia, mis padres salieron de viaje, por sorpresa, a París. No nos extraño, incluso nos alegramos de que mi madre se alejara durante unos días de todos esos recuerdos que la llenaban de dolor, de que los dos tuvieran una especie de luna de miel. Lo que no sabíamos es que mi madre no iba a Paris para huir del dolor y de los recuerdos, si no que iba a meterse de lleno, hasta el cuello, en ellos. Mi madre, como mi abuela siempre ha sido muy valiente.
Ni siquiera escribió antes a mi abuelo, ni siquiera intentó contactarlo por teléfono. Simplemente le dijo a mi padre que se iban a Paris una semana y una vez allí se dirigió sin demora a la dirección del remite. Quizás no escribió por miedo a no ser contestada, por miedo de que al delatar que sabía el secreto mi abuelo, su padre, saliera corriendo a cualquier otro sitio, pues si no había querido verla en 50 años, nada indicaba que, precisamente ahora, tuviera ganas de conocerla. Quizás simplemente tubo miedo de que esa persona no fuera quien ella creía, de que simplemente fuera una amigo loco de mi abuela, aunque no sabía que mi abuela tuviera ningún amigo en París, pero la verdad es que, lo que es aun peor, tampoco sabía que tuviera ningún marido en París, y que ese sueño se le esfumara, y se quedara, como temía, definitivamente huérfana.
El caso es que fueron a París. Cuando llegaron ya era de noche y pospusieron la visita para el día siguiente. Aunque esa noche no pudo dormir pensando que haría si el desconocido era quien ella creía, pensando si lo estrangularía allí mismo en un ataque de rabia por tantos años de orfandad injustificada o si, por el contrario, escucharía lo que este hombre tuviera que decirle. Yo estoy seguro, de que en el fondo estaba deseando perdonarlo y traérselo con ella a vivir con nosotros. Volver con un abuelo resucitado, como si en vez de ir a París hubiera ido al infierno en busca de su padre.
Finalmente no fue ni uno ni otro, sino todo a la vez.

III

Él tiene veinticinco años y lleva casado con ella cinco. Sin duda la ama. Sin duda la amo, se dice a si mismo mientras se fuma un cigarrillo en la ventana y la mira dormir tranquila. Sin duda es la mujer que el cielo ha creado a partir de mi costilla, añade mientras apaga el cigarrillo en una copa de champán medio llena que ninguno de los dos se va ya a beber. Luego le da un beso en la mejilla y ella se remueve un poco y sonríe aun dormida. Él siente que tiene ganas de llorar de felicidad y se dice que es extraño, mientras cae la primera lágrima por su mejilla, que es raro este mundo, que no tendría que ser posible llorar de alegría, que no tiene sentido que la felicidad y la tristeza estén cogidas de la mano. Luego cierra las contraventanas para que las primeras luces de la mañana no la despierten, se pone la chaqueta y sale de la habitación. Él no sabe que esa noche han creado a su primera y única hija, a mi madre, que han engendrado el futuro.

IV y V

IV
La primera de las postales es una fotografía convertida en postal. La sitúo cronológicamente la primera porque podría perfectamente situarla la última, ya que es la única de las postales que no tiene fecha. En un principio la tendría, como todas, en el matasellos, pero a esta se le ha borrado con el tiempo. Quizás porque mi abuela la leyó mil veces, quizás porque fue la primera que recibió cuando ya daba por perdido a su marido, cuando esperaba no tener nunca más noticias de él y de tanto analizarla el roce de su dedo borró la parte superior derecha, aunque a mi me gusta pensar que se borró de tantas lágrimas de alegría que vertió mi abuela contemplándola. En fin, quién sabe.
Es una foto de familia, de una familia que no conozco. Pero es una foto defectuosa, sobreexpuesta. En blanco y negro. En ella se ve a una familia sentada alrededor de una gran mesa de comedor. No se trata de una familia numerosa como cabría pensar sería en esa época. Solo tiene, o solo salen, seis personas. En medio la gran mesa, debido a la sobre exposición, o por culpa de la blancura del mantel que la cubre que potencia el efecto del flash, solo se ve una gran mancha blanca que se extiende por el lado derecho hasta cubrir el cuerpo y la cara de lo que supongo es una niña, que queda de este modo convertida en una mancha blanca con perfil y pelo de niña, o de adulto enano. A la izquierda una señora gorda, sonriendo, y el que supongo será su marido, también sonriendo. En el centro una pareja de ancianos con aspecto de ser los abuelos y los dueños de la casa donde están, también estos sonriendo. A la derecha una señora de unos sesenta años, con el pelo blanco y que, extrañamente no sonríe, sino que reprocha, una cara que me mira desde el pasado y me odia por estar vivo. Al lado de esta señora, la niña fantasma, una mancha blanca con la larga cabellera recogida en un precioso lazo, un fantasma coqueto. Detrás de todos ellos dos puertas, una cerrada a la izquierda y una abierta a la derecha en la que se ve parte de una cocina, con un cazo al fuego e iluminada por la luz que entra por una ventana que no llegamos a ver y que nos recuerda que esa gente fue real, que esa gente existió, que a esa gente les dio el mismo sol que nos da a nosotros.
La ventana que no veo, la señora que me odia por estar vivo y la niña que está muerta. Esa niña que tengo la seguridad de que no llegó a ser adulta, de que una tuberculosis la marcó desde pequeña y la encerró en un sanatorio hasta que murió, como si esta foto fuera un mal augurio, una premonición blanca de los días blancos de sanatorio con sábanas blancas y paredes blancas que le esperaban.
La época no se sabe, es una foto en blanco y negro, pero supongo, por las ropas y peinados que llevan, que es una foto de principios de siglo.
El mensaje que mi abuelo escribió con letra histérica, con prisas, en el dorso, es tan extraño e inquietante como la foto: “alguien nos ha engañado, y os damos cuenta, y sonreímos, en ese justo instante, cuando la muerte pierde el respeto y nos tutea descarada”. La firma y nada más. Ni un te quiero, ni un perdón, ni una explicación.
¿Por qué esta foto de muerte? ¿Por qué esa frase de muerte? ¿Por qué eligió hablar de muerte para decirle a la mujer que amaba que seguía vivo? No lo sé ni nunca lo sabré, pero como veréis en sucesivas postales, más o menos todas siguen esta línea. Ninguna deja ver qué estaba haciendo o dónde estaba. Dejan ver, como esta, mucho más, su alma. Como si intentara resumir en un espacio mínimo su estado espiritual, como si hablara con su esposa un leguaje que únicamente ellos entendían, el lenguaje que tendrían que hablar entre si los enamorados para no estropear con minucias el mundo que han conquistado. Un leguaje mínimo y apretado, conciso, palabras que se ahogan e intentan expresar lo más intimo de su ser, un lenguaje enjaulado, que es jaula él mismo.
Personalmente no creo que la foto tenga nada que ver con mi abuelo, no creo que sea su familia, la parte amputada de mi familia, no creo que esos ancianos sean mis bisabuelos, como cabría pensar, no creo. Estoy seguro de que ni él mismo sabía quienes eran esas personas, seguramente la encontró tirada, o en el estudio de un amigo fotógrafo que la había desechado por la sobre exposición, y se dejó seducir por lo mismo que me seduce a mi, por lo mismo que seguramente sedujo a mi abuela, por ese olor a muerte, o, lo que es lo mismo, a recuerdos que nadie recuerda.

V
Oigo ladrar a los perros. Siempre es lo mismo. Primero empieza uno y luego le responden, uno a uno, todos los del pueblo hasta acabar discutiendo entre ellos. Parecen locos. No puedo evitar inquietarme en noches como estas. Noches que son nuevas para mí, un viejo tendero que hace 25 años que no ve las estrellas. Noches del luna llena en este pueblo de Galicia desde el que escribo, al que he venido a escribir todo lo que no he escrito y, de paso, para cumplir el sueño de vejez de mi esposa, que nació y vivió en este pueblo hasta que se casó conmigo y se vino conmigo a Madrid.
Es gracioso que me inquiete esta calma. Paro de escribir un segundo porque algo me llama. Me quedo en silencio y escucho atento. Por la ventana abierta llega un ligero sonido, me asusta, un ruido que no escuchaba desde que era joven, un ligero sonido que se va acercando hasta llegar a mí convertido en trueno, un ruido que es la ausencia de ruido, el silencio total, tanto de mi entorno como de mi cerebro. Explota.
Sonrío un poco nervioso, un sapo en el jardín rompe el momento. El tiempo se ha parado, durante este instante el reloj de la vida ha dejado de funcionar, el mundo se ha frenado en seco sobre su eje. Siento que todo este esfuerzo está mereciendo la pena.
Enciendo un cigarrillo y vuelvo a coger la postal de mi abuelo. Intento imaginarme qué sintió cuando escribió eso, cuando vio esa foto, cuando mandó, por fin, después de mucho tiempo, un mensaje de naufrago a su esposa que lo esperaba en tierra firme para decirle que nunca saldría de esa isla a la que el destino lo había llevado, que nunca regresaría al mundo de lo real.
Me digo que todo lo que imagine es real, que todo es real, que mi abuelo, al privarme de su presencia, me dio el más infinito de los recuerdos, un río caudaloso de recuerdos y de vidas que empieza en estas postales y desemboca en mi mente. Mi abuelo fue a la guerra...pues mi abuelo estuvo en todas las guerras que ha habido y estará en todas las que haya en el futuro, y siempre ganará....mi abuelo es muy rico...pues el mío era rey de un país de África y tenía cien mujeres para él, y a todas las decapitaba, mi abuelo violó a Gezzabel... mi abuelo era muy bueno y me quería mucho...pues mi abuelo era muy bueno y muy malo, como la realidad, y me quería mucho, tanto que se negó a morir, y lo tengo aquí a mi lado, susurrándome poemas al oído.
Acabo el cigarrillo y miro el resto de postales. Las extiendo una a una en la gran mesa de madera donde escribo, las intento encajar entre si, como un puzzle, quizás eso solucione el misterio, pero no encajan, no es tan simple, no es tan estúpido, me decepcionaría si así fuera. Mis ojos saltan de una a otra, desde las primeras, en blanco y negro, hasta las últimas, en color. De vez en cuando alguna me pica como una pulga y la cojo, y la aplasto con el dedo. De la primera a la última, un viaje de cincuenta años en diez segundos, de un vistazo, diez segundos para mis ojos, un universo para mi mente. De la primera, una decisión, a la última, un continuará, después, nada más. Dentro de cien años todos muertos.

Recordando

"Jonás:¡Si nada tiene sentido es porque no nos lo han enseñado!¡Miles de año de pensamiento racional se lo han quitado!¡Nos hemos empeñado en hacer un resumen del mundo!¡como si no pudiéramos leer la novela entera!( bebe otro trago de vino e intenta calmarse)Pero adorar un solo objeto no es la solución...no..., (ahora gesticula menos y habla pausadamente mirando el vaso mientras lo hace girar en la mano)la única solución es empezar desde cero...adorarlo todo sin medida...llenarlo otra vez de significados...inventar un microscopio...con el que podamos ver la composición simbólica de todas las cosas hasta llegar a su átomo poético...( se queda en silencio mirando el vaso, como absorto)"

"JONÁS: (Echa el último trago de vino y lo posa en la barra) ¿Escapar?¿Escapar de qué?¡Por Dios! ¿No os dais cuenta que lo único importante es el viaje en si, de que nadie nos espera porque no hay sitio donde llegar, somos argonautas viajando sin rumbo, y solo nos queda mirar por la borda y admirar el paisaje! (Otra vez se abstrae, todos callan y esperan que Miguel conteste. Pero este, en lugar de contestar, coge la botella de vino que hay encima de la barra y se la rompe a Jonás en la cabeza. Jonás cae desplomado al suelo.)
MIGUEL: ¡Este es el único poema que se puede hacer con una botella de vino! ¡Vayámonos hermanos! ¡Ya estoy harto de aguantar tonterías!"

De mi mismo,cuando era mucho más joven, cómo no

Dos cosas

Dos cosas, que estos últimos cuatro cuentos me han dejado vacio por unos días:

1) Si fuera tan inteligente como para poder comprender el Mundo, vosotros seriais demasiado estúpidos para entender mis palabras

2) Joder, me ha encantado Star Wars episodio 3. De verdad, he flipado, vaya un peliculón. He estado toda la noche soñando con ella. A veces me asusto

El Golpe

Me llamo Andrés. Sí. Me llamo Andrés y recuerdo un golpe y estoy aprendiendo a escribir de nuevo.
Muchos lloros cuando desperté. Mamá llorando cuando desperté. Mis hermanas llorando cuando desperté. Mi Papá también lloraba. Me dijeron que lloraban de alegría y yo no sé cómo se puede llorar de alegría, no lo entiendo. Yo lloro mucho, pero cuando estoy triste. Cuando intento andar rápido y me caigo, cuando me pongo delante del papel en blanco, como ahora, y no me salen las palabras que antes me salían, no me acuerdo de las palabras que antes me salían y por las que, por lo visto, yo era famoso. Palabras bonitas que me alegraban la vida, palabras que sonreían como ahora sonríe mi madre viendo que estoy escribiendo por primera vez en dos años, palabras, muchas, millones de palabras he escrito, hay varios libros en mi casa escritos por mi mismo, libros que intento leer y no comprendo y me duele la cabeza y hablan raro. Pero los escribí cuando yo era yo, luego vino el golpe y dejé de ser yo. Tampoco me hecho de menos, porque no me recuerdo, si recordara lo que pensaba antes sería el mismo que era antes, pero ya no lo soy y no me recuerdo y recuerdo que siempre he sido así, tonto, o algo así.
Noto que no soy el mismo en la mirada de las personas que quiero, que quería, me miran con pena y no entiendo por qué, si hubiera muerto lo comprendería, aunque si estuviera muerto no podría comprender nada y tampoco les vería la cara de pena que poner cuando me miran. Pero no me importa, yo los quiero. Qué complicado es todo. Sí. Es complicado este mundo. Pero para eso escribo, eso creo.
Me ha dicho mi médico que intente explicar escribiendo lo que siento. Que lo cuente todo, aunque no vaya a leerlo nadie. Bueno, él sí va a leerlo. Y yo lo cuento. A ver qué pasa. Quiero curarme. Aunque no sepa de qué tengo que curarme. Únicamente para que mi familia sea feliz.
Me ha dicho que lo cuente todo, que, para empezar, cuente quién soy y lo que hago y lo que me gusta.
Quién soy. Me llamo Andrés. Sí. Y tengo 35 años. Antes escribía mucho. Lo recuerdo, pero no recuerdo lo que escribía, cosas raras supongo, poesías y cosas imaginadas, pensamientos, lo mismo que hago ahora pero bien.
Me levanto todos los días a las 7 de la mañana. Me despierta mi madre. Desayuno un vaso de leche con colacao y unos bollos muy dulces, están ricos. Aunque recuerdo que antes me gustaba el café y me entran muchas ganas de tomarme uno y mi madre no me lo quiere dar, me dice que el médico me lo ha prohibido, que luego me pongo nervioso. Y eso me molesta mucho. Pero me callo. Luego me asomo un rato al balcón mientras mi madre se viste. Miro la calle, veo gente caminando, con muchas prisas y cara triste y me pregunto dónde irán y los miro desde mi ventana con los mismos ojos que ellos me miran a mí. A veces hay personas durmiendo entre cartones y pienso que deben de ser muy felices, haciendo siempre lo que quieren, levantándose a la hora que quieren, tomándose el café que les apetece y que, cuando me cure, seré como ellos. En invierno a la misma hora es más pronto, o más tarde, es raro, porque es de noche y la calle está triste.
Sé que suena estúpido, pero, a veces, cuando llueve, me parece que los balcones de enfrente están tristes, perecen bocas disgustadas, bocas que sufren, bocas de viejos con artrosis.
Sí. Suena estúpido. Pero ahora que es verano cuando miro la calle hay mucha luz, aunque es una luz rara como si las cosas estuvieran desteñidas, con menos color, como si los objetos no hubieran aun despertado del todo. Otra estupidez. Me va a reñir el médico. Sigamos.
Mi madre se viste y yo me visto, ahora ya me visto solo, ya he aprendido. Y salimos de casa de la mano. Me gusta caminar así, mi madre me hace sentirme seguro. Vamos al hospital y siempre cogemos un autobús rojo que tarda 15 minutos en llegar y que está lleno de mucha gente preocupada, caras arrugadas. También me dan pena. Miran al mundo con la misma cara con la que me miran a mí, con cara de pena. Yo no sé si antes era como el resto de la gente, pero quizás sea más feliz ahora. Creo que sí era como ellos, o peor, porque en los libros que escribía solo entendí que repetía la palabra muerte muchas veces, así, en grande, MUERTE. Qué triste.
Llegamos al hospital. El hospital me gusta mucho, es donde nace la gente y siempre que puedo me escapo a ver a los recién nacidos que son muy guapos y muy alegres y sonríen mucho.
Me recuerdan a albaricoques y mandarinas, que también sonríen mucho y son muy guapos.
Las enfermeras me conocen y me abrazan y incluso el otro día una mamá me dejó coger en brazos a su hijo. No pesaba nada y olía muy bien. Me sonrió y pensé que pesaba tan poco y era tan guapo porque estaba relleno de nubes, que en el cielo los fabrican con nubes, como aquí se fabrican las verduras en los huertos de tierra y ese pensamiento me alegró. Mi médico me dice que he tenido suerte, que el golpe podía haber sido peor, que podía haberme quedad vegetal, y cuando oigo esto me río y me pregunto que cómo puede una persona convertirse en vegetal y que tampoco tiene por qué ser tan malo ser una alegre lechuga, todo el día al sol, bebiendo agua por las raíces, tomando el fresco, sin ninguna preocupación. Pero no digo nada porque hay muchas cosas que no comprendo aunque me las expliquen. Al hospital voy para hacer unos tests muy complicados y unos ejercicios también complicados, juego con piezas, hago puzzles, y me lo paso muy bien y el médico me mira todo el rato mientras mira un reloj. Esto dura una hora. Luego volvemos a casa.
En casa veo la tele un rato, aunque no me gusta mucho, me aburre. Suelo leer los libros que puedo entender. Los cojo de la biblioteca de mi padre, que tiene un millón de libros en grandes estanterías. Me gusta ver las portadas y olerlos y tocarlos, siento que en ellos está mi cura, que tengo que leerlos todos aunque me lleve toda la vida. Muchos me recuerdan cosas, sensaciones, pero no me acuerdo de lo que decían. Pero me gustan. Tardo en elegir uno mucho tiempo y mi padre me ayuda a buscar alguno. Aunque lo pasamos muy bien buscando a veces mi padre se pone triste, como el otro día que cogí uno que se titulaba “la divina comedia” y le dije que ese igual me gustaba, que si era de risa mejor, y él se puso así como preocupado y me dijo que no, que no lo iba a entender, y que, además, ya lo había leído unas 100 veces, aunque no lo recordara. Mi padre es la persona más inteligente del mundo, si ha leído todos esos libros tiene que serlo.
La verdad es que esto me aburre un poco. No comprendo como antes, según me dijo mi padre, escribía todos los días horas y horas. Ya llevo escribiendo esto 5 horas y no noto ninguna mejoría, no me noto más inteligente. Pero tengo que hacerlo, mi familia quiere que lo haga, quizás ya soy más inteligente y no lo noto. Quizás no se note. Noto, sin embargo, que uso palabras que no sabía que supiera. Surgen mientras escribo y me pregunto de dónde salen, son muy complejas. Complejas. Ya lo he vuelto a hacer, quizás sí que estoy volviendo a ser más inteligente. No sé. Son bonitas las palabras y sirven para muchas cosas.
Ya no sé sobre qué más escribir. Ah, sí, lo que hago. Pero no me apetece nada, creo que no me gusta lo que hago aunque sí me gusta. No sé. No me apetece escribir nunca más sobre ello. Quizás podría escribir un poema como los que hacía antes. Es curioso que yo fuera poeta.
Aunque a los poetas les gustan las flores y a mi me gustan las flores, a los poetas les gusta la luna y a mi me gusta, aunque me da un poco de miedo, sobre todo cuando pienso cosas feas y creo que la luna quiere matarme, creo que la luna me odia por ser tan tonto.
Quizás, con un poco de esfuerzo, pueda escribir un poema como los de antes, pero sin emplear la palabra muerte. O quizás ya lo estoy haciendo sin darme cuenta, porque no recuerdo qué era la poesía y para qué servía. No, seguramente estaré escribiendo tonterías y mañana me riña mi médico cuando lea todo esto.
Yo sigo aburrido, pero estoy más tranquilo. No sé por qué. Mi padre dice que escribir es una droga y que una vez que empiezas no puedes parar, pero como yo no sé lo que es una droga no sé a qué se refiere. Y eso que he tomado muchas drogas hasta el golpe, recuerdo tomarlas pero no recuerdo lo que sentía.
No puedo escribir mucho sobre el golpe porque no me acuerdo y el médico me ha dicho que de momento es mejor que no recuerde. Pero me gustaría escribir sobre él. Escribir lo poco que recuerdo. Aunque me riñan. Aunque sea feo.
Recuerdo que era de noche.
Recuerdo que estaba enfadado.
No sé con quién pero estaba enfadado. Había gente a mí alrededor y mucho ruido. Recuerdo un baño muy sucio. Recuerdo que me agaché.
Blanco sobre blanco, pensé. Luego vino
el golpe.
Un golpe fuertísimo que casi me mata. Después del golpe,
nada.
Me han dicho que dormí durante medio año. Debía de tener mucho sueño para dormir tanto. Le dije a mi madre que tenía que estar muy cansado para dormir tanto y mi madre me dijo que sí, que estaba agotado. También me han dicho mis hermanas que una vez recuperado seré más feliz que antes, tendré más ganas de vivir. Y yo creo que nunca me recuperaré del todo y que tampoco debe merecer la pena volver a ser el que era antes para volver a golpearme.
Aunque me gustaría volver a escribir poesía.

Toreros al amanecer

Siempre he querido ser una estrella de rock. Desde la primera vez que oí, con 12 años, a los Rolling Stones siempre he sabido que quería eso, quería ser como Mick Llager. Llegar a los sitios entre fuertes medidas de seguridad, cada noche una ciudad, de la que no me importara ni el nombre, emborracharme, drogarme, destrozar las habitaciones de los hoteles, elegir, al azar, una joven groupie de entre las cientos que hacen guardia delante del hotel y tirármela sin ningún tipo de delicadeza, y ella consentir, y para ella ser la noche más feliz de su vida, estar follándose a un dios. O enamorarme de alguna de vez en cuando, pero como soy un genio loco y sensible, tan pronto pegarle palizas como escribirle poesías y canciones, matarla palos, hacer que sufra, que llore por mi, ponerle mucho los cuernos, con hombres incluso, pero hacer que pase a la historia como nombre de canción, llamarla Angie y darle tres hijos de los que no querré saber nada cuando me separe de ella. Y luego el escenario, mover mi culo delante de miles y miles de personas que gritan a cada sacudida de mi pelvis, que corean mis canciones, esa masa informe de pasiones, de sueños, de gritos, miles de ojos posados sobre mi, esa masa de la que me separan unos metros y unos tíos cachas, esa masa que, si cometiera el error de mezclarme con ella, si tropezara y cayera, me descuartizaría, me mataría, no dejaría de mi ni un trocito, me arrancarían la piel por pasión, se pelearían entre ellos por matar a su ídolo en la más horrible de las muertes. Los aplausos garantizados haga lo que haga, esos aplausos como olas de un mar extraterrestre, esos silbidos, gritos y ovaciones.
Pero claro, no soy una estrella, soy una meteorito torpe y frío, una hormiguita entre miles de millones de hormiguitas, un joven que está dejando de ser joven, un joven al que un dios maligno condenó a arrastrar toda su vida una malformación en la pierna derecha que le hace cojear al ritmo de su tristeza, que le hace lanzarse a la carretera, enfadado, entre los coches, con esa decisión suicida que solo los cojos podemos tener, toreros del borde del abismo, toreros desesperados.
Si al menos quisiera ser Lord Byron, eso me daría una excusa, incluso me sentiría orgulloso de mi cojera. Escribiría poemas apasionados, lucharía en guerras extranjeras y sabría que la muerte me espera en una habitación encalada y soleada en un país balcánico. Si me gustara un poco más la literatura, ese reino llenos de mal formados, feos y tarados, de estrellas errantes y solitarias que tejen sus telas con mecánica obsesión noche tras noche de desvelo... Pero no, yo quiero ser una estrella del rock.
Quiero ser un dios, quiero ser bello y perfecto, quiero la inmediatez, quiero pasiones, quiero. Quiero la vida en la carretera y las noches de rock and roll. Quiero repetir por siempre, en una especie de bucle infinito, el fin de semana pasado, que siempre sea el fin de semana pasado, en el que fui una estrella durante un día.
Tengo unos amigos que tocan en un grupo de rock, muy buenos amigos con los que tocaría si me hubiera molestado en aprender a tocar algún instrumento en vez de aprender a vestirme, a mirar, a posar delante de un espejo como una estrella. Van ha grabar dentro de poco su primer disco y para que rueden, para que cojan un poco de tablas, su discográfica quiere que telonén a grupos de más fama. Así pues el fin de semana pasado telonearon a Fran Plakan, un mítico músico americano de rock, en su concierto en Bilbao y como la discográfica pagaba el hotel y todos los gastos y sobraba un sitio en la furgoneta, me invitaron a acompañarlos.
Salimos el viernes por la mañana de Madrid. Nada más montar en la furgoneta pude constatar, al ver lo apretados que íbamos todos, que me habían mentido, que no sobraba ningún sitio, que me habían dicho que sí conscientes de que me vendría muy bien. Se lo dije y se rieron y me contestaron que me relajara y disfrutara de la aventura. Y vaya si disfruté. El viaje, aun sin espacio, fue una delicia, un montón de roqueros escuchando música a todo volumen y bebiendo bourbon a 150 por hora en las llanuras españolas, que perfectamente podrían ser las de California. Paramos a comer en un bar de carretera, llenos de camioneros, que cuando nos vieron entrar, todos encuerados, con nuestras largas melenas, nuestros fulares al cuello, nuestras camperas y los ojos pintados, se pusieron nerviosos para regocijo nuestro.
Llegamos a Bilbao a eso de las siete de la tarde, dejamos las cosas en el hotel y nos lanzamos a los bares. Éramos reyes, éramos los putos amos en esa pequeña capital de provincia, y lo sabíamos, por como nos miraban, por que los camareros nos atendían primero a nosotros que a nadie, porque las chicas se nos acercaban tímidamente y nos preguntaban, ¡en inglés!, si éramos de algún grupo, a lo que mis amigos contestaban, en inglés a su vez, que sí, y me presentaban, entre risas, a mi como al cantante del grupo. No sé cuanto bebimos, pero fue mucho, las copas venían y se iban una tras otra, nunca en mi vida he bebido tanto, sin parar, como locos, hasta que llegó la hora del concierto y fuimos a la sala.
En la sala entré por primera vez en ese mundo de vicio y depravación, ese tugurio underground que es el hábitat natural de la fauna roquera, entré en los camerinos. Estaban llenos de pintadas, como cuevas prehistóricas, estaban llenos de bebidas alcohólicas, de comida, de gente, de rayas de cocaína encima de un espejo. Bebida que me bebí, comida que comí y vomité, rayas que esnifé por primera vez en mi vida.
Mis amigos bordaron el concierto y Plakan también. Al menos eso creí intuir por los gritos y aplausos entre canción y canción, por sus caras exultantes de felicidad y excitación cuando volvieron al camerino del que yo no me había movido para no estropear la magia, para no mezclarme por millonésima vez con el público, con la plebe, con los otros. Después más y más alcohol, y más chicas que vinieron a la caza y captura de las estrellas o, en caso de no llegar hasta ellas, por cualquier persona del entorno de estas. Esas chicas me vieron y pensaron que yo era algún músico bohemio amigo de Plakan, me hablaron en inglés y yo les contesté en inglés.
Y así durante horas, en otros bares, ya con Plakan en el grupo, de fiesta en fiesta, de risa en risa, y yo en medio de todo, yo uno más, yo una puta estrella.
A eso de las 8 de la madrugada entramos en un bar muy sórdido que era el único que quedaba abierto. La mayor parte de la gente había ido retirándose, o desmayándose por los excesos, o perdiéndose por ahí con cualquier conquista, tan solo quedábamos cinco personas, ninguna de ellas mis amigos, los amigos con los que había venido, Plakan entre ellos, borracho perdido, diciendo “fuck” a cualquier chica que se cruzara por su camino. Menudo tío el Plakan, neoyorquino de casi 50 años, de larga cabellera rubia y siempre con uno de sus sombreros puesto, las leyendas decían que no se los quitaba ni para follar, menudo tío, toda una estrella, había trabajado en todos los oficios posibles, había triunfado en los años 70 con tres discos que vendieron millones de copias, lo llamaban el sucesor de Dylan, no Tomas, sino Bob, el mejor. Después no había vuelto a sacar ningún disco digno en casi 15 años, probablemente por que se había hecho cocainómano y alcohólico y no tenía muy claras las ideas como para componer nada. Durante los años ochenta había vivido dando tumbos de aquí para ya, de ciudad en ciudad, de paliza en paliza, trabajando como encuestador, como camarero, como vendedor de collares horribles, y tocando, cuando podía, en algún tugurio a cambio de un poco de alcohol. Cuando más bajo llegó fue en las Vegas donde había trabajado de imitador de Elvis en un puticlub de las afueras. Ahí fue donde justamente lo encontró un productor de una multinacional, que, por lo visto, había sido muy fan suyo de joven, y lo había rescatado, le había sacado un disco y le había devuelto a la circulación. Joder, que tipo el Plakan, y yo con el bebiendo mano a mano, diciendo “fuck” a las tías, en un antro, como amigos de toda la vida. Manda huevos, cómo es la vida.
Seguimos bebiendo hasta que de los cinco que quedaban ya solo estábamos Plakan, que no quería irse bajo ningún concepto, y yo. Me pasó un brazo por encima del hombro y me dijo, en español, “vamos a beber como hombres”. Y así hicimos, vaya unos hombres estábamos hechos el viejo y yo. No paramos de tragar hasta que nos echaron del bar, ya de mañana.
Camino de hotel pasamos por delante del Gugenhein y Plakan se puso a reír, después me pregunto si me apetecería sentarme en el paseo de la ría. Le dije que sí y nos sentamos en un banco. La luz del día le daba un aspecto cadavérico, estaba pálido, lleno de marcas y arrugas. Me dijo que estaba triste, estoy jodido, amigo, estoy hecho polvo. Lo siento Plakan. No dijo nada. El sol salía por entre las montañas, como un rey malvado que viene a joderlo todo, a demostrar que somos humanos, a enseñarnos los desperfectos que la noche tapa. No te conozco de nada, Manuel, de nada y estarás flipando con este viejo chocho que viene a contarte sus problemas. Puedes contarme lo que quieras, yo te admiro y quiero aprender de ti. Cuando oyó esto se rió tanto que creí que se iba a ahogar de lo rojo que estaba. ¡¡ Me admiras!!, ¡¡ pero si no me conoces!!¡yo soy una mierda que ha tirado su vida por la borda! un viejo solitario que no tiene donde caerse muerto, que no tiene nadie que lo quiera. Pero no, tú eres muy grande, tú has vivido, tú tienes cosas que contar, tú eres todo lo que yo quiero ser. Yo he sido alcohólico, yo he sido drogadicto, yo he estado en mil sitios y apenas recuerdo dos, yo he hecho daño a las pocas personas que me querían, yo he tenido una vida de mierda. Unas palomas se pusieron a comer delante de nosotros, rebuscando entre las cáscaras de pipas y la gravilla del suelo, me quedé mirándolas, escuchando su gorgoteo. Cuado mire a Plakan estaba llorando. Qué te pasa Plakan, por qué lloras, tú tienes gente que te quiere, tú tienes tu música. Yo no tengo nada, mi música hace ya treinta años que me ha abandonado, los temas de mis discos ya no los compongo yo, no tengo nada y nadie me llorará cuando me muera. Plakan, aun eres joven, te queda muchas cosas que hacer antes de morir, puedes incluso tener hijos, puedes tener todo lo que quieras Me estoy muriendo, me estoy pudriendo, estoy caducado, Manuel, para mi ya no hay tiempo, tengo cáncer de estomago, tengo un tumor en las putas tripas. Las palomas seguían ahí, nos llegaba el ruido de la ciudad que despertaba, de las verjas de las tiendas subiéndose, chirriando, pasó un barco silencioso por la ría, un barco lleno de turistas, alguno nos sacó una foto. Lo siento, lo siento mucho, solo acerté a decir. El me miró y se calló, se secó los ojos. Los pájaros cantaban en los árboles, encima de nuestras cabezas, yo hacía dibujos con el tacón de mi campera en la gravilla, círculos, cuadrados, A, B, C, un corazón. ¿Sabes que en español la palabras “tumor” y “humor” suenan muy parecidas?. Me miró desconcertado. ¿Sí? O sea que podríamos decir que ahora mismo estoy de “buen tumor”, añadió con una sonrisa en los labios. Si, representaría muy bien tu estado anímico, le contesté sonriendo. Seguimos sonriendo en silencio. Oye Manuel...¿Si, Kaplan?. ¿Sabes por qué siempre llevo sombrero? Sí, porque una vez, colocado, soñaste que un dragón te cagaba en la cabeza y porque tu maestro y tutor, el que te enseñó a tocar la guitarra, un viejo negro, Big Joe, decía que un caballero siempre lleva sombrero. No, Manuel, no, mira. Le miré y no di crédito a lo que vi.¡Estaba totalmente calvo! una enorme y blanca calva que comenzaba justo donde acababa el sombrero. Empezamos a reírnos a carcajadas, histéricos, felices, me caí al suelo entre lágrimas, algunas personas que paseaban nos miraban alarmados del estruendo que estábamos metiendo.
Nos levantamos y nos fuimos al hotel. Nos despedimos con una abrazo, probablemente nunca lo volvería a ver. En la cama del hotel tardé un poco en dormirme, me dormí justo cuando me di cuenta que Plakan no me había dicho nada de mi obvia cojera. Qué tipo el Plakan, pensé antes de dormirme.
Así pues, como ya os he dicho, repetiría ese día, esa noche, eternamente, toda una vida, o muchas vidas. Para que nadie me preguntara nunca el por qué de mi cojera, para ser esa estrella que siempre quise ser, esa estrella fugaz que reluce más cuanto menos dura, para llevar esa vida que nunca llevaré, para poder quejarme de llevarla y, sobre todo, para que Plakan estuviera siempre de “buen tumor”, para que viviera eternamente.

Un lugar bajo el cielo

Quién me iba a decir que acabaría mis días así. En este quiosco que regento con mecánico aburrimiento desde hace ya veinticinco años. Casado con esta buena mujer que cometió el error de creer que yo la quería, de creer que tener hijos era lo máximo que podía ella darme. Dividiendo el año en estaciones, en parece que cambia el tiempo de una vez, en a ver si deja de llover, a ver si llueve de una vez, a ver, como si me interesara ver. Fingiendo. Siendo el quiosquero más desagradable de Madrid, el quiosquero que dice eso de si quieres leer vete a la biblioteca a quien ojea las revistas más de tres segundos. Viendo crecer los árboles de mi calle, viendo crecer mi barriga, mi barba, mi hastío, mi pereza y los pensamientos de suicidio. Contando una y otra vez las mismas historias a Mariano, el camarero chileno del bar donde voy todos los días a desayunar, historias de Paris, de bohemia, de drogas, de cuando fui a San Francisco el verano del amor. Historias que él acepta con aire indiferente sin importarle haberlas escuchado mil veces, como escucha todas las historias que la gente mayor tiene guardadas en la recamara de su frustración y que ya nadie quiere escuchar en casa de tan repetidas. Yo conocí a Gombrowicz, Mariano, estuve cenando en su casa unos años antes de que muriera, era muy alto Mariano, y hablaba lentamente, comía lentamente, se movía lentamente, como quien está acostumbrado a esperar, Mariano, un genio, qué hombre, y yo cenando con él, porque yo prometía, yo podría haber sido un gran escritor, sí, Don José, se nota que usted a vivido mucho, añade Mariano sin importarle quién o qué es Gombrowicz, mientras seca las tazas que acaba de sacar del fregaplatos, he vivido mucho, al menos eso nadie me lo podrá quitar, sí, Don José, ya nos gustaría a muchos haber vivido tanto, porque usted tendría que ser ministro de cultura y no esos mentecatos encorbatados, bueno, bueno, yo no pido tanto, además yo soy feliz en mi quiosco, con mis amigos, viendo crecer sanos y fuertes a mis hijos, que son mi mejor obra, miento, miento, miento, lo que pasa es que es usted muy modesto, Don José, tendría que aprender de usted todos esos “intelectuales”, no Mariano, yo soy feliz con mi vida, no pido mucho, tener mi sitio en el Mundo, ver algunos amaneceres, observar a la gente presurosa que pasa por delante de mi quiosco a todas horas, observar, Mariano, eso es lo que siempre me ha gustado, de hecho estoy escribiendo una novela sobre mi quiosco, sobre esa gente que pasa, sobre esos amaneceres, sobre ti, Mariano, tú también sales en esta gran novela que estoy escribiendo. Y Mariano me mira sonriente, como se mira a un niño. Gracias Don José, pero no creo que mi vida sea interesante, no me merezco estar en sus páginas, que sin duda pasarán a la historia, y yo, claro que te lo mereces Mariano, la gente como tú sois el material con el que construimos nuestras ficciones los artistas. Bueno, Don José cuando acabé esa novela déjemela leer, aunque no creo que pueda tener yo opinión fiable sobre ella, yo soy muy ignorante. Tú eres un Dios Mariano, un Dios, añado mientras apuro mi café con leche y saco calderilla para pagarlo.
Después abro mi quiosco, y nada más.
Así durante los últimos veinticinco años y en todo este tiempo no he vuelto a escribir una palabra, han pasado por delante mío miles de personajes y nada he hecho, únicamente quedarme estoicamente dentro de mi cubículo, como una tortuga deprimida. Tampoco es que de joven escribiera mucho, siempre he sido más de decir que escribía que de escribir realmente, siempre me ha gustado más que la gente me tuviera por escritor que molestarme en llegar a serlo, de hecho he dejar pasar 25 años sin hacer nada, con todo el tiempo del mundo para escribir y sin hacerlo, sentado en medio de la calle, en ese puesto privilegiado de observador, desde el que soñaba Ramón Gómez de la Serna regalar sus pequeñas greguerías a los peatones para poder coleccionar sonrisas, y sin observar nada, únicamente mi ombligo cada día más enterrado en mi gran panza de buda ignorante.
Pero de esto no me he dado cuenta hasta hace unos días que empecé a escribir de nuevo, o por primera vez, ya no recuerdo, y estos veinticinco años han pasado como un suspiro por mi memoria, han caído en picado, como una bomba, sobre mi ego, cuando he intentando escribir una historia y he caminado por senderos recorridos hace tiempo y que ahora estaban vacíos, muertos, llenos de un eco que repetía, enloquecido, mi nombre, mi ego, lo jodido y triste que soy y lo divino y tonto que era de joven.
Y por qué he vuelto a escribir. Por qué he salido de mi letargo. Pues porque me he encontrado a mi mismo en un viaje en el tiempo, porque una ruptura espacio temporal ha hecho que yo mismo hace treinta años me comprara el otro día a mi mismo un libro que venía de regalo con un periódico.
Al principio no me di cuenta. ¿Tienes el libro que regalan con el País Semanal? me dijo una voz lejana. Yo, desde mi yoismo, ni me molesté, como siempre hago, en procesar la información más de dos segundos, los suficientes para poder decirle a esa voz que el libro lo regalaban los Domingos, y que hoy era lunes. Sí, lo sé, pero también sé que podéis venderlo cualquier otro día. Mierda de voz que me hacía trabajar, ahora tendría que levantarme de mi taburete y alargar un brazo, mierda de clientes que no me dejaban perderme en el vacío complaciente de mi vida. No dije nada, suspiré, alargué el brazo y cogí el libro. No comprendo muy bien qué me llevo a mirar el titulo del libro, pues pocas veces en diez años he leído algo que yo venda, una fue cuando inauguré el quiosco, quizás dejándome llevar por la ilusión, o queriéndome convencer de que la tenía, y otra cuando los atentados de las Torres Gemelas, para confirmar con cierto aire de cruel satisfacción, mi teoría largos años mantenida de que el mundo se iba a la mierda de cabeza, pero el caso es que lo miré, y era “La Piel” de Curcio Malaparte, uno de mis libros preferidos cuando era joven. Esta sorpresa me llevó a su vez a mirar a ver de quién venía la voz que quería leer ese libro. Y de pronto me vi, reluciente, lleno de ego, con unos 25 años, la vida aun por estrenar. Pero él pareció no darse cuenta, tanto había cambiado en treinta años, tan fea era la máscara que había tapado mi rostro, tan horrible era el disfraz que me había puerto como el uniforme de un condenado a cadena perpetua. Ni siquiera me miró, sus ojos solo vieron el libro que le tendía, el libro que esa noche y la siguiente le impedirían dormir, el libro que había comprado yo en Roma hacía tantos años y que tampoco me había dejado dormir en la cama de mi pensión, en aquella habitación barata abuhardillada, desde donde veía todos los tejados bajo la luna, todas las casas ancianas empujándose unas a otras, como un equipo de rugby de jubilados en un partido contra la historia, donde me complacía mirando las manchas del techo y pensando en la suerte que tenía por estar allí en aquel momento mientras España se marchitaba como la ropa vieja en un armario con olor a naftalina, en lo especial que yo era, en lo grande que sería.
Pero yo lo vi a él, y no lo he podido olvidar. Sin saber qué hacer, qué decir, cómo disculparme por haber caído tan bajo, me agarré a una pregunta típica, ¿no quieres el periódico?, le dije intentando mostrarme indiferente, pero con un ligero temblor en la voz. No me interesa nada, por mi el Mundo se puede pudrir, los políticos mienten, la gente miente, le vida miente, dijo el mientras me daba el dinero, con cierto aire de superioridad. ¡Dios mío!¡Tan joven y ya enfermo!¡Tan bello y ya marchito!¡Tan listo y ya subnormal perdido! Condenado ya a su quiosco, condenado a nunca escribir nada decente, condenado a dejar de escribir, condenado a una barra de bar grasiento, un café con leche y un croissant demasiado duro. ¡No!¡No digas eso!¡Mírame!¡Doy asco, no acabes como yo!¡No seas yo!¡No niegues nada!¡Di siempre si!¡Sí!, me dieron ganas de gritarle, de pegarle una bofetada de decirle que era un dios y que como tal tenía que querer a todos los seres humanos, que tenía que morir por nosotros cada noche, a todas horas, cada minuto de su vida, que teníamos que beber de su sangre si quería ser feliz . Sin embargo no dije nada, cogí el dinero, y dejé que se alejara rumbo al pasado, rumbo a los mismos errores que engrasaban nuestra rueda kármica, a tropezar por millonésima vez con la misma piedra, a quedarse poco a poco sin alimento por no cultivar nada más que egoísmos, camino de esta calma chica en la que vivo.
Por eso estoy escribiendo, por eso estoy solo ahora en el salón de mi casa, sentado enfrente de la gran mesa familiar, rodeado de los libros que he rescatado de su encierro en el desván, intentando recomponer los trozos que de mi hayan quedado, mientras oigo la respiración pausada de mi mujer que duerme en la habitación contigua, de mi mujer que quiso ser amada y consiguió a cambio cariño, la respiración de mi hijo de quince años que, de momento, sufre por cosas que no importan y son sanas, que sueña con sexos, institutos y futuros, escribiendo en esta mesa en la que hemos comido toda la familia a lo largo de los años años, en donde hemos celebrado tantas noches buenas y tantas noches malas, donde han estado disfrutando del buen hacer de mi mujer en la cocina tantas personas, algunas que han muerto, algunas que se han ido y que no han vuelto, como mi hijo mayor, que estudia en la universidad de Salamanca y que casi nunca llama ni viene a casa, que no quiere parecerse a mi en nada, y con el que desde hace años no he intercambiado más de 6 palabras.
Son las 5 de la madrugada , no recuerdo cuándo fue la ultima vez que fue esta hora, cuándo dejé mis pestañas en las hojas de los libros, cuándo los muebles de una habitación tosieron por culpa de mi humo y lloraron por mis desvelos,. El que estoy intentando dejar de ser se despertaba a las 7, se duchaba mientras su mujer preparaba el desayuno, salía de casa a las 8 en punto, iba al bar de Mariano a desayunar por segunda vez con tal de poder hablar con alguien.
A las nueve en punto habría el quiosco, y luego moría.
Me pregunto qué pensará mi mujer cuando dentro de dos horas se levante somnolienta y me vea aquí, entre papeles, y yo le diga que se vuelva a acostar, que ya no va a tener que hacerme el desayuno, que no pienso abrir el quiosco nunca más, cuando la bese como hace años que no hago, o como nunca he hecho, y luego le haga el amor por primera vez en mi vida. Le diré también que nos vamos a su tierra, a su pueblo de Galicia, que con el dinero que he ahorrado todos estos años para no tener que llevarla al cine ni a cenar nos vamos a comprar una casa de piedra, con jardín, que allí vamos a ser felices, que yo solo quiero una habitación donde escribir todo lo que no he escrito, todo lo que tengo que ir rascando poco a poco, todas las cosas que tengo que ir sacando de entre el fango que ha sido mi vida.
Me va a costar empezar a vivir siendo tan viejo. Me va a costar aprender a andar de nuevo, pero pienso hacerlo. Haré una gran novela, intentaré agradecer a todos los Marianos que he conocido el haberme aguantado, el no recriminarme haberlos depreciado, intentaré hasta el día de mi muerte hacer una novela como el Mundo, como la vida, que nunca se agote, en la que todas las personas que estamos ahora vivas podamos vivir siempre, con la que todos los yo que he sido y que son y que serán rectifiquen el camino mal comenzado y se sienten y piensen y se pregunten por qué se merecen estar vivos.
Pienso ahora que quizás sea este el primer capítulo de esa novela que nunca acabaré por que no se puede acabar, o la introducción donde me explico, me disculpo, agradezco. Pienso ahora que quizás, con esfuerzo, pueda llegar a ganarme, algún día, un lugar bajo el cielo.

Sacrificios cotidianos

Soy yo el que mira. Sí. Soy yo el que está pensando en volcanes en islas desconocidas a los que los indígenas hacen sacrificios humanos para apaciguar su sed de sangre. Soy yo el que pregunta a su madre, que llora sobre el hombro de su tío, que dónde están las tijeras y el pegamento Y soy yo el que coge la cartulina y dibuja sobre ella con lápiz lo que serán las piezas que una vez recortadas y pegadas entre si con esmero darán forma a su pagana isla de lavas y temores. Recuerdo poco. Tenía 8 años y, además, de este día, solo han quedado en mi memoria sensaciones. Cómo si hubiera sido un animal salvaje, como si hubiera ocurrido en otra vida, en un sueño, como si hubiera estado loco.
Es mi madre la que, como ya he dicho, llora, es mi madre la que sufre, delante de la cual las visitas ponen cara de pena, de circunstancia . La que tiene que decir gracias en respuesta a esas frases espantosas de no somos nada, al menos tuvo una buena vida, siempre fue un buen hombre, siempre se van los mejores. Es mi madre. Pero no puede ser mi madre. No. Porque mi madre es siempre feliz, porque mi madre no tiene preocupaciones y porque alguien que cocina tan bien y me da un beso antes de dormir todas las noches no se merece sufrir. Si mi madre sufre qué me queda a mí, si mi madre llora por qué razón no he de llorar yo, si no tiene todas las respuestas cuándo sabré si me miente o me dice la verdad. Es mi madre ésta a la que abrazo y cuya piel noto fría, con una fina capa de sudor frío, es mi madre la que me mira con ojos extraños, como de cera, de plástico, de cristal, ojos de los animales disecados que el abuelo tiene en el despacho, animales disecados que parecen sonreír al ver que el hombre que los mató se está muriendo.
Es la casa la que no parece mi casa, la que no huele como mi casa. Con todos esos hombres y mujeres a los que nunca antes había visto y que me pellizcan los mofletes cada dos por tres y me ven construyendo mi volcán en la gran mesa familiar y dicen quién pudiera ser niño, son tan felices, tan desconectados de todo, sonriendo mientras se beben el anís que bebía mi abuelo en pequeños vasos, a pequeños sorbos, con boquitas pequeñas, con conciencias pequeñas, los que se están bebiendo a mi abuelo, los que han venido para llevárselo porque a nadie en mi familia, en mi tribu, a no ser yo, se le ha ocurrido hacer un sacrificio al volcán, quizás porque no hay volcanes en Asturias, quizás porque no creen en esas cosas, porque no quieren matar a un ser humano. Pero soy yo el que se ha dado cuenta que puede hacer un volcán, el que se ha dado cuenta de que los sacrificios humanos son para apaciguar a grandes volcanes, y que para volcanes pequeños, como el que yo estoy haciendo, para dioses pequeños como al que yo rezo, basta con animales pequeños, quizás mi hámster, al que nunca quise, quizás un gato de los cientos que andan, vagabundos, por el pueblo. Es mi casa, la que ahora tiene otro ambiente, la que ahora parece muerta en lugar de mi abuelo, o adelantándose a su dueño, con sus cuadros de otros muertos anteriores llorando en las paredes.
Es mi padre el que no llora, ni habla, ni hace otra cosa que dar y recibir palmaditas en la espalda, el que está tieso en una esquina, vestido de traje negro, muy serio, el que parece más viejo. El que esta vez no se acerca, como siempre, a ver qué está haciendo su hijo pequeño, al que él ve tan imaginativo. Es mi padre el que ama a la mujer a la que se le muere su padre. El que hace años que perdió a su padre y, según dice, no sintió demasiada pena, pues era un hombre muy malo y cojo, aunque yo sé que miente.
Y yo sigo con mi volcán, que ya está casi acabado, y no me meto en las cosas de los mayores, no intervengo en las extrañas fiestas que hacen cuando muere alguien querido, no les pregunto que qué coño hacen en mi casa, molestando a mi madre que lo que querrá es estar los últimos minutos a solas con su padre, aunque no abra los ojos y parezca ya muerto, y no dando abrazos a los vecinos del pueblo que nunca le han importado.
Termino el volcán y sonrió satisfecho hasta que noto la mirada de unos cuantos mayores mirándome con severidad por poner un gesto prohibido. El volcán ocupa casi toda la isla. He arrugado el cono de cartulina con el que lo he hecho para que no sea tan regular, he pintado sus bordes con un rotulador rojo y la lava ya se vierte por toda la isla, he puesto en su cráter papel higiénico, pintado también de rojo, y resulta realmente amenazante. Todo está listo para el sacrificio, el pequeño dios está hambriento y yo, insignificante mortal, he de alimentarlo para que no se lleve a mi abuelo.
Soy yo el que se dirige a la cocina con el volcán bajo el brazo y coge un cuchillo de un cajón sin ser visto por los adultos abstraídos en la tristeza y en los recuerdos. Soy el que se dirige a su habitación por los largos pasillos de la casa antigua, pasillos con suelos de madera que se quejan más de lo habitual bajo mis pies, pasillos con más manchas de humedad de lo habitual en las paredes, manchas amenazantes, como orgánicas, vivas, que me miran al pasar. Soy yo el que entra en su habitación y pone el volcán encima de la cama, el que saca a su hámster de la jaula y lo pone en la mesilla de noche. El que piensa que todo el hámster no cabe en el cráter y decide que lo mejor será cortarle la cabeza y tirarla a las llamas dejando el resto del cadáver a los pies del volcán. El que dice, si hasta te hago un favor, te libro de esa rueda infinita en la que corres día y noche, sin llegar nunca a ningún sitio, que, estoy seguro, se debe parecer al infierno.
Luego vuelvo al salón con todos esos fantasmas. Me parecen idiotas, no saben que mi abuelo vivirá. Busco a mi madre para decirle que no llore más, pero no la encuentro, mi padre tampoco está. Mi tío me dice que ha ido a la habitación de mi abuelo.
Es la habitación de mi abuelo la que está llena de rezos y palabras que no comprendo que hacen irrespirable el aire, de murmullos como pájaros de mal agüero. Es en la habitación donde está mi madre, rezando a su vez, por primera vez en su vida, creo recordar. Es en la habitación donde la luz es más amarilla, donde las mismas bombillas que en el resto de la casa alumbran bien, se cansan, parpadean, como si fueran viejas lámparas de petróleo, como si lo que se muriera fuera la luz. Es la habitación la que está fuera del tiempo, en la que hay una escena que, por imposible que sea, me parece haber vivido mil veces antes. La que huele a pis y a sudor, a cera, a iglesia. Esa habitación donde tantas veces he dormido con mis abuelos y que ahora está llena de rosarios. Donde mi abuelo es el actor principal de la obra que representa sin ser consciente de nada.
Mi madre me ve, por primera vez en todo el día se fija de verdad en mí, y me acerca cariñosa a ella, me sienta en sus piernas y me dice que le diga adiós al abuelo, que aunque parezca dormido no lo está, que ella está segura de que lo escucha todo, que le de un beso. Le digo que no, que el abuelo se recuperará, que ya he hecho un sacrificio a Dios para que no se lo lleve a él, que aun tendré oportunidad de darle un millón de besos, de dormir mil veces con él en la cama, que se vaya toda esa gente extraña, que dejen de rezar, que no lo asusten, que prepare algo de comer para cuando despierte, que estará hambriento y de buen humor y que seguro que disfrutará de una de esas tortillas francesas con jamón york que siempre cena y de un vasito de vino tinto. Mi madre me mira sin comprender y sonríe, y me da un beso en la cabeza y me susurra que es normal que esté asustado, que no hace falta que le diga nada, que él sabe que lo quiero mucho y que lo voy a recordar siempre. Intento explicarme, pero no puedo. Algo cambia en el ambiente, una vibración recorre mi cuerpo, y todos miramos al abuelo. Se hace el silencio y paran los rezos, y las respiraciones, y los corazones, hasta se paran los pensamientos, un silencio que de tan intenso es más que silencio. El abuelo abre los ojos y mira hacia arriba apretando el entrecejo, parece que quiere decir algo pero no puede, luego me mira a mí. Me quedo de piedra, me pierdo en sus ojos que son negros aunque el siempre los tuviera azules, me sonríe.
Y emite un sonido gutural, como de agua, de lava, como el que emitiría mi pequeño volcán si fuera de verdad.
Luego mira a otro lado, suspira y cierra los ojos. Ya se ha ido, me dice en voz baja mi madre al oído, ha querido verte antes de irse, para viajar con algo bonito en la memoria. La luz, de pronto, vuelve alumbrar bien, el aire vuelve a ser respirable, incluso más de lo común, como si en vez de ser de noche fuera por la mañana, una bella mañana al despertarte, con los rallos de sol entrando por la ventana, una mañana soleada después de una noche de tormenta.
Por último. Es mi familia la que organiza el entierro, la que recibe en casa muchísima más gente al día siguiente, la que da mil veces la mano, la que suspira un millón de veces, la que despide en el cementerio a mi abuelo. Es a mi familia a la que intento explicar mi salvamento fallido, mi sacrificio derrochado. y es ella también la que, a día de hoy, todavía me asegura que yo nunca he tenido un hámster.

Odio. Estar solo

Resulta que existe. El hombre existe, y la catedral también. Menuda sorpresa me llevé al enterarme de que el hombre que sale en anuncio de Aquarius, sí, ese que construye el solo una catedral, no es una invención de un publicista inspirado, sino que existe, el y la catedral, y es más, es familiar de un amigo mío. Por lo visto mucha gente sabía que era real, sonreían ante mi incredulidad quitándole importancia, como so “solo” se tratara de un pobre loco. Joder. Ojalá todos los locos fueran así, ojalá nosotros fuéramos así, ojalá la humanidad hiciera actos tan desinteresados, absurdos y maravillosos. Este hombre se merece ser santificado y no esos centenares que tuvieron alucinaciones por no comer ni masturbarse.
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“Nadie más que nosotros tiene el derecho de vivir, y, ellos, los hijos de puta, están destruyendo nuestro mundo”
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“No me gustan las personas campechanas. Si de ellas dependiera, la literatura ya habría desaparecido de la faz de la tierra”
“Odio a gran parte de la humanidad “normal”que día a día destruye mi mundo. Odio a la gente que es de una gran bondad porque nadie les ha dado la oportunidad de saber lo que es el mal y entonces elegir libremente el bien; siempre me ha parecido que este tipo de gente bondadosa son gente de una maldad extraordinaria en potencia. Los detesto.”
Enrique Vila-Matas “El mal de Montano”
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“Todo se ha dicho, todo se ha hecho. Oyó Dios que le decían y aun no había creado el Mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo han dicho, repuso quizá desde la vieja hendida Nada. Y comenzó”
Macedonio Fernández
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Ayer, mientras pinchaba en el bar donde trabajo de dj, me inundó una extraña sensación de bienestar, a la que le siguió una certeza. No pude reprimir un grito de felicidad. “¡Yo soy el único real, solo yo me merezco estar vivo, porque solo yo sé lo que esto significa, solo yo me siento vivo porque muchas veces me he sentido muerto ”, grité con todas mis fuerzas a esos energúmenos que bailaban. Nadie me oyó, la música estaba muy alta, si no, seguramente, me hubieran devorado como una manada de lobos que se come a otro lobo herido cuando tiene hambre. Después sentí que estaba irremediable mente solo.