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Uigui: un nombre al azar

PREGUNTAS

PREGUNTAS

Si tienes alguna pregunta, no tienes más que ir al final de ésta presentación, donde encontrarás que puedes editar comentarios. Escribe tu pregunta allí y ni bien la lea, publicaré tu pregunta y la respuesta. Si en vez de una pregunta quieres hacer algún comentario que quisieras que saliera publicado, puedes escribirlo allí también, y lo publicaré no bien lo vea. Gracias
Lucía

Nadando

Nadando

Podría haber trabajado de otra cosa pero no se arrepentía de su trabajo. No tenía hijos ni esposa pero se consideraba feliz, claro que dentro de lo normal, porque hay veces en que nos queremos tirar al agua y que sea lo que Dios quiera. Se podría decir que aquél era uno de esos momentos pero no, él estaba tranquilo, fumando, mirando lo que algunos consideran el cielo, reino de lo bueno, y él consideraba aquello que lo limitaba a mantenerse en su propio mundo. Por su mente pasó la imagen de una foca, inexplicablemente la imagen de una foca tomando sol.
Él había estado allí desde que tenía memoria. Iba y venía, iba y venía. Siempre con problemas, pero si no hubiera habido problemas, él no tendría trabajo. Se paseaba siempre por los pisos de madera que tanto le agradaban y que en cambiio a sus compañeros les parecía una "berretada", una reverenda porquería con todas las letras. Pero él siempre había sido distinto del resto, y no le molestaba. Sus amigos iban a la escuela y él, no; sus amigos se casaban y él, no. Pero en cambio andaba humildemente transitando la vida, procurando ser de esos que no hacen ruido, que no molestan pero siendo importante a la vez, formando el sustento de los ruidosos y los molestos. Él no se comparaba con el pez sino con el agua. No se comparaba con el ave sino con su vuelo. Y era feliz. Normalmente feliz. Feliz, de ésos que aunque sientan el impulso, no se tiran al agua, porque son el agua. Son el vuelo. De esos que no son el barco sino el marinero.

Debajo del mar

Debajo del mar

Quizá, pienso, saldrá todo bien. Parece depresión pero no es, ella estará bien. Ojalá estuviera hoy pero no ¡Ay! la silla me está matando creo que se me van a acalambrar los pies y ese maldito fotógrafo que no se apura ¡un ratón! no, pero no puedo moverme ay bola de pelos blanca sos una porquería señor fotógrafo. Ahí está, se esconde. No sé ni qué vino a hacer a esta casa simplemente corretea por aquí porque ¡sí! lo vi cómo le miraba las piernas a mi mujer. ¡Lo vi! Y el blanco descarado sigue ahí sigue ahí tan tranquilo. ¡Ajá! Y me mira si no tuviera el pie con este hormigueo que me está matando si no tuviera...
Y encima a mis hijas a mis hijas cómo las mira. ¡Sonrían! Sí, pero las sigue mirando fijamente sin mover ni una oreja ni el bigote odioso y me mira, me mira el condenado y se ríe, se ríe el condenado ratón y nos mira, nos mira.

Definición

Definición

Si fuera tan sencillo como escribirlo brevemente, sería escrito mil veces. Pero hay palabras indefinibles y definiciones que no encuentran su palabra. Pasa a veces, que nos abandona, pero muchas otras, se nos mete en la cabeza como pequeños gusanos que entran de no se sabe donde, y que sólo están allí por un tiempo. Unos gusanos que, mientras están, sacan lo mejor de nosotros, y que cuando nos abandonan, no nos perjudican ni nos benefician. Eso es lo bueno de no poder definirlo. Si bien tiene consecuencias sobre nuestros actos, no es un factor determinante para la vida, como sí lo es para otras cosas. Muchas veces uno consigue este factor mediante producciones que ya han sido influenciadas por el mismo. Como cuando estamos junto a otra persona feliz que nos contagia la felicidad, o cuando estamos junto a un enfermo que nos pasa la enfermedad a nosotros. Pero este factor no se contagia ni pasa. Se transmite. Porque no es una cosa. Ni siquiera un factor. No es material pero no es un sentimiento. No tiene género porque no tiene definición. Es un estado, más que nada. Si se pudiera definir de una forma, de esa sería. Es un estado transmisible; ni contagioso ni pasable, y que carece de definición... aunque el diccionario lo desmienta.

Final

Final

Al final, se muere. No sabe por qué nace ni en qué momento. No sabe qué viene a hacer ni a dónde viene a hacerlo. Pero hace lo que debe sin discutir. Después de hundirse en profundos bosques marrones de árboles pelados y finalmente un punto negro que indica la eternidad y el sinfín del bosque, del terreno despoblado pero que en realidad está poblado, se apaga por segundos, y vuelve. Es una repetición que sólo se termina cuando el final ya mencionado llega. Pero es un final al que no le teme. Un final que ni siquiera sabe que existe. Un final indefinido que quizá nunca llegaría. Pero que tarde o temprano llega. Pasan por su tiempo mil imágenes, cosas, vivencias, movimientos, escondites, momentos espiados. Se entera de mil colores que no puede contarle a nadie. Porque no sabe contar. Ni tiene a quién contarle. Pero igual le interesa. Esa soledad inmensa que siente, no la siente. Esas cosas que le importan, no le importan. Es sólo un mensajero sin mensaje. Y sigue luchando por una causa indefinida, tratando de mantener una vida inexistente, hasta el último parpadeo.

Podía Imaginar

Podía Imaginar

Miró por la ventana unos segundos y volvió en sí. La ventana estaba alejada. Al igual que el paisaje. Pero eso no le importaba. Podía imaginar que estaba allí, debajo de la lluvia. Podía imaginar que acariciaba los perros mojados y oía lo pájaros cantar ahí, sentada en el pasto húmedo que tanto le amortiguaba el dolor. Podía imaginar, por qué no, que estaba allí con su amiga del alma, teniendo extensas charlas sobre un libro, un novio, los padres, los hijos. Podía imaginar que caminaba lentamente y sin prisa por llegar a ningún lado, porque podía también imaginar que no tenía destino. Podía imaginar que se sentaba allí, donde aquella mesa se divisaba, y jugar a las cartas con alguien en vez del monótono solitario que se imaginaba que jugaba. Podía imaginar que ganaba el juego de cartas, se reía del perdedor, pero enseguida se amigaban y se metían en otro juego de cartas tan intrigante como el anterior. Podía imaginar que tenía un gato que se llama como ella se imaginaba que se llamaba, y que traía ratas muertas que ella detestaba. Podía imaginar que, tras tirar la rata, el gato iba en búsqueda de otra, y era un sinfín de cosas que ella podía imaginar que el gato cazaba y traía a la casa. Podía imaginar que estaba en un apartamento, frente a una chimenea, donde el fuego largaba chispas pero no de las que queman, sino las otras, las que nos gustan. Podía imaginar que bailaba en una fiesta de gala y que su pareja de baile la besaba en la frente mientras se juraban eterno amor. Podía imaginar que tenía hijos, que también se llamaban como ella podía imaginar que se llamasen. Podía imaginar que escribía en un diario su vida normal, rutinaria, pero que no la cansaba ni la aburría. Podía imaginar que estaba allí afuera, viviendo la vida, en vez de estar en una cama de hospital... donde ella podía imaginar que estaba.

Querido Diario

Querido Diario

22 de marzo de 2003

Hoy me llamaron para darme una noticia. Como habitante de Estados Unidos, tendría que estar orgullosa. ¿Pero cómo estarlo? Mi hijo murió en combate. “Murió sirviendo a su país”, me dijeron. Pero no me importa a quién estaba sirviendo, pues está muerto. Me siento culpable. En parte yo lo obligué a ir a Irak. Desde que marchó, día tras día vivíamos con el televisor y la radio prendidos y leyendo el diario cautelosamente para ver si su nombre aparecía. ¡Claro que no salió en el diario! ¡Ni en la tele! ¡Ni en la radio! “Vamos ganando”, decían todos. ¿Ganando qué? ¿Por qué luchamos? ¿Por qué luchan aquellos soldados cuyo nombre no será reconocido en los libros de historia cuando esta masacre acabe? ¿Con qué propósito declaramos la guerra? ¿Con qué propósito la estamos ganando? Y a la última carta que me mandó, no pude responder. Es que la bandera que cuelga en mi casa ya no representa nada más que la muerte. Y no puedo evitar pensar en las familias de los otros soldados. Cuando se den cuenta de que sus hijos murieron por nada.

(Sin titulo)

(Sin titulo)

El doctor dijo que estoy enfermo. Quisiera preguntarle qué clase de enfermedad tengo. El otro día lo vi decirle a la señorita que me trae la comida, que no me respondiera las preguntas. De qué tiene miedo? De que yo no pueda soportar mi enfermedad? La señorita asintió con la cabeza y luego se dirigió a mi habitación. Quise preguntarle por qué no me podía contestar mis preguntas. Me diría que empiece a comer, como siempre hace cuando trata de evadirme. Entonces en vez de preguntarle eso, le pedí un espejo. Parecía sentirse incómoda con mi presencia y pensé que quizá era a causa de mi físico. Vi mi rostro entonces. No me gustaba mi corte de pelo. Una vez les pedí que no me lo cortaran así, pero se hicieron los sordos y me lo cortaron de todas formas. Tampoco me gustaba la forma de mis anteojos. Ni el hecho de usarlos. Eran redondos. Nunca me gustaron los anteojos redondos. Por qué me hacían hacer cosas contra mi voluntad? Les dije hasta el cansancio que los anteojos me marean. A lo mejor no son los anteojos. Probablemente me dan un sedante o alguna droga que me hace sentir mal. Detrás de los lentes y el mal corte de pelo, no vi una cara desagradable. Mi mamá siempre me decía que era lindo, y ella no mentía. O lo hacía? Si lo hacía, es tarde para reproches. Ella está muerta. Por suerte.
El día en que murió me miré al espejo y no me acuerdo de lo que pensé o sentí salvo que después, me encontraba yo en una camilla y ella, en otra. Yo tenía veinte años. Lo recuerdo bien. No había espejos en mi casa. Las paredes eran oscuras y los pisos viejos. En el techo, las manchas de humedad formaban personajes diabólicos; asesinos. A uno de esos personajes le puse nombre. Se llamaba como yo. En esta habitación no hay humedad. Ni espejos. Ni mi madre.
Creo que tengo una hermana. Sara, creo que se llama. No la veo desde la muerte de mi madre. Recuerdo cuando era pequeña. Estaba prácticamente unida a mí, y todavía no parecía siquiera un humano. Pero con el tiempo iba creciendo. Se deslizaba por el techo como una nube se mueve en el cielo. Sara también era diabólica y asesina. Un día, recuerdo, mi madre nos vio y trató de sacarnos del techo. Sí. Fue ese día cuando murió. Entonces supe que Sara era asesina. Igual que yo. Y si aquella señorita que me trae la comida sabe de mi hermana? Quizá le tiene miedo. Es culpa de Sara, entonces. A mí me dicen enfermo? Ella es la enferma. Pero no por culpa de Sara tienen que dejar de responder mis preguntas. Eso sería ilógico. Mañana viene el doctor. Mañana le pregunto. Por qué fui a parar a este lugar? Me tienen con las manos atadas y sólo me las sueltan cuando tengo que comer. Para qué comer comida de ese lugar si la que tendría que estar allí es Sara? Ya han pasado creo que diez años desde que murió mi madre. Sara no me visita desde entonces. Seguirá viva? Habrá matado más vidas inocentes así como hizo con mi madre? Quizá salió del techo, de la habitación, de mi casa. O por ahí hoy mi viene a matar. Por ahí es eso lo que la señorita de la comida sabe y no quiere decirme. Quizá insiste en que yo coma porque sabe que será mi última comida, último bocado que yo pruebe. Entonces, mejor como.

Cuando digo Magdalena

Cuando digo Magdalena

Magdalena era la novia. Era alta y rubia. Discreta, pero charlatana. Hoy por fin había llegado el momento. Magdalena dejaría su discresión y su altura, sus charlas y sus cabellos. Hoy el sueño se cumpliría.
Magdalena se había levantado temprano, aunque no había dormido. Magdalena se había vestido pensando que era lo que merecía. Siempre lo había sabido.
Federico era el novio. Alto y morocho, vanidoso y charlatán. Hoy el mundo se le venía abajo. Dejó su altura y su vanidez, su pelo y sus charlas y los reemplazó por la depresión.
Federico no había dormido, aunque optó por quedarse en la cama. Seguía en piyama pensando que realmente no lo merecía. Siempre lo había temido.
Magdalena preparó café y lo bebió con rapidez aunque se quemó en el apuro. Lavó la taza y la cuchara todavía invadida de alegría.
Federico preparó café y lo bebió muy lentamente por lo que el café estaba frío. Llevó la taza a la pileta, pero se le cayó en el camino. Seguía demasiado deprimido.
Magdalena se sentó, pues quería un poco de paz. No quería leer los diarios;estaba segura de que en vez de pensar en la noticia, pensaría en su gran día.
Federico se sentó, pues trataba de olvidar. No quería leer los diarios; eso nada más lo haría pensar. Era un mal día.
Magdalena se paró. En el sillón únicamente estaba más y más ansiosa. Pero pronto llegaría el momento.
Federico se paró. En el sillón simplemente quería ponerse a llorar. Sabía que pronto pasaría.
El teléfono sonó. Los dos corrieron a atender, pero Magdalena llegó antes. Mientras tenía el tubo pegado a su cara la sonrisa se iba desvaneciendo, las cejas bajaban, dos lágrimas cayeron. Cortó. Federico preguntó qué había pasado.
- Es mi padre - dijo ella - ha muerto.
Aunque no era su padre, Federico sentía que se le venía el mundo abajo, sólo que sus asuntos, ahora y de pronto parecían insignificantes.
Magdalena sentía que el mundo se le venía abajo, sólo que sus asuntos, ahora y de pronto parecían insignificantes.
Bajaron las escaleras y en silencio se subieron al auto. No habían hablado, pero los dos sabían a dónde ir.
Al llegar, la madre de Magdalena les abrió la puerta inundada en llantos. Les dijo dónde era el funeral, al otro día.
Magdalena sabía que pronto le llegaría el momento a su padre, pero era igual de inesperado que cualquier otra cosa.
Federico no sabía si esto había sido repentino o si ya se lo veían venir, y pese a la edad del viejo, su muerte era muy inesperada.
Al otro día se levantaron. Los dos hicieron café y se lo tomaron. Lavaron sus respectivas tazas con cuidado y se fueron.
Cuando llegaron los recibió la madre. Tenía un papel en la mano, empapado en lágrimas. Se lo dio a Magdalena.
Magdalena abrió el papel, escrito por su padre. Leyó lo que decía y se lanzó sobre su madre, desconsolada.
Federico miró el papel con desconcierto, aunque lo único que pudo leer fue una inscripción: el principio de esa carta. Pero antes de pensar en esas palabras puso su mente en blanco. Era extraño lo que sentía. Magdalena había estado tan ansiosa ayer, y él tan deprimido; con sentimientos tan opuestos y distintos, y ahora sin embargo compartían la pena por la misma persona.
Y ahora sí, sí leyó lo que decía el principio de esa carta, de ese papel mojado, de la tinta corrida, de las palabras perdidas: "Cuando digo Magdalena..."

Reunión

Reunión

Era una reunión pequeña, cálida, sólo familiares y algunos amigos en un cuarto angosto, apretujado, pero alegre, iluminado, ruidoso. Se bebía té de tilo entre las mujeres y mate entre los hombres, que se vestían de gauchos para el momento de la noche en que se bailaban diversos bailes folklóricos. Un pájaro colorido, llamativo, que cantaba, lo sobrevolaba. Mientras las madres servían té y los hombres contaban anécdotas repetidas sobre la vida en el campo, un cuervo tironeaba el pelo de las niñas, que reían y corrían sin parar, y a escondidas, metía el pico en las tazas. Hasta que lo descubrieron. Un día cualquiera, en el que todos bailaban y reían, el cuervo fue y metió el pico en las tazas. La primera en verlo fue doña Luciana, la esposa de Ricardo, dueño de un gran rancho. Gritó y todos acudieron en su ayuda. El cuervo había dejado todas las tazas dadas vuelta, y mucho té de tilo por todos lados. Limpiaron todo las mujeres. Con rabia, pero limpiaron. El desastre fue cuando el cuervo tiró el termo con el agua del mate. Pedro, desesperado, comenzó a perseguirlo por todos lados con un libro de letras de canciones folklóricas. El cuervo gritaba, y todos los niños se acurrucaban en un rincón, asustados. Todos, todos menos un niño: Francisco. Francisco tenía doce años. Siempre había sido muy independiente, pero no le quedaba otra opción. Sus padres eran María y José. José tenía un buen negocio: un vivero, que era la fuente de ingresos de la familia, además del poco dinero que hacían con las artesanías que María arduamente trabajaba en el rancho, tranquila, junto a las vacas y los chanchos. Tenía padres exitosos, sí, pero ellos no se ocupaban de él. Lo máximo que hacían era comprarle lo que pidiera con dinero que Francisco se preguntaba de dónde salía. No, no lo conocían realmente. ¿O acaso su madre sabía cómo le gustaba la leche?, ¿sabía su padre el nombre de sus amigos? No. No lo sabían. Sólo cantaban y reían. Y ahora corrían detrás de Pedro para evitar que matara al pájaro, y él no tenía miedo. Entonces cobró más ánimo...

Mensajes de Texto (inspirado en el cuadro "El 14 de Julio en Saint -Tropez")

Mensajes de Texto (inspirado en el cuadro "El 14 de Julio en Saint -Tropez")

Todo estaba listo para el gran festival. Siendo que tenían el muelle tan cerca, el pueblo era muy reducido y humilde. Guirnaldas de colores por todos lados. Los barcos estaban bien alegres y hasta el agua parecía pintada. Los edificios no eran muy altos. Tres pisos tenía el más elevado, y era un centro comercial. Era pequeño, pero el más grande del pueblo. El único, quizá. John estaba organizando todo. Los cantantes ya estaban practicando. A John no le agradaban, pero el pueblo quería que ellos actuasen. Todos los puestos de comida se estaban instalando y muchos artesanos ya habían pedido ser parte del festival. El desfile principal ya estaba organizado, y justo en ese momento pasaban todos al lado de John.
- ¿Por qué una alfombra verde? - preguntó el alcalde
- Bueno, pensamos que sería algo distinto... de la roja, ¿no?
- Pero no debe ser distinta. Este festival es muy importante. Va a venir gente de la capital a vernos. Este puede ser el festival que dé a conocer el nombre de este pueblo, y eso parece una alfombra llena de hongos, Belfuy. No voy a permitirlo - dijo el alcalde
- Señor Starling, la alfombra ya está colocada, todos están ya practicando. Esto comienza en dos horas y no hay nungún negocio en este pueblo que tenga una alfombra roja de la medida exacta; y si hay alguno, hay que ordenarla por lo menos dos días antes - dijo John
- No me parece. Está usted haciendo un mal trabajo. No sé quién organizará el próximo festival. Supongo que Tampbell.
Esas palabras dejaron a John sorprendido. John odiaba a Tampbell, ya sabía que él estaba muy envidioso por el hecho de que el festival más importante del año lo dirigiría John. A Tampbell se le dibujó una sonrisa.
- ¿Me solicitó, señor Starling? - dijo Tampbell
- No, no, por ahora no, pero quería solicitarle que vaya anotando en su agenda que usted queda encargado de todos los festivales hasta nuevo aviso. A menos, claro, que tenga algo más que hacer - dijo el alcalde
- Mmm... no, tengo una agenda batante apretada, pero creo que encontraré el lugar para hacerlo con gusto - dijo Tampbell. John sabía que Tampbell no tenía otra cosa que hacer y que quería hacer sentir al alcalde como si le hiciera un favor.
- El color de esa alfombra es horrible, por cierto, yo hubiera puesto una roja, Belfuy - dijo Tampbell burlonamente
- Bueno, lo pasado, pisado, por ahora tengo que concentrarme en el festival. ¿Alguna otra duda, señor alcalde? - preguntó John
- No, no, siga - dijo, y se fue con Tampbell.
Media hora más tarde, John estaba organizando a los artesanos y a la prensa. Los inspectores ya estaban revisando los barcos y los músicos ya se habían puesto el uniforme.
- Che! Vos! - llamó un inspector señalando a John. Se dirigió hacia el barco.
- John Belfuy, a sus órdenes.
- Thomas Staedler, mucho gusto. Venga conmigo - dijo, guiando a John hacia la otra punta del barco. Allí estaba la esposa del alacalde, muerta. John la reconoció enseguida, como cualquiera del pueblo hubiera hecho. A John se le vino todo abajo. El festival se cancelaría, y debía ser perfecto. Era su último festival.
- Bueno... - dijo John, sin saber qué hacer.
- Mirá, pibe, yo sé que este festival te importa mucho, pero entenderás que habrá que cancelarlo. Si vos me pagás mil pesos, yo me quedo callado, tiramos a la vieja al agua y listo -. John no sabía qué decir. Era una oferta que no podía rechazar. Ese festival era demasiado importante para él, pero en vez de tirarla al agua se la quedaría y la pondría en el primer festival que organizara Tampbell, y así se lo arruinaría. Eso era perfecto. La tendría congelada, en su apartamento así no se pudriría.
- No, quiero quedarme con el cuerpo.
- Eso serían mil más.
- Sí, está bien, sólo ayúdeme a llevarla a mi auto y quedate callado. El resto va por mi cuenta-
Metieron el cuerpo en una bolsa de papas y la llevaron al auto de John. El inspector desapareció. John se la llevó a su casa y la metió en el congelador gigante que tenía para restos de comida de festivales, que guardaba para el siguiente, pero como no habría siguiente, John decidió que no lo necesitaría. De pronto, sonó su celular.
"Cuerpo de Tampbell en el otro barco. Por mil más yo me callo y vos hacé lo que quieras", decía un mensaje de texto firmado por Staedler. John fue al muelle. Decidió dejarlo en el apartamento del mismo Tampbell, y que cuando lo encontraran, hicieran lo que quisieran con él. Tomó las llaves de Tampbell de su bolsillo y se lo llevó en otra bolsa.
John volvió rápido, ya faltaba media hora para que comenzara el festival. Volvió al barco.
El celular del alcalde sonó.
"Cuerpo de un tal Belfuy, que me debe tres mil pesos, en uno de los barcos"

(Sin título, se aceptan sugerencias en los comentarios)

(Sin título, se aceptan sugerencias en los comentarios)

Me encuentro en la habitación solo con las lágrimas, las explicaciones y tus palabras grabadas en mi mente. Te has ido, lo sé, pero... ¿cómo culparte? Estoy solo, con el polvo y le hablo y le cuento lo que siento. Que te quiero, que te extraño, que recuerdo aquel portazo. Tu mirada de culpa me recuerda la pena. Tus zapatos me miran, me dicen que te busque, que te perdone, pero fue tu culpa. Las excusas me lastiman. Todavía me retumban en la mente, y duele. ¿Cómo pude creerte? Aquel error que cometí anoche me grita que me duele y no me deja dormir, me hace sufrir. Yo sólo te quería junto a mí, pero la verdad llora, y no la culpo. La dejaste en el placard abandonada y te fuiste. La dejaste, clara como el agua en el ropero y ahora se inunda mi apartamento. La verdad ha invadido mis lágrimas, las explicaciones, tus palabras, el polvo, tu mirada y tus zapatos.

Comprador

Comprador

Era fría. No me importaba. Era lo mejor que podía conseguir por esa cantidad de dinero. Tenía humedad en las paredes, en los pisos y en el techo. Por alguna razón me parecía familiar. Siempre había vivido con mi madre y jamás había salido a ver habitaciones, porque a eso no se lo podía llamar ni departamento. En las escrituras ya decía “Propiedad de Walter Rodriguez”, así que ya era toda mía.
“Aquí vivió Walter Rodriguez, muerto hace diez años”, anunció el vendedor de la inmobiliaria a los compradores.

Este cuento también salió publicado en Tam Tam (ver links), ya que salió finalista en un concurso

Entrevista

Entrevista

Este cuento fue inspirado por el poema de Miguel Labordeta "Retrospectivo Existente".

"Me registro los bolsillos desiertos
para saber dónde fueron aquellos sueños.
Invado las estancias vacías
para recoger mis palabras tan lejanamente idas.
Saqueo aparadores antiguos,
viejos zapatos, amarillentas fotografías tiernas,
estilográficas desusadas y textos desgajados del Bachillerato,
pero nadie me dice quién fui yo.
Aquellas canciones que tanto amaba
no me explican dónde fueron mis minutos
y aunque torturo los espejos
con peinados de quince años,
con miradas podridas de cinco años
o quizá de muerto".
Laura cantó serenamente. Jamás había tenido una entrevista tan larga, aunque lo cierto era que no había tenido muchas entrevistas.
Jorge la miró en silencio pensando si esa muchacha le serviría para el show. Tenía buena voz, sí, y se notaba que había trabajado duro en esa canción.¿La había escrito ella?, ¿de dónde la había sacado si no? Jorge tenía mucha, mucha experiencia en el mundo del espectáculo y había escuchado muchísimas canciones en su vida, pero esa en particular no le venía a la memoria. Se notaba que la chica sentía lo que cantaba. No eran para ella sólo palabras. ¿Era eso conveniente?, ¿tendría la chica algún problema emocional que la hacía escribir algo tan profundo? Porque si era así, no serviría. Muchas aspirantes tenían buena voz y decirle que no a ella no sería demasiado grave, considerando la cantidad de gente que se había presentado en la entrevista. Por otro lado, siendo alguien tan dedicado a su trabajo podría ser bueno, ya que tomaría responsabilidades que quizás otra gente jamás aceptaría. O tal vez había sacado la letra de un libro de poesía y había escrito la música. En ese caso cambiaba todo, pues se suprimía aquello por lo que Jorge la había considerado tan seriamente. Por otra parte era delgada, y de cara linda. Eso atraería a la gente al oírla. El físico reducía la cantidad de aspirantes que podrían ser contratadas. Había algo en sus ojos, algo especial, que no sólo atraería a un público de hombres, sino también a bastantes mujeres. Y, aunque lo cierto es que los hombres tomaban más en el bar, las mujeres algún cafecito pedirían al oírla cantar. Laura podría traer mucho éxito al bar, sí, pero Jorge no la conocía lo suficiente para afirmarlo con seguridad. Laura no tenía mucha experiencia, eso se notaba, pero tendría que obtener experiencia de algún lado, y se veía muy joven. ¿Por qué no darle una oportunidad? Si ella había escrito esa canción tenía talento, pero si la había sacado de algún lado, tampoco perdía originalidad, ya que para elegir esa canción había que tener buen gusto, realmente.
"Bueno, nosotros te llamamos" dijo Jorge. Y Laura se fue.

Historia

Historia

Aura era una historiadora. Yo, también. Grecia nos apasionaba. Cualquier cosa griega nos alegraba. Un nombre, un dibujo, cualquier cosa. Aura tenía una pequeña réplica del Partenón en su mesita de luz y una foto gigante que empapelaba las paredes de su habitación. La colcha de su cama y las fundas de los almohadones consistían en telas blancas y escrituras griegas en bordó. Las sábanas eran iguales pero con letras azules. Un azul marino, quizá. Su camisón decía Grecia en la espalda y Grecia adelante.
Mi casa era normal. Nada griego. Nada. Ni una estatuilla ni una foto ni un libro ni una película. Nada. Nada por la simple razón de que mi esposa desconocía totalmente mi pasión por Grecia. Tampoco mis hijos lo sabían. Pero no era lo único que no sabían. Tampoco sabían, por ejemplo, que el perro ese molesto que teníamos no se escapó. Se murió.
La historia fue larga. Aura y yo estábamos en mi casa comentando un documental sobre Grecia que habían pasado por televisión. Era interesante, realmente. Toti, el perro, estaba ladrando a más no poder en el patio que está en el frente de la casa. A mí no me importó y a Aui tampoco. Aui es el sobrenombre que yo le había puesto a Aura en el secundario, cuando fuimos novios, y empezábamos a compartir la misma pasión por Grecia. Eso mi esposa tampoco lo sabía. La cuestión es que el perro gritó tanto, tanto, que Aui y yo nos dispusimos a llevarlo a la vereda. Estábamos caminando. Habíamos estado caminando por media hora y nos encontrábamos lejos de mi casa. Pero cerca de la suya. De pronto nos encontramos frente a su edificio y ella dijo:"¿Viste el documental que van a pasar sobre Grecia esta noche?". El corazón se me paró. Había una razón por la cual mi esposa no sabía de mi pasión por Grecia; porque yo sabía de su odio a Grecia. Me explicó el odio treinta veces. La razón, los hechos y todo con detalle. Pero cada vez que me nombraba Grecia, yo me encontraba en mi mundo, en mis pensamientos. En la réplica del partenón que guardaba Aura y en las paredes, en las paredes... y esa noche yo debía cenar con mi esposa y con las nenas, pero grabadora no tenía. Mientras yo pensé todo eso, la correa de Toti se me soltó. Sólo volví a la realidad cuando escuché gritos y la frenada de un auto. Toti estaba tirado en el medio de la calle. Aui y yo corrimos a buscarlo, pero ya había muerto. Sin esperanzas, nos metimos en la casa de Aui y decidimos enterrarlo, pero nadie podía saberlo. Al otro día llegó una carta sin remitente. El sobre tenía guardas griegas, eso sí. Enseguida me di cuenta de que la carta era de Aui. Decía:"Ya está todo hecho, eso quedará sólo en nuestro recuerdo". En el papel había muchísimas guardas griegas que aludían al recuerdo, al secreto. Al mirar las guardas, yo recordaba ese hecho. Parece simple en realidad, pero fue todo un drama ver llorar a mis hijas cuando les dije que Toti se había escapado. Si les hubiera dicho la verdad, habría sido peor. Sin embargo mi esposa, al ver la carta llena de guardas griegas, la rompió en pedacitos. Sólo recuperé una parte de la guarda, que se encuentra ahora guardada muy secretamente en uno de los cajones de Aura.

No es que sea obsesiva

No es que sea obsesiva

Todavía guardo el vestido. El vestido de mi primera boda. Lo lavo de vez en cuando y lo uso a veces. No es que sea obsesiva. Me gusta tocarlo, plancharlo, coserlo, arreglarlo. También le hablo. Le cuento lo que hago cada día.
Ya le conté de mi tercer esposo, aunque del segundo no sabe nada. No es que sea obsesiva. Considero una traición el no haberle contado sobre Mario, mi segundo esposo, pero luego de charlarlo me di cuenta de que no está enojado. Le puse nombre. Se llama Pablo, como el cura que me casó por primera vez. Es blanco. Pensé que era normal al principio, pero ahora creo que está pálido. A veces lo maquillo. Le pongo polvo para la piel. O, en el verano, crema bronceadora para que se tueste un poquito. También protector solar. Al ser tan blanquito se le puede arruinar la piel. Le pongo sombrero, para que no se insole. Cuando vamos a tomar sol a la playa, le dejo la reposera y me voy yo a la arena. Con los productos que le pongo en la piel, se le pega la arena. Me pasó hace dos veranos. La arena debe tener algún efecto bronceador, porque lo cierto es que le dio colorcito.
No es que sea obsesiva. Le hice un placard para él solo. Pero es todo de vidrio, así me ve y no se deprime. Le puse ruedas al placard. Así lo puedo llevar a donde esté. Cuando cocino, me sonríe, pero,¡pobre!, no puede tragar y se ensucia todo.
El otro día le conté que mi tercer esposo me pidió el divorcio, aunque seguro escuchó la pelea y no dijo nada para no ponerme mal. No es que sea obsesiva.
Hoy me pidió matrimonio. Todavía lo estoy pensando, pero le voy a decir que sí. Al altar no me puede llevar mi padre, piensa que ya me casé demasiadas veces. ¡Hasta trató de convencerme de que mi tercer esposo era un delantal de cocina!

Espera

Espera

No se sabía muy bien lo que había pasado. Yo estaba tranquila, pero Pedro no. Dio dos pasos hacia la máquina de café y luego retrocedió. Ana, que estaba sentada, se paró y comenzó a dar vueltas. Dio una, y luego otra, hasta que hizo sonar las moneditas de su bolsillo y sacó algunas. Luego se acercó a la máquina e introdujo las monedas. Tomó un vaso de plástico y el café comenzó a caer. Pedro la contemplaba, y yo también. Los zapatos de Ana sobre el piso sonaban muy fuerte. Cada paso que daba se oía por todo el edificio. O al menos eso parecía. Una enfermera pasó caminando. Su zapatos también hacían ruido, pero eran más rápidos que los de Ana. Se alejó velozmente. Ana se sentó al lado mío. Miró el café y empezó a tomar, mirando al techo, o al vaso, no sé bien. Se abrió una puerta y la enfermera que acababa de pasar entró. La puerta se cerró. Pedro volvió a caminar hacia la máquina de café, y luego volvió a retroceder. La campera que tenía en la mano se le estaba deslizando poco a poco, hasta que, en algún momento, se caería. Más pasos desde lo lejos. Era Carla, que llegaba. Todavía tenía el uniforme azul puesto, y los tacos negros. En la mano llevaba el abrigo y la cartera. Me saludó, saludó a Ana y a Pedro también.
Bueno, ¿cuál es la situación? – me preguntó
No se sabe muy bien qué pasó, pero no nos dijeron nada aún – respondí. Ana bebió otro sorbo de café. Se abrió
una puerta. La misma enfermera salió. Pasó por delante de Ana, de Carla, y mío, rozando a Pedro. Sus pasos se alejaban. Carla abrió su cartera y tomó algunas monedas. Se dirigió a la máquina de café e introdujo las monedas. Tomó un vaso y el café empezó a salir. Cuando la máquina hizo un horrible sonido, anunciando que el café ya había sido servido, Carla tomó el vaso y se fue a sentar de nuevo. Bebió un trago.
¡Esto está horrible! – exclamó. – Aguado y bien amargo. Realmente espantoso – completó. - ¿Saben dónde está el baño? Ya mismo voy a tirar esta porquería. –
Sí, creo que es por allá – dije. Carla dejó su abrigo y su cartera y se dirigió hacia el baño. Pedro seguía caminando. Ana terminó el café y tiró el vaso en un pequeño cestito ubicado junto a la máquina, sin ni siquiera pararse. Se oyeron los pasos de Carla, cada vez más cerca. Volvió a tomar asiento y empezó a mirar el piso. Ana se tocaba el pelo, ondulándolo. Pedro caminaba hacia la máquina y luego retrocedía, constantemente. Se abrió otra puerta. Los cuatro giramos las cabezas. Una enfermera rubia se acercaba con un formulario. Nos sonrió. Por un momento, creo que hablo por todos nosotros, tuvimos la vaga esperanza de que fuera a decirnos algo. Sin embargo, siguió de largo. Los cuatro la seguimos con la mirada hasta que desapareció al doblar por un pasillo. Carla volvió a mirar al piso, Ana volvió a ondularse el pelo y Pedro siguió caminando. Hacía frío en ese pasillo. La pared en frente mío tenía ventanales en la parte superior, de los cuales algunos estaban abiertos. Yo quería cerrarlas. De pronto se oyeron más pasos. Era Daniel, que había llegado. Tenía una camisa blanca, pantalón y zapatos marrones y una campera de cuero. Nos miró y sonrió.
Hola – dijo mientras saludaba a cada uno de nosotros.
Hola – dijimos Ana, Carla y yo. Pero Pedro se quedó mudo. Paró de caminar y miró a Daniel. Daniel se acercó a él y lo abrazó. Habló algunas palabras con él, pero casi murmurando, y no pude oírlos. Se sentó. De su bolsillo, sacó algunas monedas y se dirigió a la máquina de café.
No, no compres. Es horrible ese café – dijo Carla. Daniel se detuvo y volvió a meter las monedas en el bolsillo.
En cambio, sacó un chicle y comenzó a mascar. Dejó la campera de cuero a un lado y comenzó a mirar el techo. Pedro caminaba, Daniel miraba el techo, Carla el piso y Ana ondulaba su pelo. Yo contemplaba los ventanales. Quería pedirle a alguien que los cerrara, pero en ese pasillo no había nadie, y en la recepción se veían muy ocupados. En el medio del silencio, se abrió otra puerta. Una enfermera de cabello pelirrojo teñido. Al llegar a donde estábamos nosotros, se detuvo. Los tres nos incorporamos de golpe y la miramos. Ella nos miró a nosotros.
¿Ustedes son los familiares de Rocío Fernández? – preguntó. Pedro la miró
Yo soy el esposo. Ellos son amigos – dijo Pedro.
Bueno, entonces usted tendrá que acompañarme. Los amigos tendrán que quedarse – dijo la enfermera. En ese momento se me paralizó el corazón. La espera iba a ser eterna. Los pasos de Pedro y de la enfermera sonaron bien fuerte, alejándose. Abrieron y cerraron otra puerta. Los cuatro volvimos a lo que estábamos haciendo. Esos ventanales me estaban volviendo loca. Decidí que me lo iba a aguantar. Daniel se paró. Lo miramos. Se acercó al cesto de basura y tiró el chicle. Volvió a sentarse. Se abrió una puerta. Una enfermera de cabello castaño pasó por delante de nosotros. Iba caminando lentamente, examinando cada cosa del lugar. Aparentemente, no tenia nada que hacer.
Disculpeme – le dije. – ¿Podría cerrar las ventanas, por favor?-
Sí, sí – dijo. Se acercó a los ventanales abiertos y, tirando de una manijita, éstos se cerraron
Gracias – dije. Ella me sonrió y siguió caminando. Me di cuenta entonces que no tenía ahora nada que hacer, y
decidí sumarme a la actividad de Carla. Mirar el piso. Era de madera plastificada, o al menos eso aparentaba. Estaba brillante y lustroso. Se extendía desde la entrada del hospital hasta algún lugar que yo no lograba ver desde mi lugar. Comencé a mover los pies. Mi zapateo se escuchaba muy fuerte. Carla me miró. Comprendí entonces que mis pies le molestaban, y paré de zapatear. Carla se puso el abrigo y cruzó los brazos. Se despeinó completamente, por lo que se soltó el peinado. Sus hermosos cabellos rubios cayeron haciendo contraste sobre el negro tapado. Tomó la gomita de pelo y se lo volvió a recoger. Se abrió otra puerta. Esta vez, Pedro y Rocío salieron de allí. Rocío nos sonrió.
Al final era un resfrío – anunció Pedro.

Energía Hidráulica

Energía Hidráulica

Un día, unos chicos se juntaron. Vieja costumbre impuesta por sus padres, que también se juntaban.
-Sucede que algunos días me siento triste.- dijo el primero. El amargo de Antonio le respondió que no le importaba. Entonces, el solitario chico que había hablado primero, Juan Carlos, comenzó a derramar cristalinas lágrimas de sus misteriosos ojos. Cayetano, que era santo, le dijo a Juan Carlos que no se preocupara, que Antonio era muy omnipotente, que se creía inmortal y además era re-vanidoso. Cayetano parecía ser el amigo soñado, el amigo ideal, era realmente brillante cómo lograba hacer que hasta el más alterado se quedara tranquilo.
En eso, intervino Pablo, un chico silencioso que habían conocido algún año. De todo era el más bajo.
-No, Antonio es el iluminado.
Todos se dieron vuelta sorprendidos, Antonio inclusive.
-¡Estás loco!- gritó
-No, no está loco- dijo Cayetano, sacando un arma y disparándole reiteradamente a Antonio.
Entonces, inesperadamente, los alumbró una luz tenue.

Shui y Tu

Shui y Tu

Cuando fue a visitarla no estaba. Dijo Osvaldo que se había ido a la playa. Entonces decidió quedarse un rato con él. No era mala persona en realidad. Un tanto inmaduro se podría decir. La mala era ella. Todos la querían pero se notaba la maldad en sus venas, las miradas despectivas, ese aire de venganza. Después de unos mates, conversaciones sobre fútbol y música cayó rendida a sus pies. Cómo podía ser que aquella mujer tuviera a ese hombre. Tenía que ser suyo.
Se fue, pero volvió. Iba ahora diariamente a ver a Osvaldo, a verlo sonreír y a escucharlo tocar música. Pero él seguía con ella, aunque no por mucho tiempo. Poco a poco fue ganándose su confianza, conquistándolo lentamente.
Y un día se enteró de que la había dejado. La felicidad qe sintió duró por lo que parecía una eternidad. Un mes después Osvaldo le confesó su amor. Le dijo que había sido un error haberse juntado con ella y que nunca amaría a nadie como estaba amando en ese momento.
Juntos construyeron castillos, puentes, reinos de los que fueron reyes. Pero en toda historia de castillos, puentes y reinos, hay un dragón. Y ella contratacó.
Poco a poco lo recuperó, imitando quizá la técnica con que se lo habían robado. Osvaldo cayó como había caido antes en sus garras.
Entonces se fue con ella dejando atrás aquel castillo donde había sido tan feliz. Dejando atrás un puente y un reino que se inundó de lágrimas y de sangre.

Aguas calmas

Aguas calmas

Se despertó un día afligido. Lo invadía una combinación de angustia y odio. Una lágrima cayó suavemente y en silencio por su mejilla. Había sido una noche agotadora.
Todo había empezado cuando Ana, una extranjera, se había acercado al palacio. Desde ese momento fue todo un desastre. Se desataron guerras, se sucedieron las muertes. Y Ana seguía ahí, atrayendo los problemas como un imán en medio de mucho tornillos. Hasta desastres naturales. Terremotos, tormentas de nieve terribles.
Pero lo que había sucedido aquella noche no se lo perdonaría. Nicolás se levantó de la cama y miró a Ana, durmiendo tan tranquila. Hasta le pareció divisar en su rostro una leve sonrisa de satisfacción que Nicolás encontraba insoportable. Sabía que ella no merecía estar en esa habitación del palacio.
Entró a darse un baño y se le retorcían las entrañas por el hambre, el terrible hambre que estaba sintiendo por no haber cenado aquella noche.
Fue entonces a tomar sus medicamentos. Claro que ninguno servía y que a la larga terminarían matándolo. Pero todos mueren de algo y él tomaba las pastillas todas las santas mañanas.
-¡Nicolás!- escuchó. Era Ana, en la habitación. Su voz lo irritaba, se le hacía verdaderamente insoportable oírla.
La mataría. Incluso si no era en ese momento la mataría por el bien de su gente. Si no lo hacía, él moriría, porque esa mujer era veneno y él ya estaba demasiado intoxicado.
Tomó un cuchillo y fue a la habitación para encontrarse en una situación que ya tantas veces había pensado.
Y el silencio.