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xcelsius

Cuentos de Isla Xica

La luz turquesa de las aguas reflejaba en las rocas del acantilado aplastado por el sol de mediodía. El calor del estío, sin una sola brisa, hacía que la estela de la lancha arrancara brillos incandescentes a las grietas oscuras.

La soledad del lugar provocaba una sensación de calma, paz interior largo tiempo ansiada. Realmente hacía demasiado tiempo y los recuerdos hacían resurgir en la memoria ya lejana, un amargo regusto a pieles tostadas por el sol, aromas mediterráneos y noches alternadas de soledad y fiestas, y estrellas fugaces, y amigos hace tiempo olvidados.

Pero había conseguido volver y, éso, era lo que en aquel momento importaba. Estaba necesitado de reposo y olvido, y sabía que aquél, era el único lugar donde podía conseguirlo. Y es que había pasado demasiado tiempo desde la última vez. Todavía recuerdo los primeros momentos en la isla...

El azar y la inquietud de la juventud me hizo llegar por primera vez. Las razones y excusas de la huida hasta allí fueron borradas hace ya tiempo, pero no así el primer impacto de un lugar que reunía, por aquel entonces, las premisas de un paraíso para todos aquellos que buscaran en el sol mediterráneo, las recónditas playas y el placer por el buceo, su lugar en la tierra.

Y así fue como lo encontré yo entonces, y todavía después encontré otras muchas virtudes y vicios, y personajes salidos nadie sabe de donde, y alegrías y amarguras y, sobre todas ellas aquella paz interior que sólo conseguía tener en aquel lugar.

Todo aquel conjunto de sensaciones componía mi equipaje interior y, a medida que se iba llenando a través de meses, incluso años, cuando lo sentía colmado, hacía que me viera obligado a volver a la isla y recuperar y sentir aquella necesidad física del salobre en la boca y en la piel.

Paré el motor y dejé deslizarse la lancha hacia el interior de la ensenada. Fuí hacia proa y lancé el rezón y lo seguí, planeando, hasta casi el fondo de roca. La profundidad en el centro de la cala era de unos quince metros y largué cabo hasta que un suave tirón nos hizo detenernos. Había descubierto el lugar hacía ya mucho tiempo, de la mano de Martín...

Martín, con su piel cuarteada, enjuto como una roca, de cuerpo breve y extremidades marcadas por la artrosis, parecía llevar mil años a cuestas entre mar, sol, velas y aparejos. Martín me adoptó con sus silencios y me bendijo con la filosofía llana de la gente del mar. Me descubrió la isla desconocida e inaccesible. Martín, el sueño de Hemingway, el viejo y el mar hecho realidad.

Martín no nació en la isla, llegó nadie sabe cuando, a bordo de un pesquero a punto de irse a pique. Su patrón decidió efectuar reparaciones en el pequeño puerto del Noroeste. El pesquero partió, pero Martín decidió quedarse. Una turbia historia de desamor y celos nunca explicada, fue su razón, y los años, y el mar, y el viento, hicieron el resto...

Sobretodo recuerdo una noche con él en las playas de Poniente. Largos arenales y pequeñas calas cerradas por roquedales y cuevas formaban un entorno mágico. Me había llevado allí después de una cena frugal en su pequeña covacha prometiéndome una nueva experiencia.

Al llegar a la playa y junto al promontorio donde guardaba su barca, MariaBonita, descubrió unas mantas bajo las que guardaba unos haces de caña seca, machacados en un extremo formando penachos deshilachados, impregnados de resina. Me hizo recogerlos y al llegar a la orilla, prendió su yesquero y las haces, ardiendo, iluminaron la playa.

Aunque yo no lo sabía, íbamos de pesca. Era época de desove y multitud de peces, moluscos y crustáceos aprovechaban la luna nueva para efectuar la freza en los bajíos, apareciendo con frecuencia agotados donde rompen las olas...

El brillo de la antorchas arrancaba reflejos dorados en la arena y las rompientes suaves, dejando al descubierto, aquí y allá, a los agotados animales. Es el mejor recuerdo que guardo de Martín. Sus ojos brillaban con el fuego de las teas y reflejaban una luz interior imposible de explicar. En aquel momento Martín no era Martín. Era Aristóteles explicando a sus alumnos los principios de la filosofía.

Regresé a popa y empecé a ordenar el equipo de buceo. Estábamos a principios de verano y el agua ya había empezado a calentarse, pero yo sabía que en aquel lugar donde iba a bucear las fuertes corrientes aportaban agua fría y la temperatura, en el fondo, sería gélida. Así que procedí a mojar el traje de neopreno y colocármelo lentamente, disfrutando de su tibieza en la piel. No tenía ninguna prisa y efectuar las consabidas maniobras de preparación del equipo me producían un placer casi morboso. Revisé el regulador y el manómetro de presión y comprobé la reserva de aire del monobotella, y alzándolo por la borda lo dejé colgar suavemente de un mosquetón. Inclinándome sobre la popa. Humedecí las gafas de buceo y escupí saliva en su interior para evitar la condensación y, colocándomelas, me dejé caer de espaldas en la cristalina superficie.

Una vez se aclararon las burbujas provocadas por el impacto, volví a sentir de nuevo aquella sensación de paz. No existía ningún lugar como aquél sobre la tierra...
Martín salvó mi vida. Una tarde de abril. El cielo estaba turbio pero me decidí. Tenía ansia de pesca y el cielo estaba gris. Pero una vez superadas las rompientes y la nebulosa de algas, fango y arena, de pronto sentí una transparencia diáfana en las aguas y lo que hasta el momento había sido una angustia de partículas en movimiento y visibilidad nula, se transformó en un instante en el azul.

De pronto ya veía. Reconocí, ya alejado de la playa, los familiares rompientes. Aquí y allá, huecos oscuros en las rocas, me hacían revisar antiguas capturas y, poco a poco, situarme en el perfil de la costa.

En aquel lugar, tres barras de roca, paralelas a la playa, formaban un escudo protector que alternaba dominios de poseidonias y rocas, con valles inundados de arenas plácidas. Los “rippelmarks”, ondulaciones en la arena surgidas de las corrientes, parecían serenar el paisaje.

La visibilidad ascendió nada más salir de la primera barra y accedí al primer valle de arenas en busca de presas. Aquí y allí, en penumbra suave por el cielo encapotado, de acero, divisaba los movimientos de pequeñas bestias que no acaparaban mi atención. Sabía que debía esperar y relajarme. La primera pieza era importante. Marcaba un cierto reto personal. Salmonetes y pequeñas mabras dibujaban el contorno de la segunda barra.

Tenía un perfil de casi cien metros a lo largo de la costa y yo solía seguir su trazado en función de la hora del día. El sol marcaba sus dominios incluso a veinte metros bajo la superficie. Roquedales y agujeros eran el dominio de sargos y pequeños meros que alegraban el paisaje.

En la primera bajada lo noté. Nada más traspasar la barrera de los cinco metros una fuerte corriente desplazaba masas de agua hacia el exterior. Me vi desplazado hacia la tercera barra en unos instantes mientras ascendía hasta la superfície. Y entonces lo ví.

Dudé. Era una mancha verde y gris y se mecía a unos quince metros sobre un fondo de cascajo y rocas. Había salido de un hueco grande y se dirigía a una pequeña cueva triangular. Era un mero de casi un metro de largo, sus buenos veinte kilos. Se desplazaba tranquilo y sereno y se refugió en la cueva como quien se dispone a empezar una buena siesta.

Era el momento. La primera pieza. El reto deseado. Repasé mentalmente el equipo y retrocedí a buscar la lámpara que colgaba de la boya. Llevaba un segundo fusil y comprobé que estaba libre de trabas. Tiré del muerto, un plomo de dos kilos que aseguraba la boya de situación y lo desplacé hacia la entrada de la cueva.

Situándome en la vertical, inicié la hiperventilación que me permitiría soportar un mayor esfuerzo bajo el agua. Encontrar el “punto” e iniciar la bajada era ya un placer para los sentidos. Ojos semicerrados, el tubo del fusil replegado al cuerpo.

Es un momento mágico y lo sopesas todo. La ligera corriente, los brillos en la arena y las sombras en los huecos. Al llegar al fondo, enciendes el foco y rebuscas en la grieta de la cueva el perfil inconfundible de la cabeza del mero, que sabes, te está esperando. Con medio cuerpo metido en el agujero alumbras el fondo, sus ojos te miran dudando y sabiendo que el primer momento es crucial…, disparas. Una nube de arena remueve el fondo. Un tirón brusco te advierte que no has errado el tiro. Tienes la pieza, es resto es cuestión de tiempo y esfuerzo.

El viejo cabrón se ha anclado con sus espinas dorsales y está clavado. Será largo. Asciendes despacio, tensando el cable, pero excitado por la adrenalina que marca tus músculos. Te esfuerzas en serenarte y pensar. Olas y corriente va subiendo de fuerza. Descuelgas el segundo fusil y lo cargas tensando el estómago. El tiro del “arbalette” puede dejarlo seco de un nuevo disparo. Vamos allá.

Descendí, planeando, intentando efectuar el mínimo esfuerzo, directo a la boca de la cueva. Disparé hacia donde debía estar la cabeza del animal y, de repente, una nube de arena y un golpe seco me arrancaron la máscara. Un animal fuerte te sacude el rostro y el costado. Ciego y aturdido, entra el pánico y asciendes desesperadamente, y de repente, en una explosión, ¡aire!

Flotas en las olas. Respiras hondo. Te serenas. Intentas localizar la costa. La mierda de olas no te deja ver donde estas. ¿Dónde estás?. ¿Una mancha blanca entre las olas?. Tragas agua y te escuece y resuellas, y la corriente es muy fuerte, y de repente te sientes agotado y sueltas el lastre de plomo, esta pegado a la boya y la pieza no se va a perder, y te dejas ir…

En la isla, nadie dudaba de que Martín estaba loco. Los isleños sentían un respeto irreverente por la mar. No podían evitarlo. Siglos de tradición, historias y cuentos, canciones de cuna hablaban del mar. Dioses y sirenas, tormentas y holocaustos provenían del mar.

Pero Martín no estaba loco, Martín era especial. Tenía devoción y amor por su barca, “Maria Bonita”, y la seducía con las mejores olas y el viento más duro. Y los dos se manejaban. Y ardían de deseo. Y Martín salía con el temporal y buscaba caminos entre las olas. Y un día de abril divisó una mancha amarilla entre los espumarajos de la marejada. Y “MariaBonita” fue a buscarlo.

Tuvo suerte, Martín estaba allí. Estaba casi desvanecido. Frío a pesar del traje. Tosía constantemente, cuando una garra, inexorable, tiró de él y le aupó por la borda…

Martín buscó su primer bordo en el momento preciso y pasó las olas. “MariaBonita” tenía apenas quince pies de eslora y aparejada de latino cabalgaba entre el mar de fondo, derivando por la fuerte corriente. Una ola de través y embarcó varios galones de agua. Maldijo su torpeza y enderezó el rumbo, pero al alzar la vista había perdido aquella mancha amarilla. Tenía un mal presentimiento y recordaba las palabras del chaval en la Taberna del Puerto de Isla Xica.

Era un joven fogoso. Se le notaba nuevo en el lugar y lucía el calamitoso aspecto cerúleo de los que luchan su vida en la ciudad. Martín observó su llegada y su mala cara, debida sin duda a una mala noche anterior y, con certeza, a una de aquellas duras travesías de Isla Grande a Isla Xica. Recibió la seca entrada de Manuel, que regentaba la Taberna del Puerto, con el estoicismo de un viajero cansado necesitado de reposo y de un reconfortante trago.

Observó, con interior deleite, como el muchacho intentaba sacar información a Miguel sobre donde podría iniciar sus intentos de pesca submarina, en aquellos entonces, solamente dos chalados, franceses, gabachos que hablaban mal y raro, habían venido a la isla a pescar con aquellas ballestas de largas gomas. Y para sorpresa de lugareños, aquellos dos tipejos sacaron las mejores piezas vistas en tiempos.

Aquello significó mucho para los habitantes de la isla. Fue una premonición. Un destello de aviso. Ellos vivían del mar. Nadie podía llegar allí y llevarse lo que era suyo. Aquello que el mar les daba para sus hijos, y la transmisión de sus mayores a sus nietos, y su única razón de ser, su ente, su gran familia, su razón de ser en el planeta, Isla Xica.

Y naturalmente Martín supo que ninguna información saldría de la boca de Miguel que pudiera servir al muchacho. Pero aquel día, Miguel se pasó, indicó al muchacho con fervor el peor punto, el más peligroso y el más temido del lugar. Una trampa con vientos de mistral que arrastraba cualquier cosa que flotara en las aguas hacia un infinito de azul sin posibilidades de retorno. Un viaje a la tumba negra de los mayores fondos del Mediterráneo.

Y Martín vió en el rostro del muchacho la credulidad de la juventud. Unos tragos a cambio de información. Se comía el mundo, el muy imbécil, seguro de sí. Todavía no entendía nada. Y le dió un mal rollo interior. Como una premonición.

Y pensó en el placer de “MariaBonita” en el Mistral. Y sabía, todos sabían que mañana soplaría de Mistral…

Y cuando Mariona apareció en el umbral sintió dispararse los sentidos del muchacho y por un momento sus pesquisas sobre la pesca en la isla y su obsesión se vieron disipados por la figura de Mariona. A contraluz.

Su criatura, la luz de sus ojos, el fruto amargo de un amor ya lejano, machacándole las entrañas. Martín bajó la vista, absteniéndose del entorno, olvidando el presente y, sin querer, retrocediendo a rostros conocidos tiempo atrás, tibieza en sus manos, ternura en sus labios y aquel dolor interior incurable. La pérdida del más entrañable ser que Martín hubiera conocido.

Aquella fue su única mujer. Su único amor. Lo breve de su encuentro nunca significó nada para él. Porque la intensidad, la fuerza del deseo, el placer mutuo de compañía, ternura, y aquella sensación de plenitud, ya fueron bastantes para el resto de su vida. Era, fue el amor de su vida, y así lo asumía. Y le quedaba Mariona, su Mariona…

Pero eso, era otra historia, la historia de MariaIsabel, Marisa.
Y es que Mariona lucía su piel como un tesoro. El brillo del otoño repasaba los trazos del verano en el dorado de su rostro. Tenía voluntad de vivir, tersura en la piel, ternura en las manos. No fue justo que se fuera. El que decide todas las cosas se equivocó.

La tercera vez que volví a la isla me prometí a mí mismo que ya no habrían más recuentos de ires y venires. Era inútil porque sólo contaba una cosa: El tiempo que conseguiría permanecer allí. Habían transcurrido sólo unos meses desde mi vuelta y la obsesión de retorno se había convertido en una rutina de recuerdos, lugares y personas que se reproducían en mi memoria como una película de Wenders, con sus luces y contrastes y colores, una y otra vez.

Así es que, acabé los trabajos pendientes e ineludibles y puse una excusa pausible para escapar durante seis semanas, prometiendo lo imprometible y mintiendo como bellaco.

La tercera vez tuvimos un aciago viaje. Digo tuvimos, porque a los que nos vimos envueltos en la misma barca, ya nos une para siempre la hermandad de los que han sobrevivido, juntos, a la muerte. Años después, todavía nos saludamos como viejos conocidos y nos preguntamos por la vida y por nuestro futuro más cercano. Aquello se reprodujo más tarde en algunas ocasiones, y el círculo mágico de cada tormenta fue ampliando la secta de los creyentes en Poseidón. ¡A ver!. ¡Uno no se marea!. Lleva años de mar. Y entonces, un otoño, decides embarcarte hacia las islas y descubres lo que significa un mar encrespado. Un crucero de ochenta metros de eslora, con las olas barriendo la cubierta y aquel verdor en la tez del personal a bordo. Recuerdo gris. Seis horas desde la City hasta Isla Grande. Movido. Pesado. Bamboleante. Llega un momento en que te aburres y empiezas a desear llegar Ya. Siempre tarda mucho más de lo que tú deseas. Pero llegas. Seguro.

Peor fue la travesía de Isla Grande a Isla Xica. El ferry de servicio era una barcaza de madera, de apenas quince metros y con nula cobertura al exterior. Apenas seis millas de travesía nos separaban de nuestro destino y, con aquel tiempo, podíamos preveer una travesía de noventa minutos.

Una hora y media de tortura traqueteante removía las tripas de los pocos pasajeros que se habían atrevido a embarcar. Incluso los isleños miraban de reojo hacia el canal. La Joven María protestaba y crujía con los golpes de mar y sufría los embates del Mistral de través. Aquello bailaba las olas. Apenas a diez minutos de salir de puerto no existía cosa a bordo, humana o no, sobre cubierta que no estuviera rebozada de espuma de mar.

Casi al final de la travesía vino lo peor. Un brusco giro de timón para enfilar el canal de entrada al puerto de Isla Xica. Un canal rodeado de peñones de roca que formaban túneles de viento durísimos. Sensación previa al terror. Y entonces, en un momento mágico, el mar se aplana, el motor traspasa una sensación de calma y, sonrientes, algunos bromean sobre la travesía. Tu piensas: - Te devuelvo la bolsa con el regalo, ¡Cabrón! –

Todo acaba. Mariona se fue. Llegué a puerto y la conocí. Y la volvía encontrar y perder en la isla. Separados y lejanos en algunas ocasiones. Y en momentos mágicos, unidos en una intimidad que nos alejaba del tiempo real y tejía un mundo propio a nuestro alrededor.

La ansiedad de bajar al pantalán me hizo colocarme entre los primeros en la pasarela y, una vez más gracias al escaso equipaje, pisé puerto y me decidí a dejar la escollera cuanto antes. Enfilé al primer grupo de edificios buscando la inevitable taberna, pero no pude evitar subir la escalinata que accedía al faro y desde allí contemplar los elementos. Las rachas de viento pegaban suavemente mi espalda contra la torre del faro. Aún sin llegar a lo alto. La vista desde donde me encontraba era soberbia.,

En un primer plano las aguas de la pequeña ensenada circular que protegía el puerto. La pequeña bahía, aislada del viento por un farallón de roca de casi cien metros de altura, permanecía plácida, pero más allá de la bocana exterior, mar, tierra y cielo se confundían en el caos. Y nosotros acabábamos de pasar por allí. Y de pronto se abrió una luz en el cielo y el sol se reflejó en la plácida ensenada y reveló aguas turquesas y sombras de poseidóneas. Aquel fue mi primer renacer.

El segundo vino a continuación. Fue la primera vez que vi a Mariona. Tenía sensación de resaca y aquel gusto agrio en la boca que sólo se supera con una cerveza bien fría. La Tasca del Mar de Isla Xica, lucía su espléndido nombre grabado en relieve sobre una plancha de madera con muchos años de puerto. Un arco de piedra gris enmarcaba la entrada y le daba solidez al local.

El interior era una escueta barra, un umbrío local con la entrada a mediodía pero oscuro como medianoche. La luz exterior se reflejaba en la lustrada barra. Y las tapas obsoletas parecían querer huir de las moscas. Ningún parroquiano. Mal indicio.

Regentaba el local un individuo cetrino con aspecto de ver un forastero al que no conoce y que no le resulta del todo bienvenido –Genial-, pienso, y le pido una cerveza bien fría y, claro, oigo como un murmullo de protesta por lo bajo. -Pésima entrada-, pienso. Y recibo una jarra, de dudoso cristalino, rayada por mil lavados, y con historias para contar cual mercader turco.

Paso. Descanso agotado, ensimismado en los restos de mi copa, brillante todavía de espuma. Estaba necesitado de trasegar el viaje y poner en orden mis próximos actos. Fue entonces cuando escuché en un tono de voz nuevo, fresco y agradable, lo que parecía provenir del fondo de la barra obscura.

-Hola Mariona- ¡Guapa!

Sorprendido por el cambio de tono del amo del lugar, miré hacia la entrada. Y entonces tuve una aparición –Un Angel-. Porque aquello tenía que ser un ángel. Una criatura perfecta de unos quince años, una niña-mujer esbelta, querubín de facciones orientales, pelo azabache, muy proporcionada, rayando en lo exuberante, y unos ojos clarísimos, azules, dos faros.

No estaba preparado para aquello. Apareció a tres metros de mí, escasos, y el efecto fue devastador. La atracción que despedía aquel ser era una mezcla de sensaciones que abarcaban de la contemplación de una obra de arte, al más obscuro deseo. Y refrenando el primer impulso pensé: -Le doblas la edad, Mala suerte-

Mariona saludó al de la barra con familiaridad: -¡Buenos días, Manolo! ¿Me da lo de mi tío?-. Manolo le recordó la deuda y le dio la botella. Y la miró salir. Y sus ojos reflejaban lo mismo que los míos: Ternura, deseo, frenesí. Salió y la perdimos de vista, y todos sentimos un vacío interior. Pedí la cuenta y, recogiendo mis bártulos me dirigí al exterior, como lanzado a la búsqueda de una aparición.

Ella se había esfumado, -claro-, de entre los recovecos de las callejas del puerto, dejando una molestia interior que te indicaba haber perdido algo importante.

Aquella sensación se repetiría cada vez que Mariona aparecía y fugaba rápidamente de mi existencia en la isla. Sin embargo el tibio calor que el sol reciente desprendía de las losas del puerto y el agradable cosquilleo del viento otoñal en el rostro me hizo recapacitar y el sopesar de nuevo el hallarme en la isla.

Estaba otra vez en Isla Xica. Ansiaba instalarme. Dirigirme a Vista Azul y saludar a conocidos e itinerantes, personajes curiosos que aquí y allá habían formado parte de mi vida, y de los sucesos, aventuras y experiencias que ya eran parte del paisaje. No sabía exactamente quien iba a encontrar en la casa. No había una población fija de residentes, sino que un grupo cambiante de turistas, gente de paso y neohippies componía la población habitual de VistaAzul. No era un hotel. No era una pensión. No era una comuna de reciclados, ni el escape de yuppies amancebados, ni una cueva de piratas y traficantes. No era definible. Era una mezcla de personajes y situaciones cambiante y agradable. Era VistaAzul. Un rincón del Mediterráneo con la buscada vista al interior de uno mismo, dando y recibiendo experiencias, acumulando sensaciones en un entorno propio. No era definible, porque era una mezcla de todo ello a la vez.

Pero en primer lugar necesita un medio de transporte hasta allí. Así que me decidí a alquilar un scooter y busqué el xiringuito de MIguel que alquilaba cacharros a buen precio. Cerré con él el negocio y conseguí lo que necesitaba: un transporte barato, de escaso consumo y accesibilidad a toda la isla, cuya única carretera apenas contaba con veinte kilómetros de largo.

Dispuse mis trastos en la cesta de la moto y arranqué, pedaleando, en pié sobre el manillar. Un petardeo vetusto siguió y no tardé en disfrutar del viento y el salitre que las ráfagas del mistral me pegaban en la piel. Quince minutos largos y estaría en VistaAzul. No dejaba de pensar, intentando adivinar quién encontraría allí…

Pero lo primero es lo primero, y la tradición mandaba que lo primero era subir al farallón. En lo alto del promontorio existía un mirador alucinante, una ventana circular de hormigón con una baranda exterior metálica que permitía contemplar dos vistas tremendamente hermosas.

Por un lado la calidez de la ensenada y el puerto con sus luces azules, claras y densas, y las encaladas casas, allá abajo, resplandecientes. Y por otro lado el canal e Isla Grande, que aunque el mal tiempo había agrisado todavía lucía sobre sus roquedales la sombra oscura de las nubes de tormenta que se alejaban.

El mar, gris y blanco, se movía en masas que chocaban contra acantilados y arrecifes, elevando pesadas espumas sobre todo ello. El viento había calmado, pero no el mar de fondo y todo ello indicaba que la furia de Poseidon se desplazaba rauda hacia el sur.

Una vez superado el promontorio la carretera arrancaba en pendiente suave, zigzagueante, a través de colinas romanas. La isla tenía forma de estrella de tres puntas, en cada una de las cuales dominaba un promontorio. Ese trébol formaba en su centro un valle sinuoso de colinas rocosas alternadas de pequeñas planicies aprovechadas hasta la extenuación de cultivos de cereales y algún huerto ocasional.

Higueras, olivos y cabras dominaban el resto. Entre las tres bahías encajonadas entre roquedales se encontraban salinas y dunas y arenales, y aquí y allí, caletas de roca con las más maravillosas playas que humano alguno pudiera imaginar.

El difícil acceso y la falta de infraestructuras habían preservado el lugar. Y la premonición o la sabiduría de los lugareños consiguieron lograr un refugio impensable a estas alturas de siglo. El lugar en la tierra.

Respirando el aire fresco con deleite, me iba acercando a VistaAzul y recodaba como había descubierto aquel lugar…
Cabeceaba en el autobús de asientos oscuros y desvencijados. El sopor de la resaca y el ardor del aire en el vehículo, recalentado por la calicha y por un variopinto grupo de gentes que, tras un periodo de espera demasiado largo, hartos de sudar bajo el sol en un simple poste anclado en medio de ninguna parte, habían ocupado los pocos asientos disponibles al asalto. El resto, fastidiados, soportaba traqueteos y baches, e intentaba olvidar aquel ardor en los pies producido por un asfalto recalentado, medio derretido.

Me había colocado en la parte trasera del Bedford, -Quién sabe cómo habría llegado hasta allí-, y contemplé como una pareja de chicas intentaba, corriendo desesperadamente, llamar la atención del conductor. Mientras ellas efectuaban un último esfuerzo, el vehículo arrancó suavemente y, con cada cambio de marcha, las chicas fueron perdiendo fuerzas y esperanzas, recibiendo en premio la polvareda del adiós del único transporte público de Isla Xica.

Yo las conocía, -de vista-, por haber coincidido con ellas en Cala Moscas. Una de las tres playas con xiringuito en concesión que recogían y festejaban las necesidades de música, alimento espiritual, y otro alimentos ya corporales, menos sutiles, pero de gran satisfacción para los ya iniciados en los secretos de la isla.

Manolo y Manuel habían montado su xiringuito, “Flais”, por su afición a las hierbas. Y por casualidades del destino y por ciertos recovecos de su traducción esperpéntica del inglés, le había quedado el nombre de Cala Moscas. Vencido ya, el tiempo de la hierba había pasado, activando una euforia de marketing que ya alcanzaba el exceso de más de treinta menús al día.

Manolo y Manuel habían basado su estrategia en dos conceptos básicos: la calidez de música y sonido, y una comida de calidad excepcional a precios asequibles. Respecto del aspecto sonoro, Manuel encontró un anfiteatro natural que respondía a la solidez de los equipos instalados, y a la selección de músicas y ritmos que marcaba la vida en la playa. Manolo se centró en la cultura culinaria y nos centraremos en varios aspectos de su gran labor a lo largo de esta historia.

Llegar hasta allí no era fácil. Para acceder a la cala se debía superar un largo trecho de senda que descendía a lo largo de una torrentera, Pero valía la pena.

OPCION: DESCRIPCCION ARDUA DEL CAMINO. Valia la pena.

A la salida de la torrentera, un mero paso estrecho entre peñascos, se abrían los abismos de roca dejando lugar a una estrecha cala, de no más de treinta metros de ancho, dominada por una terraza natural de roca a salvo de los embates del mar.

El xiringuito, embutido en una cueva natural, extendía sus mesas por la terraza porticada, sol y sombra marcados por cañizos y viejas velas. Se accedía hasta allí por escaleras labradas en la piedra y tramos de escalas de madera, y su aspecto desvencijado y ligeramente peligroso había ahuyentado a grupos familiares y niños engorrosos, aumentando el placer del lugar.

Enfrentado al mar, a izquierda y derecha, dos glorietas de mesas redondas y asientos de cerámica, con enormes y blancos almohadones, ofrecían una espectacular vista sobre Cala Moscas.

La cala disfrutaba de una arena blanquísima, formada a lo largo de los tiempos por infinitas conchas pulverizadas por el mar. Encerrada entre dos moles de roca que descendían paralelos y orientados a mediodía resultaba uno de los mejores lugares de la isla para disfrutar del mar en las últimas horas de la tarde. El Terral aplanaba la superfície del agua hasta volverla de espejo y, un xip-xop de minúsculas olas cansadas te adormecía suavemente.

Excepto, claro, cuando una hace como que dormita sosegado, pero en realidad vigila atentamente a la pareja de chicas que, a unos metros, desgrana una conversación íntima sobre sus experiencias sexuales del verano.

-Marta- Dirigiéndose a su amiga, en tono conspirador y secretísimo, le espeta a bocajarro: ¡Ayer me tiré a Miguel!
-Maribel- Se incorpora de sopetón haciendo que sus carnes cimbreen de la impresión: ¡Coño. Cuenta. Miguel. El Miguel!.

Y, claro, a partir de ese momento ya estás absolutamente enfrascado en la conversación que se desarrolla a tu lado y no puedes menos que ir visualizando la historia que sin ningún pudor van desgranando las dos amigas…

Y de pronto me di cuenta de lo que iba a suceder, Las chicas explicarían con todo lujo de detalles una morbosa historia de sexo. Y la conclusión al margen de detalles es que me iban a poner a cien. Y en una playa nudista por mucha resaca que se soporte de la noche anterior hay cosas que no se pueden disimular.

Así que me impuse una decisión rápida y tajante. ¿Qué se puede hacer en una playa además de bañarse y tomar el sol y escuchar conversaciones ajenas? ¡El Chiringuito!

Y trepé las escaleras desvencijadas y me dirigí a la desvencijada barra donde Manolo reinaba. Manolo disfrutaba con lo suyo. Conocía a sus clientes y los hacía gozar de su humor ácido, algunas veces grosero pero jaspeado siempre de motas de risas compartidas y de una información soberana sobre lo acontecido la noche anterior en cualquier recóndito lugar de la isla.

Parecía conocer todo lo que se moviera por los recovecos del lugar. Parecía que antes de retirarse a descansar hubiera pasado antes por allí, séase cualquiera el lugar, y le hubiesen explicado con pelos y señales las andanzas del personal y sus curriculums, y el lo fuera recopilando todo y enlazando una historia con otra, un personaje tras otro, y cribando y depurando, entresacara los mejores chismes para brindarlos a sus escogidos y selectos adeptos.

Los puretas, los recienllegados, los nuevos, los tontainas sin nada que aportar pasaban por allí sin pena ni gloria. Pero los escogidos disfrutaban del privilegio de las cronologías de Manolo.

De largo me vió llegar a la barra y una sonrisa socarrona me esperaba a unos metros vista. ¡Vaya resacas luces, chavalín! –Me espetó de entrada- ¡Tengo lo que necesitas! “Mi tubo especial”. Y comenzó a servirlo. Pensé en rechazarlo pero temí ofenderle. Sus “tubos especiales” tenían de especial una excelente cerveza mejicana con aún un más excelente chupito de techila helado en su interior.

Una bomba matarresacas, comehígados y destripariñones que nadie en su sano juicio ingería de forma continuada en sus fiestas. De hecho lo rechacé, mentalmente, y alargué la mano y atrapé el tubo sosteniendo el cristal congelado en las yemas de los dedos.

La tradición de los iniciados en el culto de Cala Moscas requería un primer beso a la copa dejando reposar los labios e insensibilizando los sentidos, llevarlo después a la frente para reposar los sentimientos enajenados de la noche anterior y luego sorber lentamente el contenido del tubo hasta apurar el contenido de un trago. Después sobrevivir.

Miré a los ojos a Manolo y balbucí las gracias. Noqueado por el frío de la copa, pero aliviado del ardor del sol, de pronto la resaca había pasado y sonriendo pregunté: ¿Qué tienes hoy para papear, curandero?

Estás de suerte niñato. Vas a probar la delicia del cielo en Isla Xica. Nuestro estofado de roca. Y lo vas a hacer ya. Pero primero, para hacer boca, te voy a poner unas almejas al vapor con un romesco fresco al aroma de albahaca y como extra unas tostaditas con mantequilla de hierbas y daditos de bacon frito. Para abrir el apetito.

Los iniciados, los conocidos, los amigos que gozaban de su confianza no tenían derecho a elección en el menú. Manolo decidía por ellos y les servía lo que a él le apetecía. De alguna manera aquello aliviaba la responsabilidad de la elección en una carta más que elaborada. Te despreocupabas y te ponías en sus manos y él lo celebraba contigo. Daba sus órdenes a los esclavos de la cocina y disponía de algunos minutos para charlar y ponerte al día.

(continuará) (Es una amenaza)